El autor de la presente crónica nos habla de su infancia, su incursión en el vegetarianismo y de una aventura que vivió hace algunos años en la Ciudad de México, llevando como hilo conductor a la sopa de cebolla.
Efraín Amador
Foto de la sopa de cebolla de Sheri Silver en Unsplash Foto de la Ciudad de México de Jezael Melgoza en Unsplash.
Es sábado, en el refrigerador solo habitan los sobrevivientes de la semana y otros productos que de tanto verlos se hicieron invisibles: tres latas de cerveza Pacífico light, cuatro zanahorias, un brócoli totalmente amarillo que nunca fue parte de ninguna ensalada, media botella con Calpico como último vestigio de una cena de sushi ocurrida hace un mes, una botellita de salsa de soya baja en sodio en la que flota una nata blanca —como nebulosa cautiva—, una salsa inglesa, salsa cátsup caducada, un frasco pequeño con sedimentos de mermelada de zarzamora sin azúcar, un pepino, dos corazones de lechuga y un medallón de atún congelado, una botella de jugo de manzana espumoso refrigerada desde hace un año, tres jitomates y casi un kilo de cebollas.
Entonces pienso en este tubérculo como un acompañante de vida, después de todo hasta hemos compartido lágrimas con las cebollas.
I
Ante el sentido de vida anárquico que practicaba mi padre, mi mamá no tuvo otra opción que mantener prácticamente sola a cinco hijos y para estar cerca de nosotros se le ocurrió que lo mejor era abrir una tienda de abarrotes, por lo que crecí en una casa en la que escaseaba el mobiliario y en cambio había arpillas de papas, cajas de detergentes, sacos de azúcar y todo lo que se pudiera vender en una tienda, incluyendo una gran cantidad de golosinas; un verdadero paraíso para cualquier niño, menos para mí, que me representaba un asunto poco atractivo tener a la mano los pastelitos que se anunciaban en la televisión: no tenía el menor interés por probar esos manjares azucarados… rarito desde chiquito.
Comía poco y mi apariencia escuálida hizo que la gente se olvidara de mi nombre y me llamaran cadáver, santo entierro, huesos, tililico, esqueleto o cala. Aquella era una época en la que un peso bajo era sinónimo de enfermedad, por lo que las visitas al pediatra fueron habituales: mi mamá tenía la firme convicción de que pronto moriría, y para evitarlo establecía algunas estrategias que bien hubieran podido ser incluidas en el catálogo de tortura de la policía local: inyecciones de hierro, cucharadas de aceite de hígado de bacalao, chocomilk Pancho Pantera con un huevo, todo con la finalidad de conjurar mi deceso por inanición.
Entre el trabajo que implicaba una tienda de abarrotes y atender a cinco hijos, madre no tubo opción que hacer de su vida el concepto de multitareas cuando el término aun no era común, por eso la antropóloga Marcela Lagarde considera que las actividades de las amas de casa son uno de los grilletes con los que conviven, de cotidiano, la mayor parte de las mujeres que tuvieron la mala fortuna de nacer en sociedades tradicionalistas. Todavía me resulta un misterio cómo mi señora madre conjuraba el tiempo para hacer las labores de ama de casa y a le vez llevar un negocio, las prisas la llevaron a convertirse en una experta de comida práctica y a velocidades revolucionadas preparaba bistec a la hora de la comida, bistec con papas, con chile, con nopales, con frijoles… bistec en todas sus presentaciones. Es probable que el punto más alto de sus destrezas culinarias lo tocara cuando preparaba pozole; nunca tuvo tiempo de hornear un pastel y creo que nunca preparó ningún postre, salvo abrir una lata de chongos zamoranos o de duraznos en almíbar. Al paso del tiempo me resulta una incógnita cómo una mujer que solo había cursado la primaria y que concluyó la preparatoria muchos años después, ya rodando su sexagésimo aniversario, mientras cocinaba podía recitar a Nicolás Guillén o a Rubén Darío, o nos indicaba algunas piezas de música clásica utilizando como material didáctico las películas viejas que pasaban en el canal 4 después del programa del tío Carmelo. Cuando ella preparaba sopa de cebolla mis hermanos querían que no llegara la hora de la comida y la llamaban sopa ruda, en cambio, a mí me parecía el platillo más delicioso, nadie en la familia cercana acostumbraba a prepararla, aun cuando es una comida que se prepara de manera común en varios estados de la república, sin embargo el origen de este alimento no es mexicano y hay versiones disímbolas sobre su autoría: hay quienes señalan que fue el propio Luis XIV quien preparó por primera vez esta sopa al llegar a su palacio, hambriento, y solo tenía a la mano cebollas, champaña y mantequilla. Otra versión señala que surgió en un mercado parisino del siglo XII, en el que preparaban comida para clientes pobres con las sobras de los banquetes de la realeza.
