El autor del texto, que debuta en estas páginas, tuvo que realizar un viaje necesario al vecino estado de Aguascalientes y le tocó vivir una anécdota digna de relatarse: por eso lo hace aquí, en donde estamos llevando a cabo el recuento de las historias que se dan en medio de este encierro: los Diarios de la Cuarentena por culpa del Covid-19.

 

Jorge Bátiz Orozco

 

El tipo me cortó el paso, cargaba alrededor de 120 kilos, poco más del cincuenta por ciento en la barriga, bigote ralo, pelilargo, moreno, a punto de adherirse a la doctrina del “prietismo”; me encaró, metió la mano derecha en el bolsillo, sacó el arma, apuntó y disparó al centro de mi frente.

—36.3, me dijo el interfecto, puede pasar.

—Muchas gracias, le contesté muy agradecido.

La bala del coronavirus no había dado en el blanco, estaba libre, así que sintiendo ligeros mis poco más de cien kilos de dichas y desventuras que me conforman como ser humano, me encaminé el autobús que descansaba en el carril 24 y lo abordé, no sin antes recibir un paquete de mantecadas y una botellita de agua de parte de una linda edecán de la línea de camiones Primera Plus.

No me sorprendió ver a muy pocos pasajeros a bordo, 11 en total, distribuidos a lo largo del autobús; estamos en estado de alerta.

Busqué esperanzado que hubieran cambiado su pésima programación de películas, pero no tuve éxito: puro bodrio, como siempre, así que saqué las cartas de verano de 1926 de Pasternak, Tsvetaieva y Rilke, y me puse a leer hasta llegar a la terminal de Aguascalientes.

Me fui atrás en el tiempo: mi madre me amonestaba por irme de viaje, “de qué me sirve encerrarme si ustedes se salen, tú quizá la libres pero yo seguro que no”, me dijo entre triste y molesta.

Le expliqué que mi viaje era muy importante, que junto con mi hija iba a cumplir una misión en la que estaba involucrada la vida misma.

De muy mal talante me hizo una seña de reproche, que yo interpreté con un “que Dios te bendiga y que no regreses infectado”.

Fui recibido en la terminal de la ciudad hidrocálida con una fuerte dotación de gel antibacterial.

Ahí me di cuenta que las bancas estaban marcadas una sí y otra no con letreros que decían: “inhabilitado”, lo que interpreté como otra buena medida preventiva.

Después recibí otro disparo en la frente que tampoco dio en el blanco: 63.5 el calibre.

Me trasladé en Uber a la plaza Altaria y durante el trayecto el conductor me puso al corriente de la situación local.

—Hay mucha paranoia, nadie quiere salir de casa, de seguir así nos vamos a morir de hambre muchos, me dijo.

Hablamos durante los 25 minutos del recorrido sobre el mismo trillado tema, que si no es cierto, que si es un invento del gobierno, que si la gente es ignorante, que si nos vamos a infectar todos, que si la mala información es la causante de todo, que es importante cuidarnos pero sin caer en alarmismos, entre muchas diatribas más.

La plaza lucía solitaria, los restaurantes estaban cerrados, no había dónde desayunar, a excepción del Sanborns, que no es de mis favoritos, y el café Starbucks, que me pareció un oasis.

Contra mi religión desayuné en el Sanborns, sin café por supuesto, —el que hacen ahí es vomitivo—, y después paré en la cafetería gringa en donde me receté un expreso americano tamaño venti, con un toque de leche deslactosada light.

Los pocos cafeinómanos que cubríamos apenas un 20 por ciento del inmueble cafetero, hablábamos del tema en boga, unos en persona, otros por celular, pero eso sí, todos dialogando de lo mismo.

—Si tomas carbonato con limón a 38 grados evitas el coronavirus, le dijo una señora a quien supuse era su hijita, parecían copias al carbón.

Una mujer, sacada de la era cuaternaria, le contaba a una contemporánea que había visto al presidente incitar a la gente a que salga, al fin que no pasa nada.

—Nuestro país es un gran circo gobernado por el peor de los payasos, sentenció la mujer de la cuarta edad recibiendo mi aprobación mediante un movimiento de la cabeza.

Apenas llegó mi hija salimos rumbo a nuestra cita con el primo hermano de Satanás, de donde salimos, digamos, con un trozo de victoria en nuestras manos, aunque con la incertidumbre que deja el veleidoso destino.

Me informó mi primogénita, quien además es doctora, que en Aguascalientes se habían registrado 19 casos de coronavirus y un deceso.

Ya sin nada más que hacer, nos despedimos: mi hija tomó carretera rumbo a Zacatecas para de ahí seguir hasta Mezquitic, en donde reside actualmente, no sin antes dejarme en la central camionera para que yo retornara a mi queridísima tierra.

Me compré un lonche de jamón y entré a la estación.

Me recetaron mi sobredosis de gel antibacterial y cuando me enfilaba a los andenes fui interceptado por un sujeto alto, delgado, con cara de no haber dormido en días, quien estiró el brazo poniéndome el alto.

Extrajo el hombre la consabida pistola de mercurio y me apuntó a la frente.

¡Pum!

—39.4, venga conmigo, me tiene que acompañar, es usted portador del coronavirus, me dijo con tono solemne.

¡No!, grité, o me pareció que lo hice, pero el sonido no había salido de mi infectada garganta.

Pensé en mi madre, en mi hermana, en mi hija y en toda la gente con la que tuve contacto en los últimos días.

Sentí que a mi historia le quedaba muy poco, porque ya estoy tocando a las puertas de la tercera edad, y además soy propietario de un ramillete de enfermedades entre las que se cuenta la hipertensión.

Toda la vida desfilaba por mi mente, las imágenes se iban superponiendo confundidas, yendo de la infancia a la vejez y retornando a la adolescencia.

La oscuridad se hizo y vi yo que era malo; de pronto, escuché que alguien me hablaba insistentemente, abrí los ojos y observé al sujeto que me había disparado con su arma letal, que ahí parado, frente a mí, me decía: “señor, fue una broma, no se preocupe, no tiene temperatura, apúrele que el camión ya sale”.

Me sentí tan feliz que no fui capaz de reprocharle al sujeto su broma tan de mal gusto, corrí por los andenes en busca del camión que decía en su pantalla digital “Guadalajara”, me sumí en el asiento 11 y solté una carcajada liberadora, sentí que volvía a nacer, tenía ganas de abrazar a todos los pasajeros, pero me contuve, no fuera a ser que me contagiaran de verdad.