Para quien esto leyere y resultase ofendido, cabe aclarar el origen del personaje. Don Vergas es un ente abstracto que ronda por Facebook: construye casas en lugares imposibles, se estaciona de formas inverosímiles, se mete en la fila del supermercado y sale a la calle a sus anchas como nadie. En resumidas cuentas, se le apoda “Don Vergas” a todo aquél que dice y hace lo que le viene en gana sin importarle los demás, es el paradigma de “sacar ventaja”.

 

Humberto Orígenes Romero Porras

 

Muchos seres humanos pasan toda su vida esperando que les ocurra algo extraordinario, otros nacemos en México. Además, corren tiempos insólitos: sólo nos vemos los ojos. Ir a un establecimiento de comida en la época del coronavirus se puede convertir en una de las doce tareas de Hércules; poner un restaurante, solo Don Vergas.

Para quien esto leyere y resultase ofendido, cabe aclarar el origen del personaje. Don Vergas es un ente abstracto que ronda por Facebook: construye casas en lugares imposibles, se estaciona de formas inverosímiles, se mete en la fila del supermercado y sale a la calle a sus anchas como nadie. Por si fuera poco, este espíritu tiene la facultad de la posesión demoníaca. En resumidas cuentas, se le apoda “Don Vergas” a todo aquél que dice y hace lo que le viene en gana sin importarle los demás, es el paradigma de “sacar ventaja”.

El día nueve de mayo, cuando yo no tenía alguna idea para escribir en este espacio, caí en Don Vergas en su primer fin de semana funcionando. Ya veía yo desde hace días el proceso de construcción de la marisquería, hazaña del emprendimiento, se atrevieron a inaugurar en plena contingencia. “Cuando sucede una tragedia algunos lloran y otros venden pañuelos”, reza una frase conocida en los misteriosos círculos de emprendedores en redes sociales. ¿Pero poner un restaurante a media pandemia? Solo Don Vergas.

No es la primera vez que consumo alimentos en un local de esta índole. Alguna vez, en el reputado festival de música alternativa Corona Capital, la intriga me llevó a probar los palepitos, un pan con forma de pene, relleno de mermelada o chocolate. Estuvo malísimo, y la experiencia adquirida en Don Vergas¸ parece confirmar que la versión fálica de la gastronomía mexicana sólo sirve para deconstruir la masculinidad: sus cualidades culinarias son intrascendentes.

Esta historia comenzó a las 3:30 de la tarde, mi padre llegó casa y me pidió sugerir un lugar para comer, pero ya he dicho que es complicado ir a un restaurante en los tiempos que corren: muchos están cerrados. Subimos a la camioneta y a las pocas cuadras nos detenemos en el ya referido establecimiento. Primer fin de semana abierto y con gran concurrencia.

Don Vergas me provocó extrañeza desde la entrada. Nos recibieron dos mujeres que portaban unas futuristas caretas transparentes con un logotipo en azul cielo con las iniciales D. V. Ya adentro, pudimos observar una variante aún más singular del protector que sólo cubría la boca. Mi padre pisó la caja mágica en la que se desinfectan los zapatos. Después, una mujer joven que usaba un corto y ceñido vestido color negro nos checó a ambos la temperatura con una de esas novedosas pistolas que miden el calor a distancia. Medidas estrictas para un restaurante que no tiene ventanas.

Mi padre, un hombre de 52 años nada afecto a la tecnología, solicitó el menú desde la recepción para valorar la opción que se nos presentaba. “No lo tenemos en físico, pero aquí puede usted escanearlo con su celular”, le dijeron, señalando una pancarta con un código QR. Después de intentar tres veces, logró decodificar con su móvil el menú hecho por Don Vergas. Me sentí incómodo y de todas maneras entramos.

Ante la incomodidad de que dos personas, sentadas frente a frente, revisen un menú en un mismo celular, solicitamos que nos recomendasen una entrada; por no revisar la carta de alimentos, nos recomendaron el callo de hacha más caro que yo recuerde, y para beber pedimos dos naranjadas. El molusco llegó montado sobre una concha y una cama de sal: abundancia de cloruro de sodio y escasez de atrina maura; los preparados de naranja tenían sabor a agua y poca fruta.

En tiempos de coronavirus, me extrañó el estruendo de la mal llamada “música regional mexicana”, que sonaba en Don Vergas. Cruzando la calle, a un costado de D. V., se encuentra D. Q. Una curiosa guerra de iniciales. Sonó “La Chona”, y una niña de tez morena, acompañada de su madre y su hermanita, comenzó a bailar quebradito con el enorme bote de basura que simula los azules vasos de la heladería. Hay niñas mexicanas que, por más pobres que sean, son tan princesas que convierten a los contenedores en príncipes.

Por otro lado, una de las mujeres de la recepción cantó con entusiasmo la misógina letra de una canción que dice: “maldita puta, antes de mí tú no eras nada”. Mi padre, adusto y enemigo del alcoholismo, no tuvo más remedio que pedir una cerveza ante la baja calidad de la naranjada. Morí de risa al escuchar la frase “caminando y miando” mientras observaba el color dorado de su bebida, tan similar a la orina.

Mis tres tacos gobernador fueron relativamente buenos, la sopa de mariscos de mi padre también. Los ostiones a la salamandra tardaron bastante en llegar, poco en irse y nada en la memoria de mis papilas gustativas. Ya dijimos que Don Vergas no se caracteriza por empático, sino por vivir a sus anchas.

El mexicano tiene la capacidad para abrir restaurantes y festejar en épocas difíciles; a propósito de esto, Juan Villoro retomó en El País (31/12/16) un texto de Jorge Portilla: La fenomenología del relajo. “De acuerdo con Portilla, [dice Villoro] el mexicano sublima sus quebrantos a través del jolgorio donde se celebra a sí mismo”. Cuando una pandemia azota, cabe recordar que “nada es más contagioso ni más arriesgado que el desmadre”.

En tiempos de COVID-19, Don Vergas sobrevive, baila y pone un restaurante.