II
A los 22 años decidí que ya era lo suficientemente viejo para seguir viviendo con mi familia y con mi raquítico salario de profesor de la Universidad Femenina de Guadalajara, que estaba por la calle de Alemania, frente al canal 4, me aventuré a rentar un modesto departamento en el barrio de Analco. El miedo a que volviera a explotar el drenaje de la zona hizo que algunos de sus habitantes se cambiaran de domicilio, lo cual me permitió encontrar una renta accesible. La vida independiente incluía también la obligación de cocinar, por lo que, desde el primer fin de semana, armado con una bolsa de ixtle, me interné en las entrañas del Baratillo para adquirir tesoros vegetales a precios módicos; mi sentido naif de la cocina me hizo aprovechar todos los 2×1 que se anunciaban en los puestos. El refrigerador rebosó de vegetales y frutas durante 15 días y luego terminaron en la basura, porque las cantidades que logré preparar fueron mínimas, comparado con lo que había comprado.
También descubrí que los alimentos, en apariencia sencillos, como la sopa de arroz, tenían procesos de preparación muy específicos: lo aprendí después de pasar varias horas con un intenso dolor de estómago por comérmelo sin estar bien cocido; de la misma manera, supe que si consumes carnes frías con una capa babosa puedes pasar una noche con fiebre.
Cierto día me topé con un libro de Ethel Krauze en el que no escribía poemas ni relatos, si no recetas de cocina vegetariana. En la introducción, explicaba el sentido ético que guarda el vegetarianismo; leí todo el libro en una tarde como si se tratara de una epopeya y al concluirlo, desoyendo los consejos de la escritora —en el sentido de que adoptar un estilo de vida vegetariano debería ser gradual e informado—, decidí que nunca más volvería a comerme la carne de ningún animal. Al día siguiente me preparé una olla con soya, me alimenté del guiso durante varios días, entonces experimenté un estreñimiento de casi una semana, hasta que una tarde transitando por la avenida Laureles tuve que correr hasta un lote baldío, que me sirvió de retrete. Mi falta de tiempo para cocinar me llevó a aficionarme a un restaurante vegetariano en el que todos los días se ofrecía algún platillo con cebada: rollitos de col con cebada, pudín de cebada, albóndigas de cebada, sopa de cebada y hasta agua de cebada. En menos de un mes había aumentado considerablemente mi peso. Un día que el restaurante estaba cerrado, encontré otro lugar de comida vegetariana nuevo, casi sin clientes, situación que me permitió platicar con el dueño —que también era mesero—, le comenté mi preocupación por mi aumento de peso y me interrogó sobre lo que estaba comiendo. Con una risa burlona me preguntó:
“¿Sabes lo que les dan a los puercos para engordarlos? Les dan cebada a diario”, dijo retirándose de inmediato, todavía con la risa entre los labios para atender a otro comensal que acababa de llegar.
