Cuántas veces nos ha sucedido que justo el día que teníamos algo importante qué hacer, una desgracia viene a presentarse solo para complicar las cosas. La siguiente es una de esas historias.
Tastoán Castorena
Foto: Joel Wyncott
Fue un jueves, bien recuerdo: 22 de junio de 2017. Era el cumpleaños 55 de mi padre. La camerata juvenil de la que formo parte aún se hallaba más o menos completa, es decir, tenía por lo menos dos instrumentos en cada atril: dos violines primeros, dos segundos, dos violas, dos cellos y un contrabajo.
Habíamos estado ensayando desde las últimas semanas de abril (viernes y sábados, como de costumbre) un pequeño programa para apoyar al profe Miguel, docente de guitarra en la academia musical del Palacio de la Cultura y los Congresos (PALCCO), que organizó una presentación de fin de curso con sus alumnos pequeños del método Suzuki, y él iba a participar con una interpretación de los tres movimientos del Concierto en Re Mayor de Vivaldi. Cosa poco sencilla, pues, aunque la particella se compone sólo de dos hojas, las figuras musicales y la velocidad a la que ésta debe de ser interpretada requieren de cierta destreza y disciplina en su ejecución. Por ello habíamos estado ensayando tan arduamente, y para el intento previo al conciertillo ya habíamos logrado, si no tocarlo a la perfección, que la ejecución fuera agradable para los oídos del público, principalmente del regente de la escuela de música, el maestro Leonardo Gasparini, director de orquesta italiano, cuya fama es la del melómano exigente que no se sorprende ni con la más soberbia y pulquérrima versión de la Suite de Carmen de Bizet, o del Danzón 2 de Márquez.
Así pues, se llegó el día de la presentación. Yo, aún estudiante del octavo semestre de derecho, tenía un vehículo bastante modesto y vetusto: un Tsuru I, color blanco, modelo 1987 si mal no recuerdo, que si bien no apantallaba, peor era ir parado en el autobús, compactado como sardina y colgado de los tubos “como res sacrificada a la voluntad del salvaje conductor del transporte público”, dice mi papá.
Ese 22 de junio tuve la peregrina idea de ponerme a lavar el susodicho automotor, porque las primeras lluvias de la temporada lo habían “charpeado” de lodo y me parecía impresentable que un músico ejecutante llegara a un concierto con el auto en esas condiciones. Al limpiar el interior del automóvil me percaté que una de las mascaritas pequeñas de tastoán que hacían las veces de adorno y que colgaban del espejo retrovisor, se había quedado sin un bigote de cola de res, por lo que al terminar mi faena de lavacoches me trasladé a la mesa del comedor, disponiéndome a arreglar la máscara y recordando que entre mis curiosidades contaba con tres o cuatro colillas de vaca, por lo que elegí la más blanca posible y me dispuse a intentar pegarla en el labio superior del peculiar ornamento; sin embargo no quedaba, no se dejaba pegar y supuse que ésta no se encontraba lo suficientemente abierta (al curtir una cola de res, se abre en canal por el lado que no tiene cerdas y se le coloca sal, lo que hace que la piel se seque y con ello se evita que se pudra, lo que también facilita que pueda adherirse a nuestras máscaras). Yo, por las prisas, asumí que necesitaba abrir más tal objeto vacuno, por lo que procedí a tomar un cutter industrial para llevar a cabo mi labor de tentativa de carnicero: ¿cuál no sería mi desdicha que por hacer las cosas a la carrera y sin precaución casi me rebano el dedo pulgar de la mano izquierda con la filosa navaja del punzante artefacto, faltando sólo dos horas para el evento? Se abrió desde el extremo de la uña hasta la mitad del dedo, aquello sangraba horrores, estaba hecho un Cristo; ¡carajo! -me dije a mí mismo- ¡qué suerte la mía!, ¡estar a punto de auto amputarme el dedo con un concierto a la vuelta del reloj! En ese momento maldije al tiempo por lo rápido que transcurría, a la mascarita por permitir que se cayera su bigote albino y al fabricante de cutters que hacía hojas de cortar tan filosas. Eso sí, convenencieramente no me dio tiempo para reprocharme mi falta de cuidado en tan delicada tarea.
Inmediatamente busqué algo para detener el flujo sanguíneo, pero por alguna extraña razón, ese día el botiquín de emergencias mis padres se lo habían llevado a un viaje que hicieron a Colima, dejándonos a nuestra suerte a mi hermano y a mí sin nada más que un “Dios que los bendiga”, lo cual no me servía de mucho para cerrar la herida. Al ver que el tiempo transcurría, opté por hacer la higiene personal y pensé que ya en la ducha se me ocurriría algo, lo cual no aconteció, sólo atiné a lavarme la incisión con un jabón en barra llamado “Casablanca”, mismo que mi padre trajo de uno de esos viajes colimenses y que el señor asegura y jura por sus hijos que es milagroso y cura casi todo, cosa que tampoco ocurrió, pero al menos disminuyó el sangrado, por lo que deduje que alguna facultad curativa o mágica sí tiene ese menjurje de grasas.
