Hay lugares en los que la gente piensa que el coronavirus no existe. Y lo refuerza la idea de que lo que nadie ha visto es como si no existiera. Así pasa en esta pequeña comunidad al borde del lago de Chapala, a la que la autora nos lleva en esta caminata pausada y sin prisa, así, como parece transcurrir la cuarentena.

 

 

María del Refugio Reynozo Medina

 

Cuando era niña soñaba con cosas imposibles, como que temblara el mundo y se suspendieran las clases, se cayera el edificio y nos avisaran que no había escuela. En fin, que hubiera una orden desde muy arriba de no habría clases. Pero no, ahí estaba todos los días mi maestra Amparo, con sus zapatillas brillantes y su maquillaje perfecto, firme como un roble.

Hoy ese descabellado sueño está aquí: no hay escuela, no hay clases y hace ya más de cuarenta días que escuchamos la orden de recluirnos en nuestros hogares, algo que al principio sonó increíble. La sola idea de poder despertar sin prisas, tener tiempo para fundirme en un abrazo inmenso con mis pequeños, contemplar las plantas que florecen, tomar el café a pequeños sorbos mientras hojeo páginas, fue extraordinaria. Pero no era gratuito, había un velo gris en el ambiente: un virus causaba devastación en el mundo, cobraba la vida de miles en Italia y venía hacia acá.

Comencé a estar pendiente de los avances de la epidemia, atenta a las voces oficiales; dejamos la ciudad para acudir a San Cristóbal Zapotitlán, nuestro pequeño poblado natal. Fue como correr al auxilio de una madre en medio de una calamidad.

El Subsecretario de salud, Hugo López-Gatell, ha declarado que estamos en la fase tres y que la primera y segunda semana de mayo estaremos en el momento máximo de la epidemia. El 20 de abril el gobernador de Jalisco Enrique Alfaro anunció medidas drásticas para quien no atienda la consigna de quedarse en casa: multa, cárcel y sometimiento a través de la fuerza pública a quien desacate las normas.

Las medidas se recrudecen y aunque en un solo día -el lunes 20 de abril- se registraron siete asesinatos en la zona metropolitana de Guadalajara, el punto ahora es el virus. Me supongo que será más fácil para la autoridad perseguir a un virus que se multiplica, que a miles de delincuentes que andan sueltos por ahí.

El presidente municipal de Jocotepec recorre las calles en un vehículo oficial y vocea con un altavoz las medidas de higiene y recomendaciones para protegernos del coronavirus. Las patrullas del municipio se han concentrado en vigilar el uso del cubre bocas al ingreso de los pocos locales que continúan abiertos en el municipio y a restringir la presencia de las personas en las plazas públicas y malecones de la laguna.

Aquí en San Cristóbal se siguen procurando las reuniones familiares, la gente acude a la calle sin cubre bocas, se visitan, se congregan en las esquinas y aunque hay ley seca, no falta quien se las ingenia para conseguir un buen trago. En este lugar mucha gente mira con desdén las recomendaciones, los vagos siguen por las noches haciendo escándalo, se escucha música a altas horas y bullicio de convivencia. Alguien tomó el video del Presidente Municipal y en lugar de las recomendaciones sanitarias, le encimaron al audio aquello de: “lleve cebolla, lleve aguacate, le traemos aguacate. Manzana, manzana delicia, le traemos uva, lleve pera, para la botana, arrímese a la pera, dos kilos por quince pesos, plátano, dos kilos de plátano por quince pesos”.

Así pasan los días y mientras no se reporte un caso en la población, el coronavirus sigue ahí en el inconsciente colectivo como la mala noticia de un lugar muy lejano.

 

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Me ajusto a las medidas y salgo a la calle a lo cotidiano: a conseguir los víveres que se ofrecen al día, las frutas, los básicos de abarrotes en la tiendita de la esquina, o a la puerta de la calle a comprar los artículos de limpieza a domicilio.

El pánico por el virus está ausente en el ambiente, desde acá no se logra dimensionar la magnitud de la pandemia, miro a los niños congregarse en las calles, jugar, correr. La vendedora de elotes se instala en la esquina y algunos compradores comen ahí, en la banqueta, conversando pegados uno del otro, mirando pasar la tarde. Cuando salgo a la calle guardo una distancia prudente y trato de seguir las instrucciones sanitarias.

Por la tarde salimos a caminar, separados uno del otro por más de un metro, mi sobrino Luis y yo. Comenzamos a avanzar por la calle Vicente Guerrero, la calle del “quinto infierno’’ dicen algunos (desconozco por qué), que es una calle parecida a todas: polvorienta, con niveles irregulares, empedrada y con pocas banquetas. Afuera de una casa, un pegote de cemento a lo largo de toda la fachada luce con aspiraciones de las casas citadinas sentadas en pavimento. En la esquina hay una tienda, unos muchachos afuera sentados muy cerca unos de otros, bebiendo algo de sus vasos. Doblamos en la calle de la tortillería, estrecha también y desigual.  Luego tomamos la Zaragoza, la calle de acceso principal al pueblo, donde se instalan los negocios de comida, también donde paran los taxis que pueden trasladarte a Jocotepec; ahí la calle tiene pavimento y unos adornos con cemento de colores que la anterior administración municipal los cobró a precio de oro.

