Quizá sea porque gracias a la pandemia parece como si tuviéramos más tiempo, la autora del presente texto llevó a cabo un ejercicio: revisó todo lo que guardaba en su refrigerador, lo que le llevó a inevitables recuerdos, a recetas y a imágenes entrañables. Gracias, refrigerador, que bajo el pretexto de esculcarte es que se logran textos tan portentosos.

Lucy Barajas

Foto de Maxim Shklyaev en Unsplash

 

 

–¿Sabe qué Señorita? Tiene un par de golpes, déjeme ver qué podemos hacer, además, es el de exhibición.

 

Eso me decía aquel día el vendedor del Tío Sam, mientras mi mamá me insistía incansablemente que comprara un buen refri ya que me iba a vivir sola, que fuera una marca igual a la de su lavadora eterna, que ella me regalaría una parte con su tarjeta y que lo demás yo pasara mi tarjeta a 18 meses sin intereses.

Entre el vendedor, mi mamá y el logotipo del Tío Sam apuntándome con el dedo con su slogan calidad, precio y servicio, me cuadré y le bajé dos rayitas a mi grado de obsesión por el detalle, mi presupuesto, el color que no quería y dejé de ver los dos pequeños golpes de ese refri blanco Maytag cuando el vendedor le rebajó mil 500 pesos entre que era de exhibición y algunos otros detalles. 

 

Mis razones para analizar los refris eran sencillas en aquel entonces:

 

1. Está el día que abrí el congestionado refri de casa de mis padres y me escupió una salsa de mole rojo mal tapada, dejando un crimen en el piso.

2. Está el día en el que compré un carísimo mini frigobar de color plata y negro, sólo para guardar mi tóper y ofrecer coquitas heladas y botellas de agua en aquella pequeña oficina que tuve de ventana grande, sobre López Cotilla casi esquina con el Centro Magno.

3. Está aquel día en el Tío Sam, con el vendedor, la madre y 18 meses sin intereses donde compré un refri muy grande para alguien que se mandaría sola en su pequeño nuevo reino.

4. Está el día en que este refri sólo se desconectó una vez: para recorrer veinte minutos en la mudanza del departamento rumbo a nuestro nuevo hogar de casados; con mi esposo, claro.

5. Y está el día presente, donde este refri quedó pequeño para alguien acompañado, quedó pequeño para llenarlo del conteo del hambre, que no quieres pasar encerrado.

 

Nadie está para saberlo ni yo para contarlo, pero estos días donde se siente más el cuerpo, –congelado, petrificado, duro de no moverse, como las piedras duras del conge– descubro que eso de agacharse para alcanzar los cajones a nivel de piso donde se almacenan los vegetales y frutas, ya no es de este cuerpo. 

Mis rodillas, con sus faltantes de cartílago y mi espalda estresada, me obligan a sentarme al ras de piso para igualarme a la altura del análisis que busco y reacomodar los congestionados cajones. 

Cada miércoles, después de pasar por los distintos sistemas de calistenia para sacar algún vegetal de su escondite, es también un día de fenómenos de ciencia. 

Como ayer por la mañana: saqué una arrinconada calabaza con un ecosistema en la punta en forma de cabeza de algodón; según la proximidad de los hechos, seguro fue la que contaminó el ojo de gato que le salió a ese jitomate que sembró el horror por el cajón.

En el piso, donde me he tirado otras veces estos días, comienzo el análisis del inventario; temo la crisis, pero aspiro el deseo del día en que pueda cambiar de modelo este refri.

Nunca se compararía con la crisis que me acaba de contar mi amiga C, de cómo cambió de modelo nuevo aquella persona innombrable; al parecer acaba de cambiar a un nuevo y brillante cuerpo femenino solo por la fría crisis de la edad. 

Yo me refiero a otro nuevo cuerpo refrigeratorio, esos que saben que se empieza con los cajones importantes a la altura de tu cintura y el congelador se desliza como mantequilla en un gran cajón abajo, no arriba; al final todo es cuestión de cuerpos y agachadas.

 

***

 

Cada miércoles, Ángel, Felipe, Pipen o David son los que me traen la pasarela de frutas y verduras que habita hoy en el refri. Hay días de este confinamiento que lo he recargado tanto, que olvidé eso que leí en algún lugar: dicen que no hay que llenarlo con todo apretado porque le costará trabajo llegar a la temperatura ideal, debe circular el aire entre todos sus pisos y habitantes. Tiene sentido: hay días que siento que me ahogo.