Ser vegetariano en la ciudad resultaba difícil todavía en la década pasada por la reducida oferta de lugares con este tipo de comida, pero de noche era imposible encontrar un bocado: mientras mis amigos comían algún taco de asada o de cabeza en un puesto callejero, yo me tenía que conformar con tacos de cebolla con cilantro y si tenía suerte podría agregarle frijoles; la oferta gastronómica nocturna cambió y ahora puedes encontrar un sinfín de platillos vegetarianos y veganos en distintos puntos de la ciudad, aun a altas horas de la noche.
Durante ese tiempo me perdí de los pozoles familiares que organizaba mi mamá después de cerrar definitivamente su tienda, pero siempre había un plato de sopa de cebolla para el loquito que se negaba a comer carne.
III
La ciudad de México siempre me ha parecido una ciudad atractiva, a pesar de la paradoja que implica su caos permanente: otorga caricias a cada instante a través de sus viejos edificios, su vertiginosa vida cultural —después de Londres es la ciudad con la mayor cantidad de museos en el mundo—. Hace tres años, a punto de salir a un viaje a la playa con un grupo de amigos, los planes se vinieron abajo de forma abrupta, pero tenía los días del puente del 20 de noviembre y no podía desaprovecharlos, así que, con mochila al hombro, en la que cargaba solo dos playeras, ropa interior para un par de días y el boleto para regresar a Guadalajara, sin ninguna reservación, llegué en autobús a la ciudad de México. El ritual consistía en comprar un ejemplar de Tiempo Libre, revista semanal que ofrecía una especie de cartelera pormenorizada de todas las actividades culturales que se desarrollarían en la ciudad durante la semana (Dios tenga en el cielo de las revistas a esta publicación que dejó de editarse de manera reciente y que me regaló muchas experiencias gratas). El siguiente paso era abordar el metro para llegar hasta la Alameda, desayunar en la Casa de los Azulejos, en el café Tacuba, o en El Cardenal, dependiendo de lo que ya estuviera abierto.
Un flamante reloj de luces led desde la Torre Latinoamericana anunciaba que faltaban algunos minutos para las ocho de la mañana. A esa hora solo el Sanborns de los Azulejos estaba en funciones, la comida ahí es lo de menos, allí me alimento de bocanadas de evanescencias: al instante veo a la “Güera” Rodríguez bajando por la escalera central, luego aparece la figura difuminada de Gutiérrez Nájera, empapando su bigote mientras bebe una copa de coñac y un grupo de soldados zapatistas bebe unas tazas de chocolate.
Desayuné con tranquilidad, armando un posible itinerario con ayuda de la revista, cuando concluyo salgo del lugar para buscar un hotel, sabía que por las fechas los hoteles pequeños del centro estarían llenos; me dirigí por Eje central, paso a un lado de la fachada lateral de Bellas Artes y entre las jardineras veo a un sujeto negro, de estatura prominente, enfundado en una gabardina beige, lleva un altero de libros bajo el brazo. A la distancia lo contemplo con fascinación por algunos instantes, mientras cambia el color del semáforo. Pocos mortales han tenido el privilegio de ver un personaje que habita en una novela, en este caso en una de Bernardo Esquinca. En Inframundo, narra la historia de un libro mítico que dota de poder a quien lo posee; Esquinca desarrolla su historia en distintos lugares del centro histórico y tomó algunos personajes frecuentes de esta zona, para recréalos en su novela. Interpreté este acontecimiento como una señal de buen augurio; después de algunos minutos llegué hasta José María Izazaga, allí está el Hotel Virreyes. Disfrutaba de la elegante decadencia del lugar, pero al entrar al hotel me percaté que ya había cambiado de nombre y ahora llevaba el logo de una cadena internacional. Me acerqué a la recepción para recibir un balde de agua fría: no había habitaciones disponibles, porque la mayor parte del hotel estaba en remodelación, tenía que permanecer en una lista de espera, hasta las tres de la tarde. Pensé entonces que en un área repleta de hoteles eso no sería un problema, pero estaba totalmente equivocado, porque en su mayoría estaban repletos, por tratarse de días de asueto y por la promoción que habían tenido algunos por el “Buen fin”. Casi dos horas después encontré un motel por la calle Puente de Alvarado, con habitaciones disponibles y bellas edecanes en la entrada.