Al salir del baño, opté por buscar una venda o gasa, o cualquier cosa que me ayudara a hacer presión para detener el goteo sanguinolento y que no diera mal aspecto, pues ya bastante mala fama y poca voluntad le tiene la comunidad musical a los violistas, para que encima yo apareciera en el escenario con el dedo hecho bolas e inflamado, como de guante de espuma. Finalmente encontré unas gasas que probablemente no se usaron en la curación de alguna caída de bicicleta de mi hermano menor, y la sellé con microporo que mágicamente apareció en un bote con objetos de uso personal que tengo en mi habitación. Hecho esto, procedí a vestirme: formal, había dicho el director, pues el concierto sería en la sala de cámara de PALCCO. ¿Cuál no sería mi desgracia, al percatarme que el extraño bulto que me forraba el dedo me impedía hacerme el nudo de la corbata? Tampoco podía quitarme la gasa para hacer el amarre, pues podría manchar la inmaculada camisa y entonces sí hubiera sido aquella una presentación con escenografía de tragedia shakesperiana. Después de no pocos intentos (y un innecesario consumo de valiosísimo tiempo), logré hacer el más extraño de los amarres para corbatas y me dispuse a tomar las particellas, intentando recordar el programa de memoria para acomodar las piezas en el orden previsto por el director; aún lo tengo en la mente: acompañamientos de viola para piezas de los libros I y II de Suzuki (Estrellita, Remando Suavemente, Minuetos I, II y III, y Coro de Cazadores), Sinfonía Telemann, Obertura de Guillermo Tell, Obertura Mexicana, y por supuesto, los tres movimientos del Concierto en Re Mayor de Vivaldi (alto, largo y allegro).
Una vez que me hube percatado de que había un poco de orden dentro de mi caos, tomé el saco, el atril y la viola y salí hecho polvo por las vialidades periféricas de la ciudad: nunca imaginé que un auto tan antiguo pudiera ir a más de 60 kilómetros por hora, hacer tan poco tiempo desde la avenida Belisario Domínguez hasta la carretera a Tesistán, entre el tráfico de las obras de ese salvaje Periférico Norte, con un músico herido y el nudo de la corbata hecho a la mitad, ¡vaya imagen!
Antes de llegar a la desviación que conduce hacia PALCCO, a la altura de avenida Acueducto, justo cuando creí que no podían ocurrirme más desgracias, me salí equívocamente del Periférico y en vez de girar hacia mi destino, ingresé al retorno que conduce hacia avenida Patria, con rumbo a Plaza Andares, por lo que tuve entonces que llamar a mi compañero de atril para decirle que iba demorado pero que ya estaba cerca del lugar, ¿qué cara de sorpresa habré puesto al intentar llamar y ver que mi teléfono celular se apagó y no prendía? En un descuido del trayecto, lo había dejado sobre el asiento del copiloto y con el lacerante sol de las tres de la tarde, en el recién comenzado verano de esta jungla asfáltica, la batería se había sobrecalentado y parecía que no tenía ninguna intención de volver a encenderse, haciendo entonces todo lo que humanamente estuviera a mi alcance para así llegar lo más pronto posible al teatro y afinar mi instrumento antes de la presentación.
Al llegar al recinto y luego de estacionar “la pichirila”, subí a los salones de la escuela de música, para dejar mi estuche y afinar a Chabela, la viola. Ya estaba allí el profesor y director de la camerata, que al percatarse del lastimoso estado en que me hallaba me preguntó si podía salir así a tocar, a lo que respondí que sí, pues ya se había ensayado mucho para que una cola de res y un cutter sanguinario vinieran a impedir que yo interpretara el barroco del Cura Rojo, a lo que el maestro respondió con una sonrisa y expresando que aquello ya me había ocurrido años atrás, en febrero del 2013, cuando me lesioné el tobillo derecho jugando básquetbol un día antes de una presentación por el aniversario de la ciudad de Guadalajara, y tuve que ir vendado del pie a ejecutar el himno que Pepe Guízar le compuso a la que antaño fuera conocida como “la ciudad de las rosas”. Sólo asentí con la cabeza tratando de olvidar tan bochornoso momento y pensando que un pie no afecta que un músico de cuerdas pueda ejecutar una pieza musical, ¿pero el dedo de la mano? Estaba por verse si esto representaba un verdadero obstáculo.