 

El único habitante que hoy veo que podría ser el causante de la excesiva congestión de espacio es ese morado cerebro de col partido por mitad: era tan grande que tuve que quitarle la mitad de sus pensamientos.

De pronto recuerdo todas las veces que he querido hacer lo mismo en este tiempo.

 

Esa cabezona col terminó así:

La corté cuidadosamente en medias lunas anchas.

Le agregué un poco de aceite de oliva, ajo picado y sal.

La puse en el horno eléctrico donde dice «dorador», hasta que tomó una textura crujiente por fuera, pero mantequilluda por dentro.

La unté con una dorada y aromática vinagreta que se deslizó entre sus rústicas y crujientes capas.

 

Hay un par de berenjenas que recuerdo que David tuvo que regresar por ellas. David es nuevo. Ese miércoles, como el pasado, el ante pasado y otro más, noté que aparecían cosas cobradas pero ausentes: las berenjenas, medio kilo de jitomates cherry y una piña. 

Estos tres olvidos que habitan en la charola más baja del refri, tienen ya escrito su destino.

 

Las berenjenas al horno:

Se parten las berenjenas en rodajas y se les agrega sal para que reposen y suden sus amargos ratos.

Se parten a lo largo dos o tres jitomates saladet y con un rallador se les extrae toda su pulpa hasta quedar con la cáscara en los dedos.

En un sartén se agrega aceite de oliva, bastante ajo picado, cebolla y pimiento rojo finamente picado; se agrega la pulpa rallada del jitomate y se sazona con paprika dulce ahumada, sal y pimienta. 

Se colocan las rodajas de berenjena en una charola para hornear, se cubren con la salsa sofrita del jitomate, se espolvorean de albahaca seca y cinco minutos antes de que estén, se abre el horno y se les deja caer una lluvia de queso parmesano.

 

La piña tuvo que entregar su corona para poder entrar al refri, no duró mucho tiempo la vergüenza porque una mitad, terminó así:

 

Salsa de piña:

Piqué la piña en trocitos pequeños, pero muy pequeños.

Agregué cebolla morada, cilantro, chile verde, pimiento rojo, (todos picados finamente) y aderecé con vinagre de arroz, una pizca de ajo picado, aceite de oliva, un chorrito de limón, unas gotas de miel y sal. 

 

Esas uvas que están disfrazadas de jitomates llegaron demasiado maduras, veo que están como para esta receta:

 

Salsa de jitomate cherry

Se sofríe bastante ajo picado en aceite de oliva, -sin miedo- se agregan los jitomates cherry y se aplastan a medida que se cocinan. Yo uso un vaso de plástico azul que no sé de dónde salió. Nunca he tenido un apachurrador propio desde que tengo memoria.

Cuando empiezan a cocerse se agrega un chorrito de vinagre balsámico, un poco de vinagre de arroz, paprika y un toque de azúcar mascabado. En un morterito se muele pimienta negra, semillas de cilantro y un toque de comino para agregarlos a los tomatitos junto con sal y pimienta; en este punto, cualquier hierba fresca puede funcionar: yo soy de tomillo fresco.

Son multi uso, pero sobre un crujiente pan untado de queso ricotta y coronado con esta salsa, es otra historia.

 

El conge

A veces se abre solo. Tengo que checarlo tres veces por el desgaste de sus empaques, así como yo me reviso constantemente mis rodillas.

Librando la bolsa de hielo, que se ha hecho una sola pieza, todo ahí es confusión: hay siluetas que tomaron formas que reconozco y otras no. Los tópers son armas que queman las manos y juegan a la adivinanza, exigen que la próxima vez aprenda a usar un marcador y los registre bien. Hay uno que se deja ver por las altas cantidades de sal que contiene, se salva, me salva, es mi propia pasta mágica tipo consomé para aderezar mucho de lo que hago: está hecha de cáscaras, tallos, vegetales, polvos de distintas especias, hierbas frescas, secas, cabezas completas de ajo, poro y obscenas cantidades de sal: ha compactado y preservado el sabor de todo. Me hizo recordar cuando mi amiga C me contó que su abuela tenía tres congeladores en su casa porque le encantaba estar surtida para todo un año. Encontrabas largas piernas de chamorro de cerdo, cañas de filete como troncos, pavos detenidos en el tiempo perfectamente dibujados por su funda plástica, traumáticas bolsas de pedaceras de huesos para dar sabor, innumerables cortes redondos de carne, pescado al alto vacío, pollo entero o en piezas; rellenos listos para rellenar algo, caldos de colores y casi todo lo que pensara tu imaginación, esos congeladores te lo darían. Era tanto el culto a la preservación, que a su abuelito le daba miedo morirse porque pensaba que acabaría ahí, congelado.