Originalmente había pensado visitar primero la Pinacoteca de la Iglesia de la Profesa para conocer su colección de pinturas del periodo virreinal, leí que solo permitían la entrada los sábados al medio día, al grupo de personas que se encontraban formadas en la sacristía. Ya eran casi las doce, ni tomando un taxi hubiera llegado a tiempo: cambié los planes y decidí visitar una exposición en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Algunas cuadras antes de ingresar al museo, entré a un cajero automático y retiré cuatro mil pesos, que me permitirían no volver a retirar efectivo; coloqué mi cartera en la mochila, donde ahora solo cargaba una botella de agua y continúe mi camino hacia San Ildefonso. Al ingresar, dejé la mochila en la paquetería, saqué mi cartera de la mochila y la coloqué en la bolsa delantera del pantalón. La exposición mostraba una parte del acervo plástico del Museo Nacional de Arte Chino, lo que más me llamó la atención fueron las pinturas antiguas de gran formato hechas con tinta tan diluida como si se tratara de acuarelas, el arte contemporáneo chino me pareció igual que el occidental: una broma.
Salí del museo alrededor de las dos de la tarde y se me ocurrió que podría caminar por la calle de Moneda para visitar la Academia de San Carlos, pero la encontré cerrada; decidí caminar un poco por las calles aledañas, hacía muchos años que había tomado como zona límite a la Catedral, sin penetrar más allá, al considerar esa área como territorio vedado, pero ese día tenía el ímpetu de perderme un poco entre esas callecitas que ofrecían todavía el placer de contemplar palacetes desvencijados. Al dar vuelta a la calle, me encontré con una marea humana comprando gangas en cientos de puestos improvisados en las banquetas; tuve la impresión de que me iba moviendo la propia inercia que llevaba la aglomeración; de pronto, sentí un fuerte empujón que hizo que mi nuca se estrellara contra un muro, solo vi pasar un grupo de hombres rápidamente frente a mí —pudieron ser cuatro o veinte— todo sucedió en un par de segundos. Cuando logré escapar de la multitud, me di cuenta de que mi cartera había desaparecido y con ella mis identificaciones, mi tarjeta de crédito y el efectivo, como el celular estaba en mi bolsa trasera del pantalón, no se lo llevaron. Intenté reportar la tarjeta, pero no entraba la llamada. Recordé que por la de 5 de Mayo había una sucursal abierta los sábados; traté de correr, entré a la sucursal bañado en sudor, con unos pantalones de mezclilla muy rotos y unos huaraches de campesino, vi a un ejecutivo de cuenta atareado sobre el teclado de una computadora, sin saludarlo comienzo a explicarle lo que me ocurrió. Por suerte llevo el último recibo que me imprimió el cajero automático, el ejecutivo me hace la conexión telefónica, y cancelé la tarjeta mientras él verificaba que no la hubieran utilizado.
Caminé hacia El Gallo de Oro, una de las cantinas más antiguas de la ciudad de México, comencé a sentir la nuca y la espalda adoloridas por el impacto. Sin percibirlo, la tarde soleada se había ido transformando a un cielo grisáceo del que comenzaban a resbalar miles de finas gotas. Solo contaba con un billete de doscientos pesos, algunas monedas y varios boletos del metro. El mesero me mostró la carta antes de decirme algo, tal vez creyó que era un indigente —aunque prácticamente lo era— revisé el precio de las cervezas y pedí una mientras veía el menú. Para mi sorpresa ofrecían sopa de cebolla; con todo mi capital puedo pedir un par de cervezas y una sopa de cebolla. Cuando la pruebo, las posibilidades se unen: sé que todo estará bien y hasta pensé entonces que en algún momento podría escribir sobre el día que la ciudad de México me aventó y luego me arropó con una sopa de cebolla calientita.