Finalmente, antes de salir y como si la potestad divina dijera “yo quiero una cosa bien hecha”, Juan, mi compañero de atril y quien la mayoría de las veces hacía de principal de sección, me pidió que tomara su lugar y que lo dejara como segundo al mando, pues había ensayado poco esa semana y no se sentía tan confiado. Le expliqué mi situación y me dijo que más valía que en la foto saliera un dedo vendado que un músico sudado (de nervios). Accedí sintiéndome algo mareado, ya por el estrés, ya por la preocupación del concierto, ya por la pérdida del plasma sanguíneo, o todas juntas, vaya usted a saber, pero le pedí al buen Juan que antes de entrar a escena me ayudara a acomodarme la corbata, pues de por sí era bastante penoso salir con el dedo cortado, como para encima ir con la corbata mal anudada y casi de marinerito, hasta el ombligo, porque no lograba acomodarla.
Ya afinados, con el flujo sanguíneo del dedo controlado y la corbata bien hecha, salimos a la sala de cámara. Allí estaba el profe Miguel, con su guitarra y su banquillo, listo para ejecutar de memoria su concierto, y entre el público, el maestro Gasparini rodeado de los demás profesores de la escuela de música, todos ellos experimentados y atentos a lo que estábamos a punto de interpretar.
Tomamos asiento y el compañero concertino se levanta de su lugar para dar una rápida revisión a la afinación de los instrumentos por sección. Todo en orden. Luego entran los pequeños alumnos a los que habremos de acompañar en su recital de graduación. El dedo, punzante pero listo para interpretar lo que habría de dar armonía a la melodía que tocaban los infantes. Termina una pieza, otra, luego es el turno de Georg Philipp Telemann; todo ha transcurrido en orden. La gasa se ha aflojado un poco y lastima la uña partida por la mitad. La parte trasera del diapasón por donde tomo la viola tampoco ayuda mucho, lo siento más pesado que de costumbre. Ahora viene el turno del Guillermo Tell de Rossini: como el veloz caballo de aquel llanero solitario cuyo programa era musicalizado por la sinfonía en cuestión, tal pieza ambienta mi prisa por llegar al final del fragmento de la obra, pues siento un particular cansancio en el dedo que me hace pensar que la viola va a ir a dar por los suelos. Ya por último, escucho que los niños en automático y sin particella, interpretan “el pajarillo barranqueño”, “las gaviotas” y un extracto de la marcha de Zacatecas que componen el popurrí denominado “Obertura Mexicana.” Me parecen bastante virtuosos, pero el dolor que ahora se ha extendido a la mano entera, y el hecho de que el director de orquesta entre el público no se inmute, hacen que me olvide pronto de mi fascinación. Era como aquella leyenda urbana que, para evocar el genio de Paganini, cuenta que el sin igual violinista terminó un concierto con una sola cuerda porque las otras tres se rindieron a media presentación. Acá era lo mismo, sólo que sin tanta virtuosidad, y en vez de faltar cuerdas, comenzaban a faltar dedos por el entumecimiento.
Llegó el momento de ejecutar el concierto de Vivaldi. Poco recuerdo ya de lo que sucedió, sólo me queda la molestia de que, en el segundo movimiento, las notas redondas que ya de por sí son largas, el profe Miguel las hizo aún más, pues tocó de una manera tan más lenta y dolorosa, que ahora los dos violistas estábamos sudando, uno de nervios y el otro de malestar de pulgar. No en vano el movimiento se llama “largo.” Finalmente, viene a mi mente el momento después de la última nota del concierto: silencio sepulcral en la sala, músicos con violines aún arriba, cellos y contrabajos con el arco mudo sobre las cuerdas, los niños sentaditos en las butacas hasta adelante y mirando estupefactos la habilidad del profesor de guitarra; de pronto, el aplauso de toda la concurrencia; como si nos pusiéramos de acuerdo, los concertistas volteamos todos a ver al mismo tiempo a Gasparini, quien estaba de pie ovacionando la interpretación que acabábamos de hacer de la composición del Cura Rojo. De la emoción, el dedo dio tregua, pero la gasa se había rendido por completo y ahora tenía que esconder la mano para recibir el saludo o las felicitaciones que nos hacían los asistentes del evento. La extremidad poco a poco se fue desentumeciendo.
Mi maestro de música, el director, se aproximó a donde yo estaba y me dijo: “Ismael, vaya inmediatamente a hacerse revisar ese dedo y que le den atención médica”; le dije que sí, pero de la emoción y de lo feliz que estaba, ni me volví a acordar del dedo en todo el día. Al contrario, llegando a casa le propuse a mi hermano que le enviásemos una felicitación musical en video a nuestro padre por su cumpleaños, pero ahora al ritmo del bajo quinto y el acordeón. En una tarde aquello había pasado de ser “Vivaldi grave sanguini” a “norteño presto con fuoco.”