No obstante las diferencias clasistas que absurdamente dividen la ciudad, los tapatíos tenemos puntos de convergencia en los que nos unimos para formar una sola metrópoli: mientras lo más común es que los del oriente vayan al Estadio Jalisco y al Omnilife, o en menor medida a la Feria Internacional del Libro en diciembre, los de la Calzada para arriba vienen a nuestros barrios a comprar talavera en Tonalá, o a mentarle su madre a réferis y luchadores en la Arena Coliseo.
Tastoán Castorena
Guadalajara hacia el este. Sitio infame y a veces hasta desconocido para los de la Calzada pa’rriba. Terruño y patria de los que nacimos como nace el sol: en el oriente. La mayor parte de mi vida se ha repartido entre los barrios de Talpita, San Marcos y Circunvalación Belisario, es decir, de la Calzada pa’llá, ese ecuador tapatío, absurdo e imaginario, que divide a la ciudad en dos, teniendo que de la Calzada pa’cá vive la “gente bien”, y de la Calzada pa’llá, vivimos los de barrio, la gente del populacho.
En Talpita pasé la primera parte de mi vida, ese barrio bravo de calles y banquetas anchas cuyos casinos de nombre homónimo (el “Talpita” y “Rosales”), fueron sede de los salvajes toquines de los grupos de rock tapatío como “La Solemnidad” y “Toncho Pilatos”.
Me acostumbré a ver durante todas las tardes de la temporada seca, las enormes tolvaneras que levantaban los jugadores de la cancha de fútbol de la unidad deportiva Talpita, que se encontraba en contra esquina de mi hogar. Esperaba además con ansias los días miércoles y jueves en los que afuera de la casa, mi hermano, mi madre y yo, esperábamos la ruta 156 Centro-Santa Cecilia, que nos trasladaría al corazón de la ciudad para tomar nuestras primeras clases de violín en la casa-museo López Portillo.
Talpita se encuentra rodeada por los barrios comerciales de San Onofre, San Juan Bosco y Santa Cecilia. De este lado de la ciudad, a diferencia de la Calzada pa’cá, la gente no iba a comprar sus víveres y enseres de la vida cotidiana a los centros ni plazas comerciales. En este hemisferio no había Centro Magno, ni Gran Plaza, ni Plaza Galerías. Acá me tocó vivir todavía una buena época para los mercados de Talpita, el Mercado Hundido y los tianguis de las calles 70 y 74; todo esto antes de que la nación de los Wal-Mart y la Mamá Lucha atacaran, afectando severamente a los comercios locales. Quizá lo más moderno que existía en la zona era el Gigante y los multicinemas que se encontraban en lo que hoy es la Gran Terraza Oblatos.
Mi hermano y yo crecimos viendo en la televisión local el bloque infantil del Canal 7 o C7, cuya programación se sincronizaba con el Once Niños del Politécnico Nacional: Bizbirije, Mona la Vampira, El Conejito Callado, Los Cuentos de la Calle Broca (nuestros predilectos), y en sus postrimerías, el fabuloso 31 Minutos. Luego comenzaba la programación estatal, con el fantástico documental “Caminando con Dinosaurios”, y después otro programa cuyo nombre olvidé pero que enseñaba a los niños la historia y geografía de Jalisco; en mi mente sólo queda la música del intro de dicha transmisión, que era una guitarrita al compás de “Obla-di-Obla-dá” de The Beatles.
A pesar de ser de la Calzada pa’llá, nuestros padres de vez en cuando nos llevaban los fines de semana al Parque Metropolitano, al poniente de la ciudad, o al bosque de Los Colomos, ya en Zapopan. No por ello dejábamos de frecuentar atracciones dentro de nuestras fronteras, como los aviones militares del Cuartel Colorado, el Museo del Globo en la 5 de Febrero (copia en miniatura del Museo del Papalote en la CDMX), o la Barranca de Huentitán, esa maravillosa formación natural que es lo único que impide que la ciudad crezca hacia el norte.
Mis estudios del mismo modo fueron de este laredo: Jardín de niños en la colonia San Marcos; la secundaria en la 12 Mixta “México 2000”, a espaldas de la Clínica 110 del IMSS. Sólo la educación primaria la cursé en los límites de mi jurisdicción, estando primero en la escuela Luis Pérez Verdía (que en su interior tenía canarios, tortugas y ponis), y luego en la Urbana 182 Tomás Escobedo, en la colonia Monumental. Finalmente, hice el bachillerato en la escuela que en la década de los 70’s y 80’s fuera uno de los semilleros de la rebeldía tapatía de “Los Vikingos”: la preparatoria número 2 (“prepa Dios”, pa’ los cuates.)
Comencé a salir con mayor frecuencia de mi demarcación oriental para trasladarme a territorios más céntricos y de mayor alcurnia, ya alcanzada mi mayoría de edad. El CUCSH, donde cursé la carrera de derecho, así como todas las dependencias gubernamentales y judiciales, se encuentran del otro lado de la Calzada: el Ayuntamiento, la Ciudad Judicial, el SAT, el Tribunal de lo Administrativo… De este lado -irónicamente- sólo tenemos Puente Grande, el complejo penitenciario más grande del occidente del país.
