Las últimas semanas se llevaron a cabo las diversas ceremonias de graduación en las escuelas de todos los niveles de educación. La mayoría se realizaron de manera virtual, muy pocas se atrevieron a convocar a los alumnos físicamente para, más que llevar a cabo un acto, permitirles a los niños cerrar un ciclo: verse de nuevo, luego de tantos meses y quizá por última vez. He aquí un caso así, narrado de primera mano.

 

María del Refugio Reynozo Medina

Foto de Feliphe Schiarolli en Unsplash.

 

Eran cerca de las dos de la tarde, el sol se colocaba justo encima del domo en el patio de recreo y se derramaba en el grisáceo piso de cemento. Aquello era una plancha ardorosa y desolada, vacía.

El enorme árbol de guamúchil que está al fondo, al lado del muro, mecía sus ramas mientras las hojas secas cubrían el piso con una alfombra amarillenta y verdosa. La escuela estaba en silencio, solo el cantar de los pájaros que de vez en cuando se posaban en las ramas de los naranjos.

Afuera ya aguardaba el primer grupo; en medio del paisaje solitario de la calle sobresalía el tono rojo de sus uniformes, cinco niñas y dos niños. A la señal de su maestro avanzaron por la rampa de ingreso, con pasos lentos y temerosos como si hubieran olvidado el camino que todos los días los condujo de su casa al aula, estaban en silencio y se miraban unos a otros, mientras avanzaban distantes con los ojos puestos en el cancel de entrada. Sonrieron al maestro, lo supe por el brillo de sus ojos, porque la mitad de su rostro estaba cubierta por el oscuro cubrebocas en el que estaba inscrito con letras blancas el nombre de su escuela: Plan de Ayutla, generación 2014-2020.

En el umbral de la puerta se detuvieron, bebieron todo el paisaje: el patio de recreo, las aulas, la dirección, mientras hundían los pies en el tapete sanitizador y se frotaban las manos con el gel antibacterial.

Entraron solos, los pasamos al aula que fue suya durante el ciclo escolar que terminamos a distancia, era el cierre del año y la culminación de su sexto grado de primaria; no se trataba de un evento como los que vieron a lo largo de sus seis grados: con porras, público, galas familiares.

El salón estaba adornado con una lona de fondo: Escuela Plan de Ayutla graduación generación 2014-2020, con la imagen de un niño y una niña portando una toga y lanzando el birrete al aire en una actitud sonriente, festiva.

Un sencillo presídium conformado solo por tres personas colocadas distantes, frente a las siete sillas repartidas por toda el aula, que serían ocupadas por cada grupo de niños a los que se citó en distintos horarios.

Los primeros siete estaban ahí, ocupando su lugar a la espera, el chaleco rojo por el que se asomaba la camisa blanca y el pantalón azul marino daban su última batalla. Los zapatos escolares lucían gastados, otros ya no estuvieron y fueron en su lugar unos tenis maltrechos, de colores.

No hace falta un micrófono, con su voz contenida por el confinamiento la maestra de ceremonias rompió el silencio:

“Una escuela bonita es una escuela llena de niños y hoy con su presencia ustedes nos regalan esperanza”.

Continúo con su discurso como una conversación cercana y fraterna.

En mi mensaje decidí hablarles de la importancia de no rendirse, de lo heroico que resulta que ellos, a su edad, hayan afrontado una epidemia mundial que vino a cambiar las formas de vivir, de aprender.

Un alumno de quinto fue convocado a compartir un mensaje a sus compañeros: los invitó a continuar el camino para seguirse superando y luego, como buenos ciudadanos engrandecer a la patria.

Una de las niñas en representación del grupo de sexto que se va, dirige otro mensaje de gratitud a la vida, a la escuela y a sus maestros.

El supervisor escolar estuvo presente, se dirigió a ellos: “primero sean felices”, les pidió. Sus miradas se cruzaron. “Estas son las condiciones que nos puso la vida para estar aquí, y hoy el cubrebocas es una prueba viva de que hemos cruzado por algo inédito, no venir a la escuela y venir ahora en estas circunstancias. Al menos hoy nos podemos mirar a los ojos”.

Una de las niñas, con ojitos irritados, suspiró.

Luego de los mensajes dirigidos hacia los alumnos, la maestra de ceremonias emitió el último pase de lista: “Digan fuerte presente”, pidió.

Las voces tímidas repitieron al unísono: ¡presente!

Finalmente, el maestro de grupo los llamó a cada uno para entregarles el certificado de educación primaria y la boleta de calificaciones que recibieron con la mano extendida, sin saludar y mirando a la cámara. Se colocaron de nuevo en las sillas, con sus rostros que aparecían inexpresivos, los oscuros cubrebocas invadían el aula repitiendo diez veces: Escuela Plan de Ayutla Generación 2014-2020.

El maestro les preparó un video: fue un recorrido fotográfico por los momentos cotidianos en el aula cargado de sonrisas y carcajadas, mientras el Sueño imposible de Joe Darion se escuchaba en la sala, aparecían las imágenes: la visita al centro histórico, una tarde de exposición de clase en equipo, los compañeros de la escolta con su traje azul y corbata roja, la vez del aniversario de la fundación de Guadalajara, el taller de reciclado de papel, el pastel de los alumnos que quisieron compartir con sus compañeros de clase. En otra imagen aparecen abrazados de sus madres tumbados en el piso de cemento, en un ejercicio de matrogimnasia que coordinó la maestra de educación física.

Al final, la maestra que conducía preguntó: ¿cómo se sienten?

Una se atrevió y levantó la mano: “recuerdo cuando llegué aquí el primer día de clases”. Pero luego no pudo contenerse y rompió en llanto. Otra, la más alta, dijo: “yo no tengo palabras”. Se llevó las manos al rostro y se cubrió los ojos. La niña alta, de los bucles, rostro afilado y ojos bonitos lloraba, mientras sus piernas se movían sin control; las miradas brillaban en medio del silencio que se rompió con la voz de la maestra que intervino:

“Gracias niños, porque hoy dejan en esta escuela un pedazo de ustedes”.

Se pusieron de pie y avanzaron a la salida del aula. Alguien afuera comenzó un aplauso que lo secundaron otros y luego se dejaron escuchar como el único reconocimiento posible en medio de la adversidad. Una madre desafío al infortunio: llevó un globo metálico que decía “mi graduación”. Y otra de ellas un ramo de flores de tela de un verde encendido. Eso y el detalle de un cuaderno de notas y una pluma decorada con un birrete, componían el único presente de una fecha esperada durante seis años que la pandemia no permitió celebrar.

“Los pensamientos son energías que se contagian”, dijo en su mensaje el supervisor y la nostalgia se contagió, pero también la esperanza, porque esa tarde nos vimos a los ojos y la presencia de los alumnos devolvió a la escuela un respiro.