Maria del Refugio Reynozo Medina

 

Día 1. Sábado

-La cosa se va a poner fea, le dijo su papá a Sebastián luego de beberse todas las declaraciones oficiales y mirar las incontables notas por la ventana del celular.

–¿El coronavirus en donde derecho viene mamá?

Mi hijo Sebastián solo sabe que el coronavirus comenzó en China y a sus siete años piensa que viene en camino, en una especie de peregrinar, por eso nos vamos a “San Cris”.

San Cristóbal, un pueblo con unos 2700 habitantes, tan cerca de la carretera como alejado de la civilización, porque no tenemos un cine, una biblioteca activa, una unidad deportiva y no hay un centro de salud. En su lugar hay una casita de salud humedecida de las paredes, con techos descarapelados a la que a veces le colocan “parches” para que siga en pie y una obra a medio construir rodeada de maleza que dejaron abandonada y que dicen algunos pobladores iba a ser el centro de salud, pero “la dejaron a medias porque se robaron el dinero”. Al paso de dos administraciones de gobierno municipal, sigue ahí detenida, lo único que cambia es la yerba que crece, se seca y vuelve a surgir con la lluvia de los temporales.

Salimos de madrugada, después de poco más de una hora de viaje llegamos. Nos recibe un rótulo verde con letras blancas: San Cristóbal Zapotitlán. La luminosidad de los anuncios de PEMEX de la recién estrenada gasolinera aparece entre la oscura carretera como espejismo de progreso. Una canoa iluminada por luces blancas rodeada de flores con un mensaje que dice: pueblo de artesanos pescadores y músicos y un juego de letras de lámina perfectamente decoradas con el nombre de San Cristóbal, forman parte de un excelso maquillaje que da la ilusión de un pueblo mágico, cuando allá adentro ni siquiera se cuenta con servicios básicos de esparcimiento y salud.

En la parada del autobús hay unas cinco personas esperando para ir a Guadalajara, por el camino más personas avanzan en busca de transporte y en el “atorón” -nombre popular del punto de encuentro entre las dos calles que conducen a la salida del pueblo- esperan al camión los jornaleros que trabajan en los campos de frambuesas, cultivo que de unos diez años para acá ha proliferado con éxito en estos lugares.

Los pequeños negocios de comida ya están abiertos. La fonda de Chuya está lista, con sus mesas acomodadas para recibir a las personas que entran y salen de prisa. En otro local, una vaporera humeante con tamales y una olla de atole. En el negocio de en frente la plancha llena de tacos y mitades de bolillos. La tortillería ya está funcionando, más adelante, el puesto de los pollos prepara el asador con una llamarada que casi alcanza los cables de la luz. El horno de la panadería Balmori ya despide el humo y en unas dos horas comenzará a percibirse el inconfundible olor a pan, que ha estado en este lugar desde hace al menos 90 años.

Aquí nada de esto se detiene, todos los esfuerzos y movimientos en torno a la comida son pocos cuando se trata de satisfacer el hambre, y esta es el motivo para ponerse en pie, con razón se escucha a las mujeres que se encuentran en la calle o en la pequeña frutería mientras elijen la mejor pieza –esa comedera que no nos deja verdad. Aquí es como una casa grande, todos nos conocemos, los nombres, los apodos y con suerte hasta la historia de vida de algunos.

Al llegar a casa, “el negro” corre apresuradamente; este perro llegó por casualidad con mi sobrina en una caminata hacia el arroyo de las afueras del pueblo, una tarde en la que ya no quiso desprenderse de ella y es tan fiel que pueden pasar semanas sin vernos y cuando llegamos nos encuentra como si fuera ayer que nos vimos, sin reproches, apresurando el paso y lamiéndonos las manos con su respiración acelerada. Se duerme afuera de la cocina, en el jardín, con una seguridad que compraría cualquiera.

Los niños corren a casa de su abuela, yo a mi casa de la infancia, aunque ya no están los abuelos, pero converso con mi tía y mi madre para confirmar que es cierto, nada aquí se detiene.

Por la tarde paseo un poco en la hamaca, contemplo las flores que hoy ha dado el jardín y luego subo a la habitación. A punto de ponerse el sol, se refleja la ventana en la pared blanca y las hojas del enorme árbol de sauce se pintan en el muro, como bailarinas temblorosas, moviéndose al compás de los ventarrones de marzo con los últimos rayos dorados del sol.

 

Día 2. Domingo

Amanecer aquí es abrir los ojos y encontrarte con las ramas del enorme sauce que nos custodia y el concierto a seis voces de todas las aves que viven en el árbol y en la palmera de al lado, además del canto de los gallos, unos cerca, otros lejanos. Cuando salgo de la habitación temprano dejo a mis hijos alguna nota, a ellos les gusta leerlas. Hoy escribí: Niños estoy al lado, con su tía Mirza, comiendo cocos; se cambian.

