De la reflexión a la acción; de la euforia a la calma. Así va el autor de este texto y así parece que vamos un poco todos, sin saber aún muy bien hacia a dónde y hasta cuándo estaremos así, en medio de un confinamiento que no es y que sí: la nueva normalidad, que le dicen.

 

Josué Nolasco

Foto: Logan Troxell

 

Esto que estamos viviendo es parecido a la guerra, aunque nunca he estado en una, me imagino y creo que es así: un día estás eufórico por una buena noticia y un instante después en pánico por el inminente ataque del enemigo. Así estamos con el coronavirus: las emociones y pensamientos no cesan sus movimientos, todo es rápido; se cree lo contrario, pero no, los cambios de humor y de sentimientos son trepidantes, apenas se repone uno de algo cuando de golpe y porrazo te llega otra cosa. Todo es inestable y cambiante.

 

Un ejemplo: le llamas a tu hermana y te dice que está preocupada y asustada por tu papá que no cree en el coronavirus y por lo tanto actúa sin el mínimo cuidado; después piensas que está a días de los ochenta años y te preocupas todavía más, después cuelgas y como cosa automática —acaso por casualidad— comienzas a ver un documental sobre Legorreta y su arquitectura. En un tramo del video, el arquitecto menciona que la arquitectura debe tener “misterio” y el sólo escuchar esa palabra e imaginarte los lugares que has visitado: pueblos, haciendas y ciudades que tienen untado el misterio, te estremeces y tu nueva alegría ante el hallazgo se trepa sobre la anterior melancolía y piensas y te maravillas y te dices: si fuera arquitecto quisiera que mis construcciones fueran misteriosas, y te preguntas: ¿cómo se construye el misterio?

 

La terraza de mi casa nos ha salvado, brindándonos momentos de solaz y alegría, nunca la habíamos disfrutado tanto (no teníamos tiempo). Es un espacio a cielo abierto —con macetitas y una banquita blanca— que nos saca de la cuevita de aire enrarecido en que se ha convertido nuestra casa en esta cuarentena y nos conecta con el cielo, la calle y los árboles de la secundaria de enfrente que, sin chiquillos, es el edén mismo. Salir a la terraza se ha convertido en mi fórmula predilecta para superar el abatimiento.

 

Antes también, —mis niños, mi esposa y yo— nos entreteníamos con la avioneta del gobierno que surcaba los cielos: primero ponían la canción de “Ay, Jalisco no te rajes”, semanas después pasaban y decían: “¡No salgas, quédate en casa!”; y ahora de plano en la “etapa de responsabilidad individual” ya no la he escuchado.

 

Ofrecerme para ir al “mandado” es otra práctica que me redime.

Procurarse un cubrebocas que te haga sobresalir del montón se ha convertido —para muchos— en prioridad. Cuando salgo a la calle me entretiene observar y criticar los cubrebocas ajenos. Existen unos de licra, o algo así, cuyos portadores parece como si trajeran un murciélago untado en la cara; por lo general los que los usan son policías, judiciales o ciudadanos que se creen muy “salsitas”. Luego están los artesanales, que son coloridos y con florecitas varias y arabescos diversos, sus usuarios casi siempre se visten de manta y huarachito y se creen los muy intelectuales.

 

El otro día que fui a Soriana, cuando iba entrando, vislumbré a un cholo que me llamó la atención porque parecía que traía pegado en el hocico la fachada de una carnicería: era el cubrebocas de las Chivas.

 

Distinguirse del otro a través del uso del cubrebocas se ha vuelto ya cosa común y a mí me entretiene observar eso para olvidarme de esta pandemia, es algo así como mi antídoto.

 

Todo este tiempo he creído en el coronavirus, menos una vez que aproveché para salir, abrazar y saludar de mano. La verdad me cansé de esperar el apocalipsis en calzón.

 

Después volví a creer, como dicen: volví al redil y ya actúo como lo haría cualquier feligrés responsable.

 

El coronavirus es como la religión: existe quien cree, quien no cree, o quien sí cree, pero no practica los preceptos ni asiste a una iglesia.

 

También existen los arrepentidos:

 

—¿Cómo está tío?

—Bien, y tú mijo: ¿cómo estás?

—También bien, gracias, tío.

—¡Pásate!

—No, gracias, tío. Ya ve cómo está toda está situación, lo mejor es así: saludar a la distancia para evitar contagios.

—Como gustes pues… yo ni creo en eso, pero, bueno…

 

La conversación la tuve con mi tío que vive en el rancho y fue de lienzo a lienzo. Me fue inevitable no sentir vergüenza y ternura ante la mirada socarrona que de vez en cuando me lanzaba mi tío, como diciendo: “pobre loco, te lo tolero porque te quiero”.