A esa hora, después de las seis de la tarde en un día laboral, se comienzan a ver algunos jornaleros que regresan del trabajo; caminan con desgano, con las ropas empolvadas y el semblante cansado. Una mujer viene con un envase de bebida cual premio alcanzado tras la dura jornada bajo el sol.

Avanza el pequeño camión amarillo que trae a los trabajadores de los campos agrícolas y tras el grito de bajan, se detiene el camión y desciende un trabajador. El autobús sigue avanzando, los ocupantes no llevan cubre bocas y dentro no se observa la sana distancia, van unos veinte empleados de regreso a sus hogares. Parece que el coronavirus está muy lejos de acá; alguien dice: aquí solo está la corona… la corona que nos venden -bajita la mano- en días de ley seca.

Llegamos al crucero y atravesamos la carretera, el puesto de los tacos ya está listo, contagiando con su aroma de fritanga el ambiente, mientras se detiene un autobús de la línea Mazamitla y bajan dos viajeros. Después de unos veinte metros llegamos al camino que conduce a la ranchería de El sauz, que según el letrero en la carretera está a 4 kilómetros.

Me pregunto quién trabajó en este camino. Las piedras están perfectamente acomodadas, una al lado de la otra embonando como un perfecto rompecabezas, cada una de ellas ha tomado un tono gris brillante casi negro, a fuerza del paso de las llantas, de los vastos vehículos que transitan de repente. Lo primero a nuestro paso es la granja de pollos a mano derecha: una gran edificación blanca con unos tres módulos. A esta hora se percibe un aroma desagradable, como a químico, se escucha el uniforme cacareo de las gallinas y de vez en cuando un sonido grave, como de sirena.

Al lado está una huerta de mangos con muchos años de existencia, al menos treinta y cinco en mi memoria. Se ve sola, hay un cancel que deja ver las filas de árboles que en estos días ya lucen llenas de los pequeños frutos; al fondo hay una casa que se ve vacía y un letrero que dice “se vende”. Recuerdo en mi adolescencia que la gente del pueblo venia acá, en la temporada de mangos; era como entrar a un paraíso, porque mientras se concertaba el trato de compraventa, ya se podía estar dando una mordida a uno de ellos; los contaban o los pesaban, era indistinto.

Seguimos caminando, los pasos se van haciendo cada vez más pesados, el camino va en ascenso, escucho el sonido de mi corazón más agitado cada vez. Tomo aire y me giro media vuelta para ver la torre del templo que va quedando atrás en medio del reflejo de la laguna, que a esta hora aparece azul y apacible. Hay una segunda granja con las mismas condiciones y el inconfundible aroma a químico.

Son huevos podridos, dice mi acompañante. Adelante hay un olor a muerto: es un becerro que alguien arrojó a la vera del camino. Creo que es el mismo que resguardamos hace días, el que se salió del lienzo y casi en brazos y con empujones lo hicimos volver con su madre al corral. Antes, le acaricié la cabeza, la frente y toqué su húmeda nariz.

Este camino es solitario, nos encontramos unos diez caminantes, cada quien concentrado en sus pasos, en los kilómetros recorridos. De pronto el ruido entre la yerba seca me hace girar la cabeza: una pequeña lagartija con su panza azul intenso se desliza por el cerco, otro animal que no alcancé a ver por la rapidez de sus movimientos, hace sonar las hojas secas de los arbustos. Me retiro un poco de la orilla y sigo mi paso.

Fuera de los olores de las granjas de gallinas, se respira aquí un aire limpio, que entra por la nariz y llena todo el cuerpo, los únicos sonidos son los de los motores de los autos que esporádicamente pasan, y el canto de los pájaros.  Acá seguro no llega el COVID.

La vegetación luce empolvada y seca hasta crujir. Los nopales llenos de espinas con las hojas exprimidas hasta las arrugas. Solo algunos pitayos se mantienen con los tallos robustos, levantando las ramas con sus dedos espinosos en consigna de amor y paz.

A la mitad del camino hay una pequeña curva y luego un puente que es la señal del lugar conocido por todos como “Las tinajas”, se trata de un conjunto de receptores naturales de agua, de rocas lisas que forman albercas una tras otra, como cascadas al ritmo del desnivel natural que empuja a recorrer cada una de ellas a modo de escalera. Están rodeadas por paredones lisos y resbalosos. En temporal de lluvias se llenan y el agua corre haciendo caer cascadas de líquido un poco turbio y helado. Todo un centro de esparcimiento natural para lanzarse un clavado. Por ahora nadie las visita, están secas. Justo delante de las tinajas está la cruz de mi entrañable Juan, el Camuca. Dice la cruz: “Juan Manuel Cuevas Franco del 24 de dic. Al 14 de septiembre de 2008”. Es de mármol blanco, en un pequeño nicho con dos macetas a los lados que lucen un par de flores de tela descoloridas, a un lado hay una corona de Cristo, esa planta llena de espinas que resiste las secas y en medio de la aridez luce sus flores de un rojo encendido. Está ahí para la memoria, para el recuerdo de una trágica madrugada lluviosa en la que le arrebataron la vida. Dolorosa historia que cabe en otra página.

A 15 minutos está nuestra meta: el ingreso a la comunidad de El sauz. Una imagen de San Isidro Labrador incrustada en una roca da la bienvenida al lugar, al que tampoco parece haber llegado el coronavirus.