El autor de la siguiente crónica, rememorando algunos momentos entrañables de su niñez, nos recuerda la época en que acompañaba a su papá al estadio Jalisco, cuando aún en su primera etapa no contaba ni con techo ni con la parte alta. Memorables también esos domingos que las Chivas jugaban ahí a medio día y terminado el partido había que seguir la fiesta.
Miguel Mariscal
Entramos al estadio Jalisco y mi padre Alfredo me pidió que gritara: “arriba el Che Guevara”. En lugar de pedirme una porra para su equipo favorito, prefirió que lanzara una consigna ignorada en ese entonces por mí. Sus razones habrá tenido: tal vez su ideología política un tanto de izquierda, aunada a la solidaridad de los sucesos políticos recientes (dos o tres años atrás), como la muerte de Ernesto Guevara en la sierra de Bolivia, la guerrilla en Guerrero de Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas, o la matanza de los estudiantes en Tlatelolco. En fin, afloraban en esos momentos dos pasiones, las dos de choque. Todo lo percibo como un recuerdo vago.
Lo que si recuerdo con claridad fue aquella ocasión que, en medio de un acalorado partido, tal vez de las Chivas (casi siempre jugaban en domingo) el sol estaba con todo, a tal grado que mi padre me hizo un gabán con hojas de periódico —aquellos de tipo sábanas— para protegerme los brazos. Con seguridad la afición en el estadio —sin techo— sufría también las mismas inclemencias que yo. Al término del partido, mi padre siempre se esperaba a que el coloso se desalojara, mientras su hijo juntaba el mayor número de vasos desechables (de cartón y no de plástico) del suelo, para la construcción de sus castillos imaginarios. Al salir lo hicimos entre andamios, arena, cal y cemento.
El partido de futbol era el preámbulo para seguir la fiesta. Después del estadio había que pernoctar en las cantinas que Alfredo (ya con amigos o parientes) se encontraba de paso rumbo a la casa, hasta caer en el obligado Organito, cantina tradicional rumbo al parque Morelos, donde más de alguna vez quería dejarnos ahí de ayudantes a mi hermano y a mí por no tener para pagar la cuenta. Era una broma porque al final pagaba la cuenta.
El futbol siempre estuvo presente en casa. Nos lo inculcaron desde niños: ya llevándonos al estadio o viéndolo por televisión, o metiéndonos en algún equipo infantil. Alfredo nos regaló un balón a mi hermano y a mí, uno para cada uno, de aquellos balones de cuero que tenían blader, o sea: cámara. Después un uniforme completo de nuestro equipo favorito. La simpatía por un equipo u otro era la variable que lo hacía más interesante.
Lo practicábamos como todo niño inicia en el futbol: en la calle. Jugando con los amigos donde al final terminabas peleado con ellos; después en equipos barriales, si te iba bien en canchas de tierra y piedra, si no, en dunas como del Sahara, o humedales como la Florida. Si eras bueno te aconsejaban calarte en algún club, de lo contrario seguías de llanero.
Hace tiempo un amigo me decía –y creo que tiene algo de razón– el ejercicio es bueno, el deporte es malo. Malo en el sentido de que cuando se formaliza o profesionaliza, entran un sinfín de factores de riesgo: desde las lesiones como producto de la exigencia y competitividad, hasta por intereses de terceros como entrenadores, directivos o mercenarios; digamos, el corporativismo del deporte. El caso del futbol no es la excepción.
Juan Villoro –aficionado de corazón– dice: “el futbol es un deporte muy singular ya que establece un contacto con la tribu del comienzo, con lo que fuimos al principio, con la horda encandilada por el fuego, las caras pintadas, los símbolos mágicos. Y al mismo tiempo con nuestra propia infancia. (…) donde tenemos mucho de niños cuando creemos en los héroes, cuando pensamos que nuestro equipo es el mejor de todos, cuando nos ilusionamos contra toda esperanza”. En efecto, una madurez digamos infantil que nos lleva a la diversión y al conocimiento como grupo en una época determinada del hombre. Todos los hombres en todas las épocas llevaron en sus entrañas el juego.
A petición de los directivos deportivos y a beneficio de la afición tapatía, se inauguró el estadio Jalisco en 1960. Fue una clara respuesta al incremento de la afición de las Chivas, el Atlas y el club Oro, era ya insuficiente el “Martínez Sandoval”, primer estadio de la ciudad, en honor a una familia de joyeros que lo sufragó, ubicado en la colonia Oblatos, al oriente de la ciudad. Por ello la decisión del nuevo campo.
“El 8 de octubre de 1964, durante una asamblea de la FIFA en Tokio, México ganó la sede para el Mundial de 1970”. Guadalajara fue parte de la sede de los partidos internacionales para dicha justa. Aunque el estadio Jalisco era un edifico nuevo, era insuficiente para recibir a los equipos del grupo tres de la competencia mundialista. Ante las exigencias de la Federación Internacional de futbol de contar con infraestructura de primer mundo, al estadio tenían que hacerle sus respectivas remodelaciones, algunas de ellas era ponerle una segunda planta y su techumbre. Y así fue.
Supe después que el mundial de México 70 fue el primero que se trasmitió en vivo por televisión, dejando en segundo lugar la transmisión radiofónica; el primero en tener tarjetas de amonestaciones y sustituciones; y el primero que detonó las marcas comerciales como Adidas. Además de la consagración de Brasil como potencia futbolera, con Pelé a la cabeza, misma selección que fue acogida por el Jalisco y su afición.
Así que, mientras un niño jugaba al final del partido en las tribunas con los vasos desechables a construir castillos imaginarios, los albañiles construían la planta alta del estadio Jalisco con su sombrero… y la Selección Mexicana y sus directivos también construían sus castillos imaginarios.