La autora de la presente crónica tuvo una amarga experiencia apenas hace unos días: se metieron a robar en su casa. Quien haya pasado por esa experiencia sabrá que el sentimiento es indescriptible, máxime cuando atestiguas que todo revuelto, cuando ha sido violada tu intimidad. Desde aquí le enviamos nuestra solidaridad a la autora y que sirva también su testimonio para redoblar nuestra propia seguridad: es innegable que esa otra pandemia crece.

 

 

María del Refugio Reynozo Medina

Foto de Jan Tinneberg en Unsplash.

 

 

El ladrón saltó por la azotea, fue por la mañana, al amparo del silencio matinal de un domingo de pandemia.

Volvíamos de la ciudad, intentamos hacer fila para conseguir una pizza de orilla de queso en Little Caesars, había unas veinte personas antes y mejor fuimos por los ingredientes para hacer hot dogs a Soriana.

Cuando llegamos no observamos nada extraño, abrimos el portón y entramos con el auto. Me senté en la pequeña sala que armé con un par de escritorios recuperados de la bodega de una escuela cuando iban al basurero, ahí me recargué en la silla giratoria mientras los niños y su papá sacaban las cosas del auto. Desde ahí, en una de las vueltas que estaba dando, alcancé a ver la habitación del fondo abierta.

—Oye, está abierto el cuarto, dije.

En seguida José se encaminó rápidamente hacia la habitación.

—Se metieron a robar.

Inmediatamente recordé la cámara fotográfica: la había traído la semana pasada para hacerle un retrato a un compañero maestro que anda en campana política.

Me levanté de un salto para ir y los niños caminaron atrás de mí. La chapa estaba forzada, la escalera que guardábamos en el cuarto de herramienta estaba recargada en la pared; parece que escaparon por ahí.

Una desolación me acompañó al ver toda la habitación revuelta: la ropa de todos los armarios estaba vaciada sobre las camas, los cajones desocupados encima. La pequeña alcancía de yeso en forma de cerdito, que de por si es pesada por lo grueso de sus capas, no estaba, ni el montón de viejos celulares que almacenábamos en una caja, quien sabe para qué; la cadenita de oro que un día se iba a reparar tampoco.

La cámara fotográfica estaba ahí, en su maleta estampada arriba del armario junto a la ventana. Me alegré de ello hasta las lágrimas.

—Qué menso el ratero, dijo mi hijo Sebastián.

Los niños hacían comentarios seguidos de los nuestros, creo para tranquilizar sus miedos; Natalia lloraba y decía que no quería dormir ahí.

“Mis peluches”, dijo con voz dramática mientras buscaba debajo de las almohadas. “Vámonos a San Cris”, decía como añorando un oasis en medio del desierto, y abrazaba su cobija.

La habitación era una montaña colorida y revuelta, tan revuelta como mi estómago en esos momentos.

Cada paso que avanzábamos era un hallazgo: las tarjetas del seguro en el piso, los útiles de las mochilas escolares regados, los bolsos de mano esculcados, los pasaportes debajo de las camas.

Íbamos recorriendo la habitación y el patio en busca de más indicios, podía sentir la repugnante presencia, las asquerosas manos tocando nuestros objetos personales, sus ojos posándose en las fotografías familiares, en nuestra información personal, mientras seguía recorriendo los espacios.

“Que ratero tan menso”, volvió a decir mi pequeño hijo, al contemplar el mueble de los zapatos completo. “Podía haberse llevado tus zapatos y los vendía”.

En el patio una de las láminas estaba caída, por ahí trepó o treparon, rompieron un lazo y un barrote de la puerta de la cocina para abrirla. La alacena estaba abierta, también los cajones de las tapaderas y los cubiertos.

Escribí en el grupo de WhatsApp de seguridad de la colonia y solicité una unidad. Hasta entonces, en el chat vecinal, me di cuenta de que, en el 1420, unas casas al lado, un tipo se había metido y se llevó una máquina de tatuar. Un vecino dijo que el ratero se había brincado por el 1415 de Mexicaltzingo.

Llegó la patrulla, bajaron tres oficiales que nos preguntaron si faltaba algo de valor, a mí me faltaba mucho de valor y me sobraba la impotencia y el coraje.

“En caso afirmativo, para que acudan a la Fiscalía”, me dijo.

La última vez que acudí a la Fiscalía fui a denunciar el robo de mi bicicleta roja que se llevaron de la cochera, solo para conseguir un número de reporte.

Los oficiales no tenían intenciones de entrar, a menos que estuviera ahí el ratero, entraron solo para llevarse el socroso morral que el ladrón olvidó en el tendedero. Lo revisaron y traía solo una lámpara de mano.

Cierto, que más puede hacer la policía, solo servir de receptora de un discurso para mi desahogo, en medio de la noticia de que en cualquier momento alguien se puede brincar un muro e invadir un espacio privado y robar la tranquilidad, la paz y de paso los objetos.

Recordé los tiempos de universitaria cuando tomaba una clase que terminaba a las diez de la noche y llegaba a bordo de la bicicleta a cualquier hora, incluso después de una exposición de arte o de un concierto, “sin novedad”, esos sí eran buenos tiempos.

Ahora lo único que podemos hacer, dijo el uniformado, es tener una pistola y actuar en defensa propia.

Qué peor pandemia que ir por la vida actuando “en defensa propia”.

Paso siguiente, vino el aviso a nuestros seres queridos: la rendición del informe que comienza a aliviar, las recomendaciones, la ayuda. Vino hasta acá mi hermano con su mujer, al rescate de mis hijos.

En la calle, no sé cómo, llegó la asistencia de los buenos vecinos, que no escucharon nada extraño por la mañana, pero que estaban ahí para concretar el proceso de aceptación de la realidad y la catarsis.

“Yo lo vi salir de la otra casa” dijo alguien. “Pero creí que era un rentero”.

También iba a llevarse una bicicleta, pero justo en ese momento llegaron unos chavos y dijeron: “esa bici es la de mi primo”, el tipo aventó la bicicleta y se alejó corriendo.

“Son los de las vías”, dijo otro.

Allá, al lado de la avenida Washington, donde están las vías del tren, hay sobre un callejón unas casas improvisadas con tablas, hules, muebles y colchones viejos: es una guarida de desocupados y bandidos; recordé a las personas que van a llevarles ropa y comida, que los mantiene en pie para que luego puedan caminar hacia acá y arrebatarnos todo.

La conversación en la calle con los cuatro vecinos fue la sobremesa de lo sucedido y los intercambios de números celulares, anécdotas y recomendaciones, fueron el apapacho para cerrar el agrio episodio y comenzar la reparación de los daños.

“Ya se me quitó el hambre”, había dicho Natalia, pero el hambre volvió cuando el aroma de las cebollas fritas se coló por el comedor y llegó a todas las habitaciones de la casa.

Colocamos los víveres en el refrigerador, las frutas en el frutero, los niños cenaron como nunca, mordieron con el hambre atrasada las salchichas fritas mientras se chupaban los dedos cubiertos de mostaza y la salsa dulce de jitomate.

Esa noche se los llevó su tío Lucas a San Cris y nosotros nos quedamos a levantar lo caído.