El siguiente pretende ser un muy modesto homenaje a la memoria de Yolanda Elizalde, quien falleció el mes de diciembre pasado. Yolita no solo fue un miembro fundador de esta página, sino que fue uno de los pilares del Taller Permanente de Crónica, que se reunía todos los sábados en “La Joseluisa” del FCE. Siempre alegre, participativa, solo su enfermedad la alejó de su cita semanal, a la que acudió por más de siete años y en la que nos compartió no solo lo mejor de ella, sino grandes anécdotas, como la que relata en esta crónica. Yola: gracias por tanto. Te recordaremos siempre.

 

 

Por Yolanda Elizalde (+)

 

La escena se ha vuelto tan común, que cuando no se ven causa extrañeza: llegar al crucero de una avenida y no encontrarse con cuatro o cinco “limpia parabrisas”, hombres y mujeres, jóvenes, niños, minusválidos, verdaderos o ficticios, arrastrando sus miserias en medio del arroyo de la desesperanza, resignados a las dádivas.

 

Ellos pululan día y noche, nunca se sabe cuándo comienza la danza, tampoco cuándo acaba; persiguen las monedas con sus trapos mojados. Marionetas vivientes, algunos llevan a cabo su tarea haciendo malabares.

 

Según algunas estadísticas, en cada semáforo el porcentaje de que alguien les de una moneda es de uno de cada diez autos.

 

Camino a mi negocio siempre encontraba a alguno de ellos en el crucero de Avenida Patria y Tepeyac: por las mañanas había un hombre como de cuarenta años, moreno cara redonda, la cachucha desteñida, sólo dejaba ver sus ojos de ratón atisbador, siempre con la misma playera naranja con las iniciales de una casa comercial. Con la mano izquierda hacía señas para que se le permitiera limpiar los vidrios de los carros y con la mano derecha mostraba la herramienta imprescindible: una especie de mechudo o trapeador, ese, el que tiene forma de raqueta, que normalmente se usa para sacudir el polvo.

 

Lo veía siempre y me vino entonces la idea de que a ese hombre lo habían corrido de su empleo y ahora se veía en la necesidad de buscar ese medio de sustento para llevar dinero a su familia, que bien podría ser numerosa; tal vez hasta su señora estaba embarazada y al pobre hombre se le habían cerrado las puertas de cualquier empleo.

 

Como era tan frecuente verlo, se me antojó llamarlo José, aunque él nunca lo supo. Así este José, puntual, todas las mañanas hacía su esfuerzo frente al parabrisas de mi coche, por lo que creí conveniente darle unos pesos; si lograba ser la primera, le daba tiempo de darle una pasada al resto de los vidrios de mi coche y entonces la paga era mejor.

 

Con el trato diario tuve la oportunidad de catalogarlo como un hombre trabajador y necesitado de un verdadero empleo, que le redituara y, aparte de su salario, que tuviera las prestaciones de ley. Por eso se me ocurrió que podría darle empleo, pero antes de ofrecérselo quise hacer algunas indagatorias. Empecé por preguntarle cómo le iba con su “trabajo”, ahí, limpiando parabrisas. Él contestó que había días buenos y otros malos: que los malos era cuando llovía, pero con los días buenos llegaba a juntar hasta ¡ochocientos pesos diarios! Y así, en la plática, me contó que tenía una hija estudiando en la Universidad de Guadalajara, y que tenía cuatro hijos más, pero que la más lista era ella. De los otros hijos apenas hacía mención, pero cuando hablaba de su hija su cara ceniza se transformaba y hasta parecía que esbozaba una sonrisa. Me contó también que ya tenía más de dos años limpiando parabrisas y que así ganaba más que cuando era empleado de una tienda de autoservicio y que, aunque ahora ya no contaba con Seguro Social, ya se había inscrito en el Seguro Popular. Que los sábados y domingos descansaba, para entrarle tempranito el lunes, pues ya se había impuesto un horario: “de lunes a viernes desde las 7 de la mañana hasta las 12 del día, porque a esas horas el sol no cae como plomo y ya en la tarde pues está uno más cansado; por eso prefiero el horario de la mañana, solo cuando no completo mi meta, pos, ahí sí: me quedo, pero no crea seño, no es siempre.”

 

Cada que lo veo le sigo dando monedas, incluso aunque no me limpie, pero mi impresión sobre lo que pueden llegar a ganar las personas en este tipo de labores cambió tanto que, si las cosas se me llegan poner difíciles (toco madera), ya sé que hacer.