Admiro el jardín, es un encanto  por las mañanas ver el progreso de cada planta, apareció sola una extraña especie con tallo y hojas espinosas de un verde cenizo, tiene en la punta un racimo de botones, a uno de ellos le asoman ya sus pétalos, son como hilos color lila que forman una escobetilla. Tan frágiles como duras las espinas que los rodean.

Afuera la gente sigue su día de la manera más cotidiana posible. La escuela del pueblo ha cerrado sus puertas desde el martes, pero el principal centro de diversiones, “las maquinitas”, tanto hoy como los días hábiles está a reventar. El pequeño local cuenta con cinco aparatos funcionando, cada uno tiene asignada una silla destartalada, algunas sin respaldo en las que el dueño del juego que ya ha depositado un peso es el que decide la función, mientras por cada uno de ellos hay unos cinco mirones emocionados, amenizando la ocasión con gritos de apoyo: ¡túmbalo, túmbalo!, o acompañando al protagonista una vez que el tiempo haya devorado el peso depositado: ¡ya te mató!

A medio día la necesidad de un medicamento nos obliga a salir a Jocotepec, a unos 20 minutos de aquí está la única farmacia Guadalajara. Hay una fila afuera y un cartel en la puerta de cristal que anuncia: “Estimada clientela, por su seguridad y salud, solo se permite la entrada a dos clientes por turno. Y aunque hay unos cinco adentro, afuera ya nos hemos congregado unos 15 sin tomar en cuenta la “sana” distancia. Aparece una empleada que pregunta si alguien viene a recoger envíos. Un señor le responde levantando la mano. Ella saca un cuaderno y comienza un interrogatorio:

–¿De cuánto es su envió?

–De cuatro quinientos, le responde con voz muy baja.

–Sería hasta mañana, ¿a qué hora vendría?

Mientras, la fila avanza y luego de la ceremoniosa aplicación de gel antibacterial en las manos, ingreso.

Enfrente de la Farmacia está el único Aurrera por estos territorios, ahí van y vienen todos como siempre, a la entrada hay unos envases de gel antibacterial para que cada uno se despache. El estante del papel higiénico está vacío y en las cajas esperan decenas de carritos hasta el tope con todo tipo de mercancía: abarrotes básicos, jugos, bebidas rehidratantes, albercas inflables y carnes congeladas.

Llegamos por un helado para los niños al Nevado de Toluca, el local está solo y mientras ordenamos, se asoma un oficial de tránsito buscando al dueño del auto que se ha estacionado en área de carga y descarga.

–Ya nos movemos, le digo.

–Compre a gusto, me responde.

Por la tarde mis niños se ponen a jugar en el jardín con una amiguita de la cuadra, afuera se escucha música de alguna bocina, voces y risas de la familia vecina que corea como si nada una buena canción.

 

Día 3. Lunes

“Se avisa que en la carnicería El chino les ofrecerán birria y tacos de barbacoa”, se escucha en el altavoz mientras afuera de la carnicería está la vaporera sobre la flama para ofrecer la birria desde las 11 de la mañana. El tema de la comida sigue prevaleciendo por sobre todas las cosas, anuncian también el pollo fresco en la plaza y el tianguis de los lunes se instala como cada semana.

Los puestos de ropa, de plantas del vivero, el de los churros y tostadas fritas también están presentes. La señora que da en pagos las baterías de cocina y utensilios de plástico vino igual que cada lunes con su indispensable cuadernito, donde anota los abonos y los encargos de sus clientes.

Reviso el progreso de la flor exótica que observé ayer: ya comienzan a aparecer los delgados pétalos en otro de los botones. Pongo un poco de agua en los molcajetes en desuso que tenemos en el jardín para que vengan a tomar agua los pájaros y comienzo con el proceso del desayuno.

Salí a la tiendita de la esquina y a la frutería -una de las dos únicas que hay- para comprar lo del día; aquí no existen las filas, si acaso hay una o dos personas con las que se intercambia cordialidad a través de frases como: ¿Aquí andas?

Mi hermano Lucas llegó hoy de Colima,

Yo creo eso del coronavirus ni será cierto, porque nos dejaron pasar, dijo mi cuñada. Además pensé que no estaría nadie en la caseta, claro que no iban a dejar solo, se trata de cobrar.

Hoy decidí en serio ya establecer el programa para las actividades escolares y juegos de los niños, luego del desayuno; escribimos del día 1 hasta el día 10 las actividades a realizar: cuentacuentos, dictado, problemas matemáticos, jugar a mojarnos, moldear plastilina y hacer pasteles de lodo. Hoy también comencé a realizar un ejercicio de caminata por la tarde a la brecha que conduce a un rancho llamado El Sauz. Minutos antes de las seis, me encamino para encontrarme con mi primo René.

