El autor de la siguiente crónica nos lleva a un recorrido por sus quereres culinarios. ¿A dónde no va a ser feliz uno sino en aquellos lugares que lo alimentan no solo bien, sino de manera casi mágica? Piense usted qué negocios de comida le gustaría que estuvieran en esa isla desierta a la que tendrá que irse. ¿Habrá quien todavía no crea que el amor entra por el estómago? Buen provecho.

 

 Eduardo Jorge González Yáñez

 

No tengo planes de cambiar de ciudad; tampoco es que esté pelado con eso. El futuro llega cuando llega y si así ocurriera, sé que volvería a Guadalajara con frecuencia. Aquí está mi familia, mi casa, mis amigas y amigos y los lugares donde soy feliz. Me dispongo aquí a hablar de estos últimos, por absurdamente fundamentales en mi rutina y por imprescindibles para cualquiera que guste de buena comida en esta monstruosa ciudad. Anticipo que se trata de lugares absolutamente convencionales (quizá excepto por el último), que se han ganado su lugar en esta lista no porque mi paladar sea exquisito e inconquistable, sino por su infinita capacidad de hacerme feliz.

Itamae presume en su menú ser el mejor restaurante de comida japonesa de Guadalajara. No sé cómo se habrán ganado ese lugar, pero no se los discuto. De todos los lugares que nombraré, es el más simple. Mesas y sillas de plástico blancas con el logotipo de alguna cerveza (cuyo nombre no logro recordar), debajo de un toldo inútil que durante el día inunda el lugar de calor y cuando llueve, no sirve para detener el agua. El mejor momento para ir es en la noche y lo mejor que hay para comer es una dragon ball. Como yo nunca me lo pude aprender, la pido como pokebola y la mesera, que se ha convertido en mi amiga, sabe qué traer: una bola empanizada de arroz frito revuelto con verduras (porque no como carne), todo aglutinado con queso gouda, adornado con cebollines, salsa de soya con chile serrano y aderezo de chipotle. Además, Itamae tiene la bendición de estar en el camino entre mi trabajo y mi casa; si salgo con hambre y 45 pesos en la bolsa, llego a mi casa cenado (por lo menos una vez a la semana).

Cerca también de mi casa está el Tianguis del Sol. El tianguis se pone miércoles, viernes y domingos y, dependiendo del día, los puestos cambian. Domingo será siempre el mejor día para ir, en tanto viva la señora que pone su puesto en el corazón del tianguis, con quesadillas fritas de rajas, champiñones, flor de calabaza, pierna, chicharrón y chorizo. Por mi dieta vegetariana, mis opciones se limitan a las primeras tres, pero con eso tengo. No sé el nombre ni de la señora ni del puesto, pero sé llegar a ciegas. Lo distingue la inmensidad de la fila de gente esperando ser atendida, el puesto de aguas frescas enfrente y el inmejorable sabor. Pagas en caja, ordenas en una especie de vitrina, te preguntan de qué la quieres y si va con todo, te entregan y desayunas al lado de algún desconocido en una de las mesas comunitarias. Nada como eso para curar una cruda.

En el centro de la ciudad mato tres pájaros de un tiro: para abrir el apetito, una nieve de durazno cubierta de chocolate en una de las ocho sucursales de Danny Yo, en el primer cuadro de la ciudad (el Centro Histórico es el lugar del mundo con más Danny Yo por número de habitantes). Debe ser de durazno y debe ser en cono. Los toppings que te ofrecen si la pides en vaso no son tan buenos y duplican el precio. Si voy a gastar el doble, mejor me compro dos conos. Lo de la cubierta de chocolate es incluso opcional, sobre todo si sé que el tour gastronómico continúa: al lado del Museo de Cera, en la Plaza de la Liberación, o frente al Templo Expiatorio, los incomparables cuernitos Alfredo llaman con su olor a cualquier incauto que vaya inocentemente por la banqueta. Hace poco supe que hay quien piensa que el relleno de manzana es el mejor; para mí no hay discusión: siempre pido el de chocolate.

Para desempalagar, los hot dogs El Chino se coronan, sino como el mejor puesto de hot dogs de Guadalajara, sí el más rápido. Hay que hacer la fila correspondiente para ordenar, pagar, y recibir una ficha que se le entrega al hotdoguero, que después de preguntar si se quieren con todo y en cuántos platos, se coloca hasta siete panes de hot dog en una mano y el antebrazo y usa la otra para preparar la orden y entregarla en un santiamén. Los míos van con todo, excepto salchicha y tocino: crema, mayonesa, queso panela, jitomate, cebolla, mostaza, catsup, chiles toreados y cebolla caramelizada. De tomar hay agua de horchata y jamaica y de postre, jericallas mosqueadas.

El siguiente es de lo más común y corriente, pero tiene lo suyo. Hay, a menos de dos kilómetros de mi universidad, un Little Ceasars Pizza infestado de estudiantes, en el que termino comiendo al menos una vez por semana. El truco es que si ya va uno a pecar, lo haga en grande. La pizza de queso, con orilla rellena de queso, espolvoreada de queso parmesano, es de otro planeta. Comer ahí es importante para que el producto siga caliente y el sabor del queso derretido explote apropiadamente en la boca de quien lo come. La experiencia es sublime, y a los que me dicen que soy un ridículo por incluir Little Ceasars Pizza en la lista de lugares a los que estaré obligado a volver si abandono esta ciudad, les digo que la levadura leuda distinto en tanto cambia la altura del lugar donde se utiliza, de manera que como la pizza que se hace en Guadalajara, no hay dos. Además, una amiga me asegura que dios (adivinar cuál) está recluido en la cocina de ese lugar, preparando especialmente esa pizza. Le creo.

Merece mención especial en esta lista, sin más comentarios que su nombre (porque no hay palabras que alcancen), La Cabañita: el mítico restaurante de lonches de todas combinaciones en Plaza del Sol, que cerró por la maldita cuarentena. Hasta acordarse duele.

Todos son lugares extraordinarios. No destacan por impecables, sino por inigualables. Sin embargo, el absoluto primer lugar será siempre para Los Chilaquiles de la Güera. Hay dos sucursales: Santa Margarita y Aviación. La de Aviación queda enfrente de mi universidad y, si nadie me acompaña, puedo ir a pie. Solo necesito tener el hambre que tengo siempre y 30 pesos: la Güera vende el mejor lonche de chilaquiles que he probado en mi vida y de esos soy catador profesional. Por años costó 25 pesos, pero este año subió a 30; ni modo, seguiremos yendo. Una de las personas con las que frecuentemente desayuno ahí, catadora profesional de chocomilk, sostiene que el que preparan es también el mejor y también le creo. Para mí, la magia del lonche está en que a pesar de que mantienen una olla gigantesca de salsa hirviendo con totopos en remojo, los pedazos de tortilla llegan a la mesa crujientes, bañados en una salsa que, sin enchilar demasiado, estalla en la boca, envuelto todo en un bolillo de unos 30 centímetros y embellecido con crema y queso de mesa espolvoreado. Para los amantes del picante, como yo, la salsa de aguacate con chile habanero que colocan al centro de cada mesa es indispensable. Muchas veces he pensado incluso que, si me mudo del país, tendré que negociar visa de trabajo para la Güera también y que se vaya conmigo.