La autora de la presente historia vivió en su niñez y gran parte de su juventud en Apizaco, Tlaxcala. Los recuerdos entrañables que nos comparte, las anécdotas personales y las imágenes que nos regala de ese lugar podrían ser la de muchos otros lugares del país, en la propia infancia de cualquiera.

 

Marcela Sánchez Orth (MaSO)

 

Mi infancia transcurrió en un lugar de México que pasa desapercibido al visitante porque realmente no tienen ningún atractivo turístico o de ubicación, en una zona con gran belleza natural: Apizaco. Nació de una estación de tren que atrajo el comercio de los pobladores cercanos y se convirtió en parada obligada en la ruta México-Veracruz.

La antigua estación que solía ver el subir y bajar de pasajeros sombrerudos revolucionarios y en la cual yo tomé varias veces el tranvía para ir a la ciudad, es actualmente un centro comercial con un hotel minimalista, donde se guardan recuerdos de vagones, rieles, grúas y otras piezas que intentan traer al presente una memoria que poco a poco se diluye en la modernidad, entre tiendas de moda y restaurantes de comida mexicana.

Una pieza fiel de este recuerdo es “la Maquinita” –máquina de vapor número 212– que está en una glorieta y distribuye la circulación vehicular, formaba el límite poniente de mi infancia. Pasar “la Maquinita” era ya salir del pueblo, rumbo a Tlaxcala, para tomar autopista a México o cruzando las vías rumbo a Tlaxco, al rancho de mis abuelos.

Largas horas pasamos mis hermanos y yo esperando en el coche a que el tren terminara su paso, ya fuera de día o de noche, algunas veces nos divertíamos contando la cantidad de vagones que jalaba la máquina, si veíamos que era una sola máquina, contábamos como quien aprende, con lentitud, con ritmo, uno a uno, a la velocidad de paso del convoy. Jugábamos a adivinar si traía una segunda máquina o si iba de reversa para luego regresar a la estación –un cambio de vías–. Otras veces solo lo veíamos.

El tren pasaba frente a mi casa, a un costado está la calle que se convierte en carretera a Huamantla; en un día claro, se puede contemplar el Pico de Orizaba, muy pequeñito, rebasando la línea del horizonte, con su copa blanca, en contraste con la imponente Malinche que es nuestra vecina y solo llega a tener nieve en enero. Los amaneceres son lo mejor de esta orientación, un evento que me encantaba ver desde la ventana de mi recámara, donde solía poner el despertados 10 o 15 minutos antes, para poder disfrutar de ese sol color oro naranja o de plata, con las nubes bajas, antes de ir a la escuela.

En esta esquina hay una gasolinera que marcaba, en nuestros paseos a Veracruz, la primera parada y el final del pueblo. Todos subidos en el bocho: 6 niños y dos adultos, salíamos muy temprano y regresábamos muy noche, nos escapábamos al mar; aún recuerdo el olor nauseabundo a gasolina después de cargar para iniciar el viaje. Los cuates (Angélica y Octavio) y yo ocupábamos el cajoncito detrás de los asientos.

Aquí también mi papá tuvo una intervención heroica, pues una pipa derramó su carga y se estrelló, incendiándose dentro de las instalaciones de la gasolinera, o muy cerca, y con mangueras de agua y cartones mojados ­–o lo que fuera– trataron de evitar que se calentaran las bombas despachadoras.

Ese día yo lo pasé muy mal en la escuela: recuerdo que estaba en la sesión de primaria, porque me acuerdo muy bien de los pupitres de madera, el pizarrón negro y las paredes gruesas del viejo edificio. No sé cómo, mis compañeras se enteraron del suceso y me comentaron: “¿no tienes miedo de que tu papá pueda morir en la explosión?”. Acto seguido traté de informarme, solo oía calamidades y malos augurios si llegaba a estallar la gasolinera. Traté de pedir permiso a las madres para hablar por teléfono, a lo que obtuve un “no te preocupes, todo está bien”.

Robé de la alcancía del salón unas monedas –mismas que regresé después– para poder pagar la llamada, pero jamás me dejaron llamar. A la salida corrí de regreso a la casa y antes de llegar vi la estación de gasolina cerrada, pero normal; en casa ese día tampoco pude ver a mi papá, pero mi madre claramente me dijo que no había pasado nada, y mi mamá es ley. Días después, las anécdotas con mis hermanos se dieron y crecieron las historias de heroísmo de mi papá. Jamás supe en realidad exactamente qué pasó.

