Es quizá a consecuencia del encierro por esta pandemia que el autor escudriña en sus recuerdos cómo fue que comenzó la aventura de construir lo que hoy es su hogar, desde que sólo fue un terreno. Y luego de diez años en uso y diez de obra conviene hacer memoria y ponerse al día.

 

Eduardo Mar de la Paz

 

Mi casa fue construida azarosamente durante diez años, de manera que aquello que hicimos al principio después fue obsoleto y, además, conforme pasaba el tiempo surgían nuevas necesidades. Entramos a una espiral que nos atrapó, donde resultaba más fácil adaptar que demoler y así, con el tiempo, terminamos con algunos espacios sobrados y otros escasos. En esta cuarentena obligatoria es imposible evitar el inventario de cada espacio: como suele ocurrir, el exceso de tiempo en un solo lugar provoca que rápido salten a la vista los defectos.

 

Hace 22 años compramos el terreno luego de una prolongada negociación con don Abdón, su entonces propietario. Francamente no es que haya sido difícil por el trato económico, sino que él —negociante toda su vida— no tenía prisa en vender, y yo —comprador sin dinero— tampoco tenía interés en apresurar la deuda, así que mientras dábamos tiempo mutuamente a las estrategias individuales, se consumieron meses y luego algunos años.

 

Como buen alteño, don Abdón compró todo lo que pudo durante su vida productiva y —principio clave de la cultura regional— gastaba poco en su austera vida, así que fue haciéndose de terrenos y casas por muchos rumbos de la ciudad, cosa que le permitió vivir de sus rentas de viejo y también de las esporádicas ventas, cuando la situación apremiaba, claro; esto último sin decirlo expresamente, porque jamás entraba en desventaja a cualquier “tratada”, como decía él mismo, fingiendo una cara de jugador de póquer.

 

Me contó que alguna vez tuvo aquí un establo, que todo alrededor eran unas barranquitas que fueron rellenándose desde la basílica de Zapopan, hasta el río, donde ahora está la avenida Patria.

 

Cuando contaba la historia de este terreno, yo evocaba la foto tan conocida del antiguo camino a Zapopan, aquella que muestra una carretera empedrada que remata en algún punto cercano al santuario de “La Generala”, es decir, lo que hoy conocemos como avenida de las Américas, tomada desde un lugar que actualmente podría identificarse como la colonia Providencia.

 

Esos relatos también le daban sentido a la frase “colomitos lejanos”, del himno tapatío de Pepe Guízar, aunque años después un amigo que sabe de historia local, me hizo notar que los colomitos de la canción en realidad eran unos nacimientos de agua cercanos a Atemajac, más próximos a la avenida Federalismo, sobre Patria, no los del bosque del mismo nombre.

 

Para llevar a cabo la operación, mi singular vendedor me hizo cumplir trámites oficiales engorrosos que le correspondían a él, pero que inteligentemente puso en su lista de condiciones para cerrar el trato. Había ciertas ventajas para mí, así que acepté y fui recompensado no sólo con esas pequeñas facilidades, también con grandes cantidades de guayabas que don Abdón traía de su rancho en San Gabriel. Recuerdo que algunas veces tuve que ir a recogerlas a otro rancho que tenía en Tlajomulco, donde hoy en día existen cientos de casas, según pude constatar hace poco desde la carretera.

 

Tiempo después comenzamos el proyecto. Un arquitecto primero, luego un ingeniero civil y manos a la obra, hasta que el bolsillo aguante, pero como a veces ocurre, según nos consta hoy en día a todos en el planeta, los planes personales cambian de un día para otro, empezando por los laborales y sus consecuencias. Vino la primera pausa, después un ligero avance, otra vez pausa; posteriormente la falta de dinero provocó el abandono de la obra por mucho tiempo y las dudas sobre seguir o vender se hacían presentes a cada tanto.

 

La familia crecía, los gastos también, hacíamos cuentas y nos preguntábamos si había sido lo correcto apostar todo a esta casa, pues luego de algunos años la crueldad de las matemáticas indicaba que lo invertido ya nos hubiera dado para comprar una casa terminada, en lugar de este largo camino de la obra financiada por nosotros, sin mayor idea que la ingenua convicción del sí se puede.

 

En las cajas de fotos, todavía impresas porque no se usaban las digitales de manera masiva, tenemos algunas con Mariana frente al terreno con el letrero de venta, también embarazada de nuestra primera hija, luego embarazada de la segunda, después con ellas caminando por el terreno, unas posteriores jugando en la obra que fue destino familiar del paseo dominical, hasta que crecieron antes las hijas que la casa.