Las calles lucen solitarias porque así son aquí un lunes cualquiera por la tarde, camino por la calle Labastida, qué soledad, no es la organizada por las medidas sanitarias oficiales, esta es una soledad ancestral, por aquí acontece muy poco. Hay una fila de unas tres casas por las que parece no haber pasado el tiempo, las banquetas son un conjunto de piedras lajas unidas las unas con las otras formando un tapete gris a prueba de todo. Los muros son de adobe, así sin más, desnudos, mostrando su apariencia terrosa con trozos de yerba seca que se mezclaron para formar cada bloque hace al menos cien años. Las ventanas son de madera descolorida, el techo de tejas ha perdido el rojo de su color y ahora luce pálido con huellas verdosas de humedad, decoradas con las manchas de los hongos que deja el tiempo.

Al regreso paso por la plaza, son las siete de la noche y se encuentra en total oscuridad, aunque hay personas conversando sentadas en las bancas. Adelante está el puesto de los videos pirata, donde dos solitarios clientes husmean en las filas de discos a la luz de un foco amarillento que cuelga del techo del local improvisado.

Una mujer va gritando: ¡gelatinas!, ¡churros!, mientras baja la velocidad de su carretilla al encuentro con un posible cliente.

Pasadas las siete de la noche las tiendas de abarrotes y la carnicería que anunciaba birria por la mañana siguen abiertas.

 

Día 4. Martes

Las abejas sostienen al mundo, dice la Organización de las Naciones Unidas que conmemora el 20 de mayo como día mundial de la abeja. Y es que esos pequeños seres, al transportar el polen de una flor a otra, posibilitan la producción de alimentos para la humanidad.

Es muy bueno tener al apicultor en casa, hoy es el día: tres trajes blancos para mi esposo, mi sobrino Benjamín y yo. El ahumador, los guantes y la caja con bastidores listos con cera para reemplazar la que hoy arrancaremos.

Hace un buen día, aun no es muy duro el sol, son las once de la mañana, por aquí aún quedan bastantes árboles de zapote y es temporada de frutos, crecen en racimos, cada uno del tamaño de un durazno. Se cortan verdes, muy duros y se maduran fuera del árbol cuando se vuelven amarillos y suaves. Recuerdo cuando era niña que los colocaban dentro de recipientes con algún grano: garbanzos o maíz. El primer nombre de este lugar fue Zapotitlán que significa lugar de zapotes, aunque quedan pocos de esta especie y los niños de hoy ni siquiera saben que son comestibles. Mis abuelos decían que eran somníferos y contaban de un muchacho que comió varios de ellos abajo del árbol y cayó dormido por un buen rato. Seguimos caminando por la vereda, los árboles que están en floreo son los mezquites, los guamúchiles y los aguilotes, de estos últimos quedan muy pocos.

Pasamos una cerca de piedras y llegamos al lugar. Nos colocamos los trajes que cubren desde los tobillos hasta la cabeza y nos hacen parecer astronautas. Mi esposo que encabeza la misión, comienza a encender el ahumador con trozos de papel, partes de troncos secos y unas hojas de eucalipto deshidratadas, estas son para neutralizar a las abejas y que no se pongan inquietas. Avanzamos hacia el cajón con alegría y el pensamiento de que no seremos picados por ninguna, porque dice: estas huelen todo, huelen hasta el miedo.

Ya se percibe el aroma a eucalipto y mientras uno acciona el ahumador sobre la caja, otro levanta la tapa que deja ver cientos de abejas, una pegada a la otra formando un tapete amarillo que brilla con los rayos del sol; sumidas todas en su eterna labor comunitaria y el interminable zumbido. Comienzan a esparcirse con el humo. “Ese prieto robusto es el zángano”, me señalan a una que se ve diferente. La primera vez que escuché esa palabra fue de los labios de la “Seño Vicki”, mi maestra de quinto de primaria, que con gran facilidad nos gritaba: ¡zánganos! En ese tiempo no imaginaba que conocería tan de cerca un verdadero zángano.

Las abejas comienzan a ponerse intranquilas, una de ellas se ha pegado a la malla de mi rostro y me zumba insistente cerca del oído, pero me concentro en la resistencia del traje y la imposibilidad de que traspase por los diminutos agujeros.

Poco a poco se van alejando y con su ausencia dejan ver cada una de las paredes insertas en la caja, ocho bastidores hinchados de miel, una verdadera obra maestra con la exactitud de las matemáticas. Las rejillas hexagonales por donde asoma la miel están acomodadas sin margen de error, son perfectas. La imagen que veo en los frascos del supermercado está aquí en vivo, real.

