La jericalla es, sin duda, un postre portentoso. Pero cuando se combina con el tema familiar y es la madre quien la cocina, vienen los recuerdos y a media lectura se comienza uno a saborear ese manjar. ¿No es acaso lo que sucede con este texto?

 

Alejandro Alvarado

 

La cocina de mi madre huele a vainilla. Todavía faltan horas para que estén listas las jericallas, pero nosotros, sus hijos, pasamos a ver cómo adquieren cuerpo y color hasta dorarse lo suficiente en la capa superior: este es el momento más complejo, si se pasa de cocido, no se dora, se quema y la capa se cae como costra negra.

La jericalla tiene el sabroso poder de convocar a la familia en casa de mi madre. No me mal entiendan, todos queremos a la jefa de este hogar y la visitamos regularmente para que nos dé un rosario de recomendaciones para enfrentar la vida y no enfermarnos, pero cuando dice que tal domingo preparará jericallas termina por obligarnos –a la buena– a visitarla.

Mi madre aprendió ese poder de convocatoria hace dos décadas. Uno los pacientes que iba a su consultorio era un señor de unos 70 años de edad, que en triciclo pedaleaba desde Las Juntas hasta la zona Industrial para vender desayunos, y la jericalla era el postre que endulzaba la jornada de los obreros. Él fue quien le pasó la receta de este dulce de leche.

Hace años que mi madre no necesita mirar la receta para prepararlas. ¿Dónde quedó la nota? Ya no sé, me dijo en una llamada telefónica. Más que el procedimiento, me interesaba ver los trazos suaves de su manuscrita que ya no me tocó practicar en la escuela. Y tu abuela era mejor con la letra cursiva, me dice. En fin, se le perdió la receta, pero se la sabe de memoria: pones a hervir un litro de leche bronca con 150 gramos de azur, una cucharada de vainilla y una rajita de canela.

Un domingo cualquiera de mi infancia, escuché el mugido fuerte de una vaca. Salí corriendo de la casa en busca del animal de rancho y descubrí que era el claxon de una camioneta que vendía leche bronca. Ya no pasan a vender, ¿verdad? No, desde hace años que es difícil conseguir buena leche bronca, me respondió en la misma llamada. ¿Entonces cómo le haces para las jericallas? Le pones el contenido de una lata de leche clavel y el resto de sello rojo, lo vi en Internet, me dijo.

Cuando era niño, podía comer hasta tres jericallas al día. Ahora que soy adulto podría comer incluso cuatro, pero tengo que compartir y dar el ejemplo a mi hija. Después de que hierve, continuó mi madre, esperas a que se tibie y le revuelves cinco huevos completos. Después vacías la mezcla en los moldes y hay que cocer a baño maría.

Un rasgo cultural muy tapatío, es que todo lo sabroso o espectacular nos lo queremos apropiar. Para mí, la jericalla era un dulce tradicional jalisciense hasta que leí en el diccionario de la Real Academia de la Lengua que en Honduras como en México se escribe con doble ele; y todavía se expandió más mi horizonte cuando leí en el libro de Mexicanismos que podía escribirla con ye, jericaya, o como en Centro América: jiricaya.

El Triviario Tapatío da cuenta del misterio que hay detrás del origen de este dulce y dice que existen recetarios del siglo 18 y 19, editados en la Ciudad de México, con referencias a la jericalla sin aludir a Jalisco. De donde provenga la receta original, en mi casa llegó y adquirió el poder de la convocatoria y el sabor de la nostalgia.

En la familia somos cinco hermanos, uno de ellos vive fuera del país y lo vemos poco. Algunas veces hablé con él sobre las comidas que extraña de casa y nos acordamos de las jericallas. Nos extrañamos tanto que el día que nos visita, se nos olvida invitarle una jericalla y se regresa con el mismo sinsabor de la ausencia.

Por tanto, no somos cinco, sino cuatro, los que normalmente vamos a casa de mi madre cuando prepara este dulce. Pero ahora, con el virus del COVID-19 fastidiando nuestra rutina, se complicó todavía más que la visitáramos y desfiláramos en su cocina para mirar cómo se terminan de dorar. Ya pronto nos volveremos a encontrar, le digo a mi madre antes de colgar.