En tiempos de confinamiento, una de las actividades más atractivas ha resultado subir a la azotea de sus casas y reinventarla, sacarle provecho. Y entonces aquel lugar, olvidado o poco valorado hoy se ha convertido en huerto, lugar de descanso, de recreación y mil cosas más, como le sucedió al autor de esta crónica, que hasta gallina adoptó.
Juan Valdovinos
Eureka
Eureka cacarea a las diez de la mañana. No es una gallina muy madrugadora, como lo podrían ser sus parejas los gallos. Se llama así, pero Alejandra le dice Turuleca.
—Se llama Eureka cuando pone, cuando no pone se llama Turuleca —bromea sobre la condición clueca del ave.
Ya nos hemos comido unos diez de sus huevos desde su llegada; los pone pequeños, con una gran yema y apenas un poco de clara. Eureka es de talla chica, tiene las patas oscuras y un copete.
Aunque algunos días no pone, en una ocasión recogimos un par en la mañana. Vive en la azotea desde finales de abril. Su gallinero es de un metro por un metro y lo construimos con ayuda de tres tarimas, un metro de malla metálica, algunas pijas para madera y lazo. Está ubicado a un costado de la alberca, junto a las plantas aromáticas —albahaca, hierbabuena, lavanda, menta, etc.—, las dalias enanas, girasoles y otras flores, frente a los retoños de maíz azul y la enorme maceta en forma de pez de cuya boca apuntando al cielo crece un maguey, debajo de las delgadas plantas de marihuana y los brotes de pepino, sandía, chile habanero, betabel, apio, jícama, cilantro y chícharo.
Pero el mes pasado no había nada de esto en la azotea: ni ave, ni huerto, ni alberca.
Nivel de hippismo
A mi esposa le gusta bromear sobre nuestra metamorfosis en este encierro.
—Parece que vivo en una comuna hippie —me dice Alejandra, pero luego recapacita—, mejor dicho, parece que vivo como una hippie.
El nivel uno, agrega, es usar la misma ropa por varios días seguidos. El nivel dos, utilizar los restos orgánicos para hacer composta. De acuerdo con nuestros cálculos, los conciertos acústicos en la azotea, sembrar nuestros propios alimentos y conseguir la gallina, nos sitúan en un incipiente nivel cinco o seis. Pero no somos los únicos, lo descubrí a inicios de la semana, en una inopinada y breve conversación en la tienda de la esquina.
—Ayer ya no alcancé a venir por el pan de plátano porque estuve cuidando las plantitas, estamos haciendo un huerto en la azotea —le dije a la señora de la tienda un tanto orgulloso porque ese día ya comenzaban los brotes. Un joven cliente en bicicleta me contestó.
—Yo acabo de comprar estos sensores de humedad —mostró unos pequeños chips pegados a cables y algunos tubos—, los colocas en la tierra, los programas junto con la manguera y, cuando detectan que les falta agua a las plantas, riega por ti. Es un riego automático de Arduino que voy a ponerle a mis plantas.
Aunque no utilizaremos ese método (regar plantas uno mismo es terapéutico y satisfactorio), la esperanza en sus ojos —quizá también en el resto de su rostro, no lo sé debido al cubrebocas— fue contagiosa. Este encierro ha llevado a diferentes individuos como nosotros a comenzar pequeños huertos en los espacios subutilizados de la casa. La supervivencia de estos espacios verdes, me temo, dependerá del cercano temporal de lluvias, así como de la constancia luego de nuestra liberación. Digo liberación, pero no estoy seguro de cuánta libertad tendremos al regresar a nuestros distintos cautiverios fuera de casa.
Zeus nos observa
Para el cumpleaños de Alejandra, el pasado dos de abril, ordenamos a través de Amazon una alberca inflable. Llegó después del festejo, pero la disfrutamos de cualquier manera. Fue el inicio de la transformación de la azotea. La alberca es redonda, azul, de dos metros con cuarenta centímetros. Nos acomodamos bien ambos. Según el fabricante, tiene capacidad para unos dos mil litros de agua. Llegó al mediodía, y antes de llenarla, limpiamos y acomodamos diferentes cosas bajo un sol abrasador. Al siguiente día, yo lucía un doloroso bronceado producto de las labores de limpieza.
—Creo que soy el único que se quema antes de usar la alberca —le dije a Alejandra por la noche, mientras colocaba paliativos en mi rojísima espalda.
—Pero tenías que barrer sin camisa, verdad.
Tardamos varias horas en llenar el ansiado regalo, y casi en cuanto nos cubrió los tobillos nos metimos al agua. Al poco tiempo nos estorbaron los trajes de baño y terminaron secándose en el suelo para dar inicio a una undívaga sesión de artes amatorias. En un momento de intrepidez, intentamos utilizar el borde de la alberca como soporte. Culminamos entre risas porque el agua terminó desbordándose y nosotros con ella. Estas sesiones continuaron los siguientes días con mejores resultados, pero fueron pausadas porque Zeus apareció sobre nuestra azotea, con varios policías en su interior y con una tronante y gangosa voz de la cual apenas se alcanza a escuchar, debido al ruido de sus hélices: atención, atención, quédate en casa, evita sanciones, contagios y muertes.
