Para quien quiere adentrar a una visitante extranjera en lo que es Guadalajara, sus costumbres, su comida y sus amenidades (por llamarlas de alguna manera), qué mejor lugar que la avenida Chapultepec. Así lo entendió el autor de esta historia. Chapultepec es siempre un mosaico que cambia, un crisol que muta, dependiendo de qué ojos la miren.

 

Jorge Arturo Tovar

 

A mí me dijeron que existe un país llamado Brasil. Nunca pude saberlo con certeza. Tal vez todo era una mentira orquestada para hacerme creer en cosas que no puedo comprobar. Hasta el sábado pasado supe que Brasil no es mentira, cuando conocí a una chica que aseguraba venir del norte de ese país y hablaba con el acento cantado propio de sus habitantes.

Su nombre es Gisele. Vino a Guadalajara en un intercambio académico de su universidad, con la UDG. Conseguí su contacto a través de una amiga, que le iba a rentar un cuarto. Me pidió que la acompañara durante su llegada y fuera hospitalario.

Eso hice.

Intercambiamos mensajes y le di consejos sobre transporte y demás. El sábado me dijo que quería conocer la ciudad. Que solo había ido al centro y que no quería estar encerrada en su cuarto todo el fin de semana.

Fuimos al lugar común de los sábados por la noche: Chapultepec. Que es igual sábado a sábado, con algunas variantes: como la película proyectada por Centauros Videos en el camellón o el inventario de libros en los bazares.

Para ella fue una revelación. Muchas cosas propias de México hay ahí para el que puede verlo con ojos extranjeros. Una de las primeras cosas que hicimos fue comprar pan dulce en una pequeña panadería, a media cuadra de Libertad. Resulta que en Brasil no se come tanto pan dulce. La concha de vainilla fue para ella todo un descubrimiento gastronómico.

Caminamos comiendo pan dulce y nos detuvimos a ver shows de clown que la sorprendieron, con payasos dispuestos a subir a las limosinas de las quinceañeras presumidas que bailaban asomadas por el quemacocos. Pasaron como 6 ó 7 limosinas. Todas con pubertos que gritaban y saludaban desesperados por ser vistos. Ella no podía evitar reír en cada ocasión.

El plato fuerte de la noche fue el show de break dance que se ofrece más al sur, cerca de Efraín González Luna. Con esa presunción tan propia y bien merecida, los b-Boys bailaron coreografías e improvisación, haciéndonos desear a todos aprender a bailar break dance. Pero no les bastó con eso: se quitaron la camisa en cada oportunidad para mostrar cuerpos esculpidos a detalle. Bromeando, ella me señaló a los que más le gustaban (prácticamente todos) y con tal de volver a ver esos abdómenes de lavadero, repetimos el show, a pesar de que concluyeron el primero diciendo: “¡En 15 minutos volveremos con uno exactamente… IGUAL!”.

Al final, los chicos anunciaron que darían bailes sensuales a cualquier muchacha que “donara” 50 pesos.

Caminamos un poco más y llegamos a la glorieta de las y los desaparecidos. Me detuve a contarle cosas que quizá no deberían contarse a los extranjeros recién llegados: la inseguridad, el narco, el hartazgo de la gente y sus manifestaciones. Ella me contó que en Brasil no hay desaparecidos, que allá hay muchos muertos, pero que los cuerpos nunca se pierden. Reflexionó un poco y dijo, “quizá esto es poco menos peor, aquí al menos está la esperanza de que estén vivos”. No respondí. No pude responder nada.

Regresamos a casa caminando por Vallarta hacia el tren ligero. Platicamos de cosas cotidianas de nuestros países: le conté sobre las mordidas al pastel en los cumpleaños y le pareció lo más extraño y divertido del mundo. Le pregunté si había probado los churros (que yo pensé eran exclusivamente mexicanos), cuando llegamos al Expiatorio y me dijo que también existen en Brasil. Me enseñó a decir dos o tres frases en portugués y se río con mi pésima gramática y falta de vocabulario.

Al final del día no sólo estaba seguro ya de la existencia de Brasil, sino que además supe que es un país tan distinto al nuestro que las conchas de vainilla les parecen un tesoro y a la vez es tan similar que se puede caminar junto a una de sus habitantes por la noche y no sentir que se sufren choques culturales.

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(Esta crónica fue leída en el programa Polifónica, 
de Radio Universidad de Guadalajara, 
el pasado viernes 15 de febrero de 2020, por el autor)