Pocos eventos sucedían, quizás por eso aún le digo pueblo. Uno que no fallaba era la conmemoración del 16 de septiembre (y la del 20 de noviembre) con desfile y todo; las bandas de las diferentes escuelas ese día salían a demostrar sus habilidades adquiridas y a marcar el paso de los alumnos en pelotones que, llegado el momento, pasaban frente al templete para realizar muestras de coordinación o habilidad con tablas. Yo participé desde primero de primaria hasta tercero de secundaria.

Estos desfiles eran la muerte, porque ninguna de las avenidas cuenta con arbolado, mucho camellón, pero sin árboles, así que todo lo hacíamos a pleno rayo del sol. Mi hermana Maty cuenta que mis papás corrían de esquina a esquina para aplaudir –ella era abanderada–; yo no lo recuerdo, cuando ya me tocó ser “comandante”, es decir, quien da los silbatazos (porque mi promedio nunca dio para abanderada) ellos ya no iban, o nos esperaban en una esquina determinada.

Igual recorría todas las calles, los sábados que tenía los entrenamientos de básquet. Angélica y yo, con tenis, pantalones cómodos y un suéter ligero –siempre hace frío en la mañana–, salíamos muy temprano de casa (6:45 am) con dirección a las canchas que nos prestaban. Por lo general las encontrábamos cerradas y esperábamos a que dieran las meras 7 para empezar a hacer la ronda de visitar cada casa de las amiguitas, o primas, para despertarlas e incluso a los que nos entrenaban.

Todo sucedía con naturalidad: ir tocando timbres, ver las caras dormilonas o asustadas de todos por haber olvidado el entrenamiento (eso sí: todos en pijamas) y después en bola ir caminado de regreso, recogiendo a cada uno de los que ya habíamos despertado, muy animados ya, con el suéter amarrado en la cintura hacia las canchas. Los entrenamientos entonces iniciaban, si se despertaban pronto a las 9 y si no a las 10.

Duraban lo que la alegría o las energías resistían, o si teníamos uno o más balones, pues esto podía definir el trabajo de técnica, bote a dos manos, driblado al tablero o solo el jugar cascarita y aprender a dar pases y bloquear. Ya para la una estábamos de regreso en casa, dispuestas a comer e iniciar el siguiente juego en el patio.

Así, en una de mis caminatas descubrí quién era el responsable de la iluminación de los camellones. Fue en la avenida Cuauhtémoc, que llega a la estación del tren. Muy temprano, de camino a la secundaria, vi a un hombre en bici, con un larguísimo palo que atravesaba su bici sobresaliendo por delante y atrás, andando la calle en sentido contrario. Como era temprano, me esperé a ver qué hacía, se estacionó en el borde del camellón y sacando el largo palo se acercó a uno de los postes de las luminarias, de esos que parecen palmeras de dos brazos y con el palo muy en lo alto, jalo algo y ¡pum!, toda la avenida desde la estación hasta la iglesia se apagó.

Otro evento muy común era que se fuera la luz; regularmente lo que sucedía era el paso de un tráiler que excedía la altura de los cables de la avenida principal –16 de septiembre– y era común ver a dos individuos en la parte alta de la pieza –tubos de acero o concreto–, dar entrada manualmente al cable y ayudados de una cuerda, o algo que impidiera que hicieran tierra, lo iban acompañando hasta terminar, no siempre lográndolo.

El circo era un visitante constante en los meses de mayo y junio y se ubicaba en terrenos que se usaban para el futbol llanero, o las competencias atléticas inter escolares.  Siempre estuvimos en gayola, con sus gradas de tablones que mágicamente soportaban a todos. En una de esas funciones recuerdo el ruido de los rayos y el golpeteo de gruesas gotas en la lona, de tal suerte que se desagarró el techo, mojando a todos en el centro de la pista y creando una reacción en cadena entre el público que salió corriendo. Yo me paré un momento para ver al payaso empapado que sonriendo hacía grandes reverencias, dando las gracias a todos.

Así viví en Apizaco, Tlaxcala, sin muchos eventos, entre la cotidianeidad de ir al quiosco y tomar una nieve con coca o escuchar –gracias a un megáfono– las canciones de moda. Visitando a las tías y compartiendo las posadas y tardeadas.

Vida y recuerdos que parecen de otro planeta a la distancia y de los cuales extraño la experiencia que me regalaron y que no podrán tener mis hijos en esta gran ciudad.