Poco a poco las abejas se van desprendiendo para dejarnos ver la cosecha. La de hoy es de un amarillo claro porque en esta temporada así es. La de la temporada pasada fue oscura, eso lo define el tipo de flor que se da en cada estación.  No conocía seres tan organizados como estas pequeñas voladoras, el valor de llevarme a la boca una cucharada de miel más allá de los ciento cincuenta pesos que se cobran por un litro, es inmenso, vale lo que valen los ocho o diez meses que transcurren para recibir una cosecha con precio de oro.

 

Día 5. Miércoles

Ya comienza a cansarme la rutina de lavar trastes, preparar desayuno, comida y cena, lavar una carga de tamaño extra grande, tenderla, destenderla y doblarla para después volverla a poner en el cesto de la ropa sucia. Pero sobre todo eso, el encuentro diario con decenas de platos, vasos, cucharas, cazuelas que aparecen burlones como una maldición y llenan de nuevo el fregador. Pienso por un momento en las mujeres de este lugar, las que han ofrecido su vida entera a este ritual y a las que la historia jamás condecorará por los millares de tepalcates fregados, aunque ese sacrificio sin saberlo haya brindado felicidad a muchas generaciones. Esas mujeres que han resistido, acaso gracias a los acontecimientos que matizan el diario deber como la procesión de las fiestas patronales, el viacrucis del viernes santo, la caminata hacia el cerro de la cruz los días tres de mayo, los fines de ciclo escolar o los festivales del diez de mayo en la primaria.

Sí es bondadosa también la vida aquí, si no fuera por la ardua tarea de colocar la compostura para la llegada de la virgen de Zapopan en enero, la preparación de los tamales de piedra en diciembre, la fiesta del Señor del Dulce nombre, la del santo patrono Señor San Cristóbal y las posadas, entonces sí tal vez nuestras mujeres morirían de hastío.

Y como nada de esto ocurre por estos días, antes que el coronavirus, me ha alcanzado una necesidad imperiosa de salir corriendo, volando, para dirigirme hacia la Avenida Chapultepec y entrar en la “Joseluisa”. Caminar por los pasillos y buscar y buscar entre todos los nombres, todos los libros y devorarlos hasta saciar este hastío.

Los pendientes en la agenda han desaparecido, por lo pronto los de hoy son  la lista del mandado: papel higiénico, jabón para las manos, focos, y un buen veneno para las cucarachas que con nuestra ausencia comenzaron a salir.

Y mientras me sumerjo en mis pensamientos, Daniel el vocero de uno de los altavoces, me interrumpe:

-Vamos a pasar un aviso: en el domicilio de la señora Gregoria Flores les están vendiendo tilapias fresquecitas y filete de tilapia. Para las personas que gusten comprar tilapias fresquecitas y filete de tilapia pasen al domicilio de Gregoria flores.

No terminaba de anunciar el hombre cuando una voz femenina lo interrumpe como si se tratara de una batalla frontal, una verdadera lucha por las audiencias:

-En la carnicería de Martin les ofrecen carne de puerco y acaban de salir unos sabrosos chicharrones de carne de puerco.

El hombre sube entonces el volumen de su voz y por instantes no se escucha a ninguno. La mujer insiste y termina su pregón:

También acaba de llegar la fruta y verdura fresquecitas, les ofrecen frutas y verduras, nopales tiernitos a veinte pesos el kilo.

Más tarde, se mezcla con la rutina la voz chillona de un hombre que va en su camioneta anunciando a través de la bocina: Tres kilos del jitomate por 35 pesos, acérquese, llegó el jitomate rojo, llegó el jitomate macizo, para la sopa, para la salsa, ándele.

Sebastián ve llévale estas guásimas a tu tía Tere

Ayer leímos que la guásima que tenemos en el jardín sirve para aliviar muchos males, como antibiótico natural, para disminuir el azúcar en la sangre y como calmante de dolores abdominales.

Mamá, ¿cuánto cuesta una limusina?

–Quinientos mil, respondo.

–Me compraré una si gano el premio de la rifa del avión. Me dice Natalia con enorme seguridad, -Lo primero que haré es comprar la caja de muñecas Lol.

Hoy todo el día se ha escuchado el sonido de la máquina de papá cortando la madera y forjando cajones para las abejas, también a él comienza a cansarle la rutina.

Otro anuncio: –Se avisa que a la una de la tarde en el domicilio de Manuel Castellanos les ofrecerán un sabroso pozole y tostadas con carne para las personas que gusten pueden pasar al domicilio del señor Manuel Castellanos.

Mi madre me envía un mensaje: “María, no salgan, leí que hoy es el día más peligroso”. Ella y mi tía Tere se mantienen con las puertas cerradas noche y día, mientras los gallos con su canto, las voces afuera, el grito de Tarzan grabado en el anuncio del vendedor de agua y la moto que reparte tortillas a domicilio desafían a la muerte y a la vida.