 

“Si quieres divorciarte empieza por construir una casa, verás en la que te metes”, me habían advertido, a pesar de ello, seguimos: la casa y el matrimonio.

 

Javier, el ingeniero, sin duda había integrado nuestro proyecto a sus tareas de apostolado, porque estamos seguros de que, a la larga, nuestra casa nunca le resultó negocio, pero a pesar de ello no abandonó el barco, con la generosidad y profesionalismo del capitán que sin duda permanece hasta el final.

 

Asumimos que habíamos llegado a un punto de no retorno, primera medida radical: cambio de arquitecto. Fue cuando empezamos a familiarizarnos con más profundidad con términos de ingeniería, planos, materiales y cotizaciones. Elías fue estratégico: “vamos a hacer algo que rescate la mayor parte construida, pero sí habrá que cambiar cosas”, nos dijo con ese tono amable del que sabe dar malas noticias con impecable diplomacia; sin embargo, obviamente lo tradujimos en pérdida económica.

 

Elías hizo un cambio radical de la idea original: como mago, desapareció una idea e hizo aparecer otra completamente nueva, conservando casi todos los elementos construidos. Ni siquiera intentamos explicarnos cómo lo hizo, para no estropear ni un instante la renovada decisión de empezar de nuevo.

 

De todas formas, los aciertos y voluntad de ayuda del ingeniero y del arquitecto, rivalizaban con el bolsillo, así que a pesar de ellos tuvimos que darnos algunas licencias sobre sus planteamientos. La cartera manda.

 

La nueva rutina, ésta que ya empieza a llamarse “nueva normalidad” —según los expertos y analistas de las consecuencias sociales del coronavirus— nos ha hecho nómadas dentro de la casa. Por eso hay más tiempo para mi labor de inspector remiso de obra.

 

La consecuencia es que después de 10 años de uso y 10 años de obra, encuentro contactos de energía donde no necesitamos, falta alguno en sitios de mayor demanda de los usuarios; sobran salidas de telefonía, el internet dejó de ser alámbrico y la señal… ese sí es un problema, llega muy deficiente a la cocina; es algo a lo que nunca le di importancia, de hecho, cuando lo noté me parecía que tampoco nos venía mal porque era una forma indirecta —aunque perversa— de restar horas de teléfono a las hijas, sin imaginar que algún día llegaría a ser un asunto de seguridad nacional dentro de esta república.

 

A la menor provocación de riesgo soy el primero que actúa con medidas preventivas, incluso si es necesario pasar horas de llamada en espera, con la grabadora de la empresa proveedora del servicio, faltaba más. En el año uno de la obra, el internet era alámbrico y lo normal es que hubiese una computadora por casa. Cuando por fin terminamos, la tecnología había cambiado. Podría decir que empezamos en sistema análogo y terminamos en digital.

 

Con el tiempo cambió el uso de algunos espacios, así, por ejemplo: el estudio se transformó en el lugar para ver televisión, altamente apreciado hoy en días de aislamiento social. El jardín por fin tiene usuarios que disputan al perro este territorio, la mascota se vio beneficiada porque aumentaron sus horas promedio de convivencia directa dentro de la casa.

 

Sin duda el centro neurálgico de la nueva normalidad es la cocina, y ésta —hay que admitirlo— quedó pequeña, escasa. Ya lo tenía tan asimilado que fue una gran decepción redescubrirlo en esta cuarentena; ni modo.

 

Sin embargo, eso no le resta mérito a su alto valor. Aquí han ocurrido las conversaciones más divertidas y profundas: debates, carcajadas y maldiciones contra don Covid guión diecinueve.

 

Además, ha surgido por parte de la mayoría familiar (me declaro en minoría), el gusto por la preparación de la comida. Los tutoriales y clases on line han hecho diferencia, solo que la computadora, teléfono o lo que se utilice para recibir la lección gastronómica, debe colocarse en un lugar específico para que no se pierda la señal wi fi.

 

Pese a todo, el conjunto me gusta: lo he disfrutado tanto no solo porque no hay opciones, sino porque al final de cuentas mi casa, como la vida, fue construida improvisando, arriesgando, a prueba y error; quizá abundan los errores y es que, claro, uno no puede andar por ahí queriendo planear todo y menos esperando que salga bien.

 

Las lecciones del Covid también son de aceptación gustosa de lo que tenemos, aunque algunas cosas estén defectuosas, en realidad, es lo de menos.