 

Otros habitantes al día de hoy

Nunca he entendido a esas lechugas, uvas y fresas que nacen aquí, se van al «otro lado» y regresan como operadas y perfectas de nuevo acá; cuando no hay opción me las traen en bonitas cajas diseñadas y veo en la lista que yo pagué sus viáticos.

Hace varios años encontré junto con mi mamá una bodega de esos vegetales bonitos con nombre de buena suerte, algo así como «Mr. Lucky», creo que son de Guanajuato.

Tenías que llegar a la bodega a una hora precisa porque no estaba abierta al público. Pagabas, te entregaban una ficha, hacías paciencia en la fila y por un cuadrado amarillo con anchas tiras de plástico como telón, aparecía de pronto el debut de una enorme bolsa de lechugas bonitas, ya lavadas, en tamaño restaurante.

Nada tenía etiquetas ni logotipos. La suerte me duró poco y un día dejaron de vender menudeo al público. Sé que de ahí salen muchas de las cosas que habitan hoy mi refri. Felipe siempre me manda una bolsa de ensalada lavada, huérfana y sin nombre. Igualita.

Hay un pequeño tesorito en el cajón de quesos: un Morbiere de estilo francés, pero más mexicano que nada. Me lo dejó Lety el otro día en mi puerta por el día que cumplí 41 años. Es mi favorito, tiene una línea de ceniza negra, difícil y compleja de leer, como este año. Una tarde, Alonso y yo comenzamos a darle precisos cortes al queso, a todo: nos tragábamos a pedacitos la ceniza en el calor y pasábamos con un frío vino el aburrimiento de los hábitos encerrados. 

Junto al queso hay unas deliciosas sobras de jocoque envasado con un elegante hilo güero de aceite, medio kepe bola y un tabbule que hace uso extensivo de todo el perejil de esta ciudad, todos son del Al Malek. El día que compramos para llevar nuestra carga de medio oriente, entre la atención de guardar la distancia con la gente hambrienta y las palabras distorsionadas del tapabocas, noté que me dieron ciento treinta pesos de más en el cambio. Cuando regresé el error, el dueño –que siempre está– me regaló una gloriosa rebanada de su famoso pay de dátil. El tapabocas no le dejó ver mi sonrisa, pero espero que el movimiento de mi cabeza haya sido suficiente. Queda mi mitad, la otra la tuve que compartir con Alonso porque no pude ocultar el tesoro a mi regreso. 

Hay poco jamón de pavo, es algo más de emergencia; ya le perdimos el hábito. 

Un queso se hace llamar «Sandrita» de Arandas, una panela que no dejo que toque el plato por el agua y un pedacito de adobera de La Barca junto a mi descubrimiento reciente: medio litro de un yogurt griego con un dibujo del Partenón en tono azul y solo un nombre y celular de contacto; la falta de más información la olvidas porque que se salva la confianza por su nombre: Kosta´s y la fabricante se apellida Kritrikos. Me recordó hace unos años la subida que dimos para llegar al Partenón y el hambre que nos despertó el encuentro. Acabamos con un gran gyro de cordero en la Plaka que yo remojaba sin remordimientos en la salsa de yogurt –griego por su puesto– con pepino, hierbabuena y limón; nunca lo puedo pronunciar: Tza-tzi-ki.

Ese bote de vidrio que deja ver los limones amarillos todos apretujados es la cosa más bonita y deliciosa. Es una conserva que hice inspirada en la cocina marroquí y habita el refri desde hace tres meses. Los limones no entienden de distancia y se tragan a las estrellas de anís, las hojas de laurel, los ajos, especias y semillas de cilantro. Todos nadan en aceite junto a un par de chiles rojos, sal y un arsenal de hierbas frescas y secas que ya olvidé. Hay que picar una de estas cáscaras toda macerada para despertar el paladar. La pulpa, que se deshace de verla, es perfecta para aderezar pastas frías, sazonar aderezos, camarones, pescados y una lista interminable que me da miedo que se acaben.

Por otro lado, las cervezas Miller que proclaman ser “el champagne de las cervezas” y las delgadas Ultra guardan el testimonio de una exploración inédita por cada tienda y estanquillo cercano, que fueron los caros proveedores de felicidad para sobrevivir a nuestros pandémicos pensamientos. 