Del mismo modo, uno comienza a cruzar al lado aburguesado de la ciudad no sólo por motivos académicos o laborales, sino con fines de entretenimiento y diversión. Cada vez se vuelven más frecuentes las visitas a los modernos restaurantes de Chapultepec, los cafés de López Cotilla y uno que otro bar del centro. Igualmente (y me duele aceptarlo), mi circunscripción citadina no ofrece mucho en el ámbito intelectual o cultural. La mayor parte de las librerías, bibliotecas y centros culturales se encuentran en el oeste de Guadalajara. Acá sólo tenemos escuelas de música del ayuntamiento que cierran cada tres años con el cambio de administración municipal y una que otra biblioteca pública, que en el mejor de los casos cuenta con libros editados por la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito o aquellos que antaño formaban parte de la colección de “Los Libros del Rincón.”
Pero no todo son tolvaneras de fútbol, grupos de rock ochenteros y calles cerradas cada ocho días con motivo de fiestas infantiles o el bautizo de alguna bendición. De este lado también tenemos barrios tan antiguos como el de Analco, con su gallarda efigie del valiente Tenamaxtle; el Centro Médico Nacional de Occidente al que acuden personas de diversos estados y ciudades a buscar solución a sus malestares físicos, e igualmente tenemos los tianguis más grandes y reconocidos de la ciudad. Lo digo con conocimiento de causa: aunque los tianguis de Santa Tere o el de las antigüedades de Avenida México son importantes, ninguno es tan grande ni tan variado como el Baratillo los domingos, o el de los viernes en la calle 66.
Durante tres años trabajé con mi abuelo vendiendo artículos para mascotas en el conocido Jardín de los Perros del “Bara”, y también en el tianguis de los miércoles en el Mercado Alcalde. Las diferencias eran abismales: mientras en el Alcalde la mayoría de nuestras clientas eran ancianas del barrio del Santuario que compraban canarios y periquitos australianos, en el Baratillo (y ante la alarmante y sorpresiva presencia de personal de la SEMARNAT) había comerciantes que escondían debajo de nuestra tarima cajas con animales exóticos como cocodrilos, serpientes y chimpancés. A pesar de que la jornada laboral en el Bara era de catorce horas, aún le tengo gran aprecio a este centro comercial urbano (el más antiguo de la ciudad: data de la época de la colonia, ubicándose históricamente en diversos lugares, pero que desde los años treinta del siglo pasado se encuentra en el sitio hoy conocido por todos), donde presuntamente ya no se venden animales, pero aún se puede encontrar desde un jabón Zote hasta la refacción descontinuada del carro más antiguo que uno se pueda imaginar.
No obstante las diferencias clasistas que absurdamente dividen la ciudad (inclusive un profesor en la carrera nos sugirió despectivamente a los alumnos, que como futuros abogados teníamos que tirarle a vivir no de la Calzada Independencia para arriba, sino de Américas hacia el poniente), los tapatíos tenemos puntos de convergencia en los que nos unimos para formar una sola metrópoli: mientras lo más común es que los del oriente vayan al Estadio Jalisco y al Omnilife, o en menor medida a la Feria Internacional del Libro en diciembre, los de la Calzada para arriba vienen a nuestros barrios a comprar talavera en Tonalá, o a mentarle su madre a réferis y luchadores en la Arena Coliseo (donde al interior la división social nuevamente se hace notar entre la concurrencia: los pudientes del ring-side y los proletarios del graderío o gallinero, pero que al salir todos seguimos siendo tan amigos como siempre).
Finalmente, y conforme uno crece, adquiere consciencia de la grandeza de la ciudad. No por nada es la segunda metrópoli del país. Uno va siendo testigo de la construcción y modernización de la ciudad: la eterna obra del tren ligero, el carril exclusivo del macrobús, el futuro peribús, Plaza Andares, los enormes edificios de departamentos (carísimos, por cierto…)
Aunque a veces uno siente nostalgia por lugares que nunca conoció pero que los padres nos platican: habría sido genial transitar en vehículo por la calle Morelos, desde el Hospicio Cabañas hasta su culminación en La Minerva, o entrar a los grandes cines como aquel que mi papá dice que por su ambientación e iluminación parecía un pequeño pueblito: el Alameda, ubicado en las confluencias de la calle Obregón y la multi aludida Calzada Independencia. O quizás aquellas limpias y pulcras avenidas con sus pabellones floreados que dieron origen a aquel mote de “Ciudad de las Rosas.”
Igualmente con la madurez y la investigación minuciosa, uno va siendo consciente de la destrucción de la que ha sido víctima la metrópoli: donde antes estaba el atrio de la Catedral (ahora en peligro por la tripa de transporte colectivo que en algún momento pasará por un costado de su cimiento), hoy se encuentra avenida Alcalde; sobre lo que fue el virreinal Templo de la Soledad y una oficina de correos, se edificó un palacio municipal y una rotonda de personas ilustres (donde no todas son tan ilustres); donde existió un río en el que lavaban sus ropas los guadalajarenses, hoy se encuentra una avenida hedionda que divide imaginariamente a la sociedad de Guadalajara, aquella ciudad que tras tres fallidos intentos, finalmente se logró fundar en lo que alguna vez fue el Valle de Atemajac.