Que levante la mano el que no odie los lunes. De hecho, ese día merecería en realidad desaparecer del calendario. Aunque la autora dice no odiarlos en realidad: sino el regreso a la rutina luego de un periodo de descanso. La vuelta a la rutina, convengamos, tiene cara de lunes, igual que lo aburrido, que las ostras y que la televisión abierta.
Mago Rodríguez
Para hacerte de un hábito requieres repetirlo por 21 días consecutivos; para perderlo únicamente necesitas cinco. No tengo problema con los lunes, lo que me cuesta es retomar la rutina después de dos semanas de vacaciones.
Faltando una cuadra para llegar a la esquina de la avenida Pedro Parra Centeno y Vallarta, en Tlajomulco, pasa el Ríver: logro ver que lleva aun lugares vacíos y siento una puñalada en mi corazón. Haber alcanzado lugar en este punto me aseguraría cincuenta minutos más de sueño; siendo el primer día laboral después de vacaciones, hubiese sido un gran regalito para mi vida “godín”. Lástima, Margarita.
Después de diez minutos de espera, con sensación térmica de cuatro grados centígrados y no de seis, como dice mi celular, llega otro camión, pero ya sin asientos desocupados. Doy los buenos días y entrego mis once pesos; siempre saludo al chofer, aunque él no siempre responda. Lo hago porque alguna vez leí que un simple saludo hace humanos al chofer y al usuario, lo que provoca que el primero conduzca con mayor seguridad.
Y creo que es cierto, pues una mañana que aborde por la parte de atrás, en la parada del “Club de golf Santa Anita”, después de bajarme para permitir que una señora bajase del camión, el chofer no se percató de que aún no me había subido del todo y arrancó, lo que provocó que cayera de costado entre el filo de la banqueta y la llanta trasera del Ríver. Desde entonces, con más razón, saludo al chofer.
Entre diez y quince minutos después de abordar tengo que recibir una llamada de mi padre, un octogenario que por 20 años fue conductor de transporte foráneo y por otros 22 más, conserje y chófer, y quien bajo el pretexto de la violencia contra las mujeres y lo temprano que salgo de casa, en punto de las cinco de la mañana se levanta, toma las llaves de su auto y conduce durante diez minutos para llevarme a la parada donde tomo el camión.
Cuando me deja le pido marque a mi teléfono, cuando ya esté en casa. A la altura de El Palomar mi celular suena, tengo conectado el “manos libres”.
– ¿Ya llegó?, contestó
– ¡Bueeeno!, me responde
Nuevamente hago la pregunta para también, nuevamente, solamente escuchar un “bueeeeno”, insistente y repetitivo. Cuelgo y vuelve a sonar el celular: “bueeeno… bueno… bueno”; esta escena se repite al menos por cinco veces más. No se puede confiar en las “chunches” que te cuestan 40 pesos. Mi celular tiene más de un año con el micrófono descompuesto, por lo que solo puedo reponer si utilizo el “manos libres”. Su llamada me da la seguridad de que no tuvo contratiempos para llegar, mi respuesta le da la seguridad de que sigo en el camón, aunque hoy solo yo tengo la seguridad.
Por las mañanas el camión huele a jabón y perfume. Aunque hay veces que huele a “crudo”, como los 17 de septiembre, los 26 de diciembre o 2 de enero; también cuando las Chivas ganan algún campeonato, pero eso hace varios años que no pasa. Hoy el aroma es a “Vaporub”: son muchos los que estornudan y tosen. Al menos no han vomitado y eso se agradece. Ya me han tocado esos olores de malestar estomacal, que son ráfagas penetrantes y lo que pide uno es que se abran las ventanas, aunque afuera la temperatura esté a 5 grados. Pero hoy no, hoy el fuerte aroma a eucalipto procesado hace sentirnos bien.
Hay personas que bajan y desocupan asientos, son tan socorridos como los lonches en mítines de campaña electoral.
No logro sentarme y ya estamos por la Coca Cola de López Mateos: hace dos años, a estas alturas era seguro sentarse, ahora no y eso que aún no regresan a su rutina todas las prepas y universidades. Cuando ya todos retomemos nuestra rutina habrá días que no logre alcanzar lugar, muchos alumnos bajan justo donde yo: en Washington y Chapultepec.
En Patria alcancé asiento frente a la salida con un rótulo que dice: “Esta unidad no puede arrancar con las puertas abiertas”. La unidad debe ser analfabeta, porque ya llevamos circulando varias cuadras con ellas abiertas. Quiero dormir al menos quince minutos, pero el aire frío no me lo permite.
Muchos duermen, por eso es rara la unidad que a esas horas lleva música a volumen alto. Hay quienes van envueltos entre bufanda, chamarra y gorro y solo se les ven los ojos, pero también están los que cargan cobija para ir cual crisálida y no emerger hasta un par de cuadras antes de su bajada: ellos por lo general tomaron el Ríver desde la central, en Tlajomulco.
El año pasado hubo una estudiante que cargaba con un cojincito para recargar su cabeza, justo en la Cervecería Morelos despertaba y lo desinflaba para guardar en su mochila tan útil accesorio. En una ocasión que ocupé un asiento desde el inicio de mi viaje, en menos de tres cuadras ya estaba completamente dormida, fue hasta El Palomar que desperté, por un movimiento brusco de cabeza. Resulta que había tomado de almohada al abultado vientre de un pasajero que, muy apenado, se movió porque iba a bajar; jamás he vuelto a encontrar tan cómoda cabecera.
Llego a mi parada con urgencia de ir al baño, el frío hace que uno quiera ir seguido, por fortuna me bajo frente a la Clínica 89. Por desgracia es lunes y aun no abren la puerta principal, tendré que irme a paso veloz hasta mi trabajo.
Como les contaba, no odio los lunes: odio los primeros días de retomar mi rutina.
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