El día que por fin encontramos el six de Ultra a más o menos buen precio, terminamos estacionados en una silenciosa calle con nuestra ligera felicidad observando el Periférico, nomás para ver algo de movimiento.

Estos vidrios y latas de felicidad se azotan dramáticamente en el cristal del refri cuando el cartón de leche, o el otro medio cerebro de col rueda y las empuja. El ruido es el recordatorio de cómo se azotaron por semanas con el precio, tanto que valía más la pena comprar el vino que está en la puerta: hay uno blanco que dice que es de verano, que ya empezó, y que da igual: pasará desapercibido como la primavera que se robó la pandemia; otro blanco de promesas falsas salió tan seco que le tocó el peor de los destinos: para cocinar, y un tinto Carmenere se salva por decente.

 

La puerta

La puerta carga una constante cantidad de frascos con falta de argumentos visibles para leer cuándo es su muerte. 

Son los olvidados, los que insisten en su existencia al tintinear finamente entre sus cuerpos de vidrio, cada que se abre la puerta.

No sé en qué momento llegó una salsa de ostras y otra de pescado. Hay una botella de salsa Valentina con lágrimas de costra que bajan por su cuello; una salsa Tabasco que presume de contener 720 gotas por frasco y que yo asumía que era mexicana y es del otro lado; una mermelada de fresa olvidada porque aquí el azúcar se volvió una enemiga, pero no así, otra mermelada rara de guayabas quemadas que hizo una chef, esa no es para desperdiciarla en un pan: se puede untar en un brillante lomo de cerdo o lamerla de una cuchara. Tres mostazas se pelean por el título de antigüedad y un frasquito de alcaparras baila de un lado a otro porque ya casi no tiene. En otros niveles de la puerta ocurre el misterio de mi vida: ¿por qué un compartimento solo con diez huecos para los huevos? ¿En qué momento se olvidaron de los otros dos? 

Por suerte la nueva cremería que descubrí recientemente y se hace llamar «Real del Pueblito» tiene huevos orgánicos y vuelve realidad mis sueños: puedo pedirlos por pieza y cuestan 4 pesos, pero la maña de mis hábitos siempre olvida el condominio para diez y pido doce.

Del tóper con la pasta miso de color café sí recuerdo. Estaba en la tienda de productos coreanos de avenida México y me tocó el momento en que abrían una gran caja de cartón donde salía esta extraña materia, me acerqué para preguntar qué era, pero sólo entendí la parte de «miso», me extendieron una enorme cuchara de madera y deslicé mi dedo con decencia. 

Me dijeron que dura seis meses, pero no recuerdo a partir de cuándo contarlos; está perfecta y yo sé que las altas cantidades de sal avalan lo que pienso.

 

***

 

Ángel, David o Pippen son los que me traen todos los vegetales y frutas, los conozco a todos por medio de Felipe; no tengo el orden preciso de quién es primo de quién, pero todos están relacionados. 

Su día comienza a las 4:00 am en el mercado de Abastos, donde llenan de dos a tres camionetas con la mejor calidad de productos para su exigente clientela, como me acaba de contar Ángel: 

“Hola señora Lucy. Mire, con gusto, siempre va por encima la calidad, acomodamos la fruta y verdura más delicada en la parte de encima y la más dura abajo, ¿sabe?: hay cosas tan delicadas que el menor raspón o golpe hace que se eche a perder todo más rápido”. 

Felipe sabe más, pero está en friega. Ángel es el encargado de carga, acomodo y pedidos. Me contó que últimamente los pedidos por teléfono les han funcionado muy bien.

Un año antes que empezara este encierro me ofrecieron llevarme todo a casa, yo usaba el servicio dependiendo de mi humor y mi tiempo, porque soy de las que tengo que pasear mi imaginación y mi hambre para ver en qué puedo transformar lo que veo. Ya me conocen por las fotos que documento: un día hasta flores comestibles me consiguieron. Eran unas pequeñas miniaturas como petunias tricolor, parece que te comes un jardín de verdad, pero como la felicidad, no duran mucho. El refri, las quema rápido. 

Me dijo Felipe: “mire las flores que le conseguí”. A todas les decía lo mismo.

Está el día que pensé que por ser un refri de exhibición no duraría mucho. Aproximadamente tiene doce años, que dan un total de 103, 680 horas encendido; ha soportado bajas de voltaje, sobrecargas, fiestas, raros ecosistemas de flora y fauna, soltería, matrimonio, mis portazos enojada y hasta la infamia de meterle frijoles de la olla hirviendo.

Es un buen refri, tenían razón.