¿Quién iba a pensar que estas avenidas largas como ríos (que sí se convierten en ríos cuando llueve) conectaban estos cinco municipios que forman la zona metropolitana de Guadalajara?

  

Ana Camerina Gaxiola Ochoa

 

En el kínder la pregunta era ¿dónde vivo? Y no sabía cómo responderla, sobre todo porque los adultos parecían no ponerse de acuerdo. Si le preguntaba a la maestra yo vivía en Guadalajara, pero si le preguntaba a mi mamá vivía en México; yo no sabía a cuál autoridad creerle.

Y peor aún, cuando aprendí a leer encontré una palabra en mi lonchera de Sailor moon que contradecía todo eso y ponía en dirección: Zapopan. Mi mente simple no podía entender que para fines prácticos todo era lo mismo.

Al entrar en la primaria la maestra disipó mis dudas y explicó, con ayuda de un mapa, lo que era un país y como este se dividía en varios pedazos con líneas chuecas y disparejas. Entonces conocí otro lugar: Jalisco. A mí no me hicieron aprenderme todos los ciento veintiséis municipios como le pasó a mi prima que vivía en Sinaloa y tuvo que aprenderse hasta los ríos. Yo solo sabía que en medio de ese estado deforme estaba mi ciudad.

Desde que tengo memoria recuerdo el canal de Atemajac; solíamos vivir en unos depas frente a él y cuando cumplí cinco años nos mudamos a unas cuantas cuadras a la casa de la familia de mi papá, solo bastaba atravesar un largo parque y subir una calle inclinada para llegar a lo que se convirtió en mi nuevo domicilio. Para mí fue un gran descubrimiento que el canal que se desbordaba siempre en época de lluvias dividía dos municipios, que si cruzaba al otro lado estaba en Guadalajara y que de mi lado era Zapopan. Esperaba ver la línea divisoria como se veía en los libros y como no estaba, empecé a aguantar la respiración cada que pasaba de un lado a otro, como si quisiera sentir el cambio físico de lugar.

Para mí lo más familiar es Plaza Patria y todos los mandados a los que iba con mi mamá. Me sabía de memoria el camino de mi casa a la casa de mis abuelitos en Santa Margarita, recorriendo la avenida Ávila Camacho, la Basílica y el columpio donde mi papá aumentaba la velocidad para que sintiéramos cosquillas.

En la secundaria todas vivíamos en los alrededores y la pregunta era: ¿dónde está Arcos de Zapopan? Ahí vivía mi mejor amiga y se me hacía lejísimos. Por supuesto no sabía que ese rumbo se volvería tan conocido para mí al entrar a la preparatoria y pasar horas, junto con mis amigos, bajo el puente que cruzaba la carretera a Tesistán, en medio de dos 7-Eleven, uno en contra esquina del otro; ambos junto con la Preparatoria 7 se encontraban en la colonia Arcos de Zapopan. Tardábamos tanto tiempo en decidir irnos, una cosa llevaba a otra y no parábamos, ni siquiera porque al día siguiente sería igual. Siempre detenidos en la parada del 15, hasta que mis amigos y yo nos despedíamos y cada uno empezaba su camino a casa. A muchos nos servía el mismo camión, pero otros cruzaban la calle para tomar otro o simplemente caminaban a su hogar.

Por ese entonces empecé a unir las locaciones con su camino y lo que había en él, gracias al transporte público que mi mamá nos obligó a usar, porque ella no iba a manejar todos los días en la mañana a dejarnos para después hacer una hora de regreso a la casa. De todos modos, el 634 nos dejaba en la calle de la prepa. Le perdí el miedo a moverme en camión cuando junto con mi prima tomé el 641 equivocado y acabamos en El Batan, una zona con calles de tierra, del otro lado del Periférico.

Empecé a preguntarme dónde estaba todo: desde la Plaza Pabellón que se puso de moda muy rápido y cayó casi con la misma rapidez, hasta el Parque Metropolitano y toda esa ciudad que se veía tan diferente a mi parte de Zapopan. También conocí el centro de Guadalajara por los muchos museos que el maestro de arte nos hizo recorrer. Empecé a unir los lugares por las calles largas que los atravesaban. ¿Quién iba a pensar que estas avenidas largas como ríos (que sí se convierten en ríos cuando llueve) conectaban estos cinco municipios que forman la zona metropolitana de Guadalajara?

Y un día sin imaginarlo me vi tomando el monstruo que recorre la Calzada como si fuera una montaña rusa, con gran indiferencia de lo que pasa a su alrededor. Lograba hacer mi camino diario desde el Estadio Jalisco hasta la mismísima barranca de Huentitán en 15 minutos. En serio, los tenía contados para llegar con el elegante retraso de los minutos que me tomaba bajar en la última estación y caminar hasta entrar a mi salón en el CUAAD. Tanto protestar en el centro frente a Palacio de Gobierno contra el macrobús, para terminar tomándolo todos los días; ironías que se inventa la vida cotidiana.

Por ese entonces conocí a fondo Tlaquepaque y lo lejos que ese Parían quedaba de mi casa y mi lado de la ciudad. También aprendí que la ZMG ha crecido tanto que hay personas que viajan más de dos horas para ir a estudiar a alguna de las escuelas de la Universidad de Guadalajara y terminé por sentirme muy afortunada de vivir en la frontera de Guadalajara y Zapopan, tan parecidos uno del otro, pero divididos por un largo río entubado y una plaza hundida, que no importa cuánto la reparen, seguirá inundándose todos los años.