La venganza de Eureka
¿Y por qué la gallinita dijo Eureka? Le pregunta Ernesto Acher con voz de niño a Daniel Rabinovich, quien cansado de contestar termina reconociendo la incapacidad de las gallinas para hablar, provocando el llanto del falso niño en el sketch “La gallina dijo eureka”, presentado por Marcos Mundstock, de los ingeniosos humoristas argentinos Les Luthiers. Mundstock falleció una semana antes de la llegada de nuestra gallina a la casa, por lo tanto, sugerí a Alejandra llamar así a nuestra emplumada productora de huevo orgánico.
Eureka se come todo resto de comida, pero las semillas del jitomate y del pepino son sus favoritas. Le hemos colocado también alimento para ponedora, aunque dudamos de su efectividad porque ella pone cuando quiere. Alejandra comentó pocos días antes su inquietud de tener una gallina en casa, y como la mayoría de sus deseos y objetivos, se volvió realidad lo antes posible. Una tía suya la escuchó decirlo en una breve reunión familiar en casa de sus padres, y algunos minutos después apareció con el animal entre las manos. Al llegar a casa, mi padre y yo construimos su gallinero. Fue casi a la par del inicio de nuestro huerto en la azotea.
Mi padre regresó de Amealco, donde vivía —lo repatriamos, dice Alejandra—, y acostumbrado a los huertos, nos ha ayudado a darle una mejor vista a las plantas de la azotea y de la casa, así como a sembrar todo lo demás, entre eso, los retoños de flores desayunados por Eureka una mañana después de burlar la puerta de su gallinero. Quizá fue en un acto vengativo luego de comernos sus aovados productos.
Por sus frutos los reconoceréis
Aunque todavía no gozamos de los frutos de este huerto, como dice la canción “El huerto” de Jaime López y Roberto González, sí hay otras satisfacciones personales a raíz de ello.
Con la llegada de Juanjo, mi padre, comenzamos la siembra de diferentes plantas. Él sabe muchas cosas y, aunque no se lo he dicho —pero lo sabe—, lo admiro mucho. Sabe de energía eléctrica, agronomía, música, libros, historia, comida y muchas otras cosas. Yo soy el único retoño entre él y Guicho, como le decimos de cariño a mi madre. El pasado 22 de abril, Juanjo regresó de un exilio cuyos detalles aun no comprendo del todo. Alejandra y yo nos lo trajimos de regreso a Guadalajara después de visitarlo en Amealco, de ahí su “repatriación”.
Al llegar a nuestra casa, plantamos diferentes semillas en distintos lugares de la azotea: maceteros fijos, macetas de plástico y de barro, cartones de huevo. Esperamos, y apenas al segundo día ya había tiernos retoños saliendo de la tierra preparada. Nos sorprendió la rapidez del crecimiento de los girasoles, de los chiles habaneros, del maíz azul, del pepino, pero también nos extrañó la similitud entre todas estas plantas: una semilla de enredadera había invadido toda la tierra donde sembramos porque cerca había algunas de sus ramas secas, y como es bien sabido: hierba mala nunca muere. Al inicio fue complicado diferenciarlas para arrancarlas y dejar espacio a los frutos consumibles, incluso perdimos un par de plantas de sandía y de betabel, pero con los días los retoños ya muestran sus formas típicas: el tallo rojo del betabel, las arrugadas hojas de la marihuana o las largas hojas del maíz.
En una ocasión, con la visita de Raúl Méndez —gran amigo fotógrafo y avezado en las percusiones—, dimos una serenata a los retoños. Armados con una guitarra, un par de congas y de bongos, un chequere, un bajo y las últimas cervezas de la cuarentena, cantamos y tocamos sones cubanos, trova, rock y blues hasta la medianoche.
Es un pez y de su boca sale un maguey
Algo olvidada, detrás de la puerta del pasillo estaba una maceta enorme en forma de pez con la boca muy abierta apuntando al cielo, como si del agua saltara en forma de u. Con tierra podría pesar unos sesenta kilos. Estaba en la casa incluso antes de nuestra llegada, y quizá se quede ahí cuando nos vayamos. Dentro tenía sólo tierra hasta la mitad y algo de basura. La vacié para llevarla a la azotea, y aun así su peso no bajaba de 20 kilos, según estimé. Es de diferentes tonos de naranja. El pez muestra una breve aleta a cada lado, está recostado en el suelo, muestra su imbricada panza cuyo extremo es la cola. Una vez en la azotea, lo llenamos de tierra para sembrar un maguey. De tener alas, la maceta parecería un dragón lanzando verdes llamas.
De ser un estorboso objeto sin mayor sentido, este pez de barro se convirtió en una de las macetas más atractivas de la casa, así como sucedió con la azotea en su metamorfosis.