Qué potentes son los textos que encierran sentimientos tan fuertes, como este, que habla no sólo de fríos recuerdos: sino de toda una vida. Mago narra en unos cuantos párrafos años de vida de su madre, su familia y lo hace con el tono perfecto y el adjetivo preciso para transportarnos a ese lugar en Quesería, Colima, y casi podemos ver a cada personaje y revivir las situaciones.

 

Mago Rodríguez

 

Migramos de Quesería, un pueblo azucarero de Colima, a la ciudad de Guadalajara hace más de tres décadas.  Las vacaciones siempre fueron para ir a ver a la familia, por ello esa Semana Santa del 2018 no era extraño estar en el terruño. Lo que hizo diferente esa fecha fue saber que mi prima había recuperado la casa de “Mamá Milia”, nuestra abuela. Mi madre, Victoria, en cuanto lo supo fue a visitarla. Hace más de 10 años que su hermano menor había perdido la propiedad y era un pendiente familiar. Quien fuera, pero que la recuperen, era la sentencia. Fue así que ese Sábado de Gloria resucitaron recuerdos.

Cruzó la puerta y sus ojos se llenaron de pasado. De la entrada principal solo quedaba la puerta clausurada: el par de escalones ya no llevaban a ningún lado, solo quedaba en la memoria “Cilantro”, quien fue custodio de ese lugar por varios años. “Cilantro” era un señor de ojos saltones, orejas grandes peludas, nariz chata con poros grandes; cara redonda enmarcada con cejas escasas, barba eterna de dos semanas, pelo corto, tez morena por el sol, panza prominente. Vestía pantalón de mezclilla, camisa a botones —que no utilizaba— de mangas largas remangadas y huaraches de llanta. Todo demasiado limpio para ser indigente, pero lo suficientemente percudido para preguntarse si vivía solo. Él eligió como zona de trabajo los dos escalones de la entrada principal; llegaba a las nueve y se retiraba a la hora de comer, para luego volver pasadas las cuatro de la tarde y se iba hasta que empezaba a oscurecer. Su casa colindaba con la de Emilia. Su autoempleo sin sueldo consistía en matar todas y cada una de las moscas que osaran cruzar el umbral de la puerta, el área de su labor era limitada por el largo de su brazo y su movilidad, ni un centímetro más. El arma para tal fin era un matamoscas de plástico —a veces verde, otras rojo y algunas más azul— con el mango reforzado por un palo atado con mecate y pabilo. Era estricto en su labor de portero, dejando entrar solo aquello que no fuera un díptero insecto, salvo los días que mi abuela saliera a algún pendiente, entonces se apropiaba del ancho de la puerta y sólo entraba aquél que se consideraba familia. “Cilantro” bien podría haber sido el señor del costal o un ogro come niños, pero se nos inculcó respeto hacia él: se le saludaba al llegar y se despedía uno al salir; aunque de él no saliera nunca la misma cortesía. Se dice que en alguna ocasión habló para solicitar en matrimonio a una de mis tías, pero se le negó; no insistió en su pedimento. Su jubilación fue voluntaria, a los pocos meses de haber muerto “Mamá Milia”.

Ahora se ingresa a la casa por donde había estado el cuarto de mujeres, mi madre miró como quien hojea un álbum de fotos viejas. Las cuatro camas, roperos y la petaquilla, ya no estaban. En el pasado quedaron los cuchicheos entre ellas, las peleas por tomar la ropa sin permiso y aquella vez que Victoria se coló de su cuarto a la cocina para comer costillitas, el día que enfermo de varicela y se le tenía prohibido consumir cerdo. A ella le gustaba cocinar y tenía buena sazón; recuerda aquel día que encontró unos hongos y los cocinó con sal en el comal, se los comió con queso y unas tortillas recién hechas. Despertó hasta el día siguiente. Nunca volvería a comer ningún tipo de hongo, por más bueno que le dijeran que estaba. Victoria fue de las últimas en dejar aquel cuarto, a pesar de ser la hermana mayor, dos de las menores se casaron antes que ella.

El comedor no se movió de lugar. La gran mesa rectangular con tablones usados como asientos a los lados y dos sillas de madera que duraban para siempre, en los extremos, eran los lugares de José y Emilia; todo fue sustituido por un perecedero comedor tubular. La gran ventana de dos alas, herraje viejo y mosquitero permanecía, aún se podía ver el corral. Por ella, Victoria conocería el poder del miedo. A los pocos días de muerto su padre, vio a un hombre con sombrero de ala ancha y camisa de manta con manga larga que con el brazo derecho le decía: “ven”, mientras se encontraba sentada, cenando junto a sus hermanos y su madre; las primeras en darse cuenta fueron ella y su hermana, que estaba sentada a su lado. Ese “ven” estaba esperando a que se le obedeciera, era de un anónimo, el rostro lo cubría el sombrero. La poca luz del foco amarillo de 80 watts abonaba a la misteriosa escena. El miedo la abrazó: su corazón de 13 años latía desbocado; temerosa le dijo a su madre, quien mandó a Aurelio, uno de los mayores, a espantar al insistente señor. Aurelio abrió la puerta con un machete en la mano, bajó las dos rudimentarias escaleras de piedra; el sujeto no cambiaba de posición, el “Ven” era más vigoroso.

¿Que quiere?, gritó Aurelio sin recibir respuesta.

Se acercó a él con sigilo, unos segundos de silencio y después una carcajada escandalosa. ¡Vengan a ver! Las tres mujeres fueron y rieron con tranquilidad y consuelo. El sombrero y la camisa estaban colgados en el aguacate, el tronco y sus raíces daban la forma de piernas y pies, la manga se movía por el viento, la otra estaba detenida con una rama.

Ese era el aguacate del susto. Me dice mi madre mientras caminamos al corral.

Al corral le hicieron muchos cambios, ahora hay una terraza con todo para organizar una carne asada o cualquier reunión casual. El pozo de agua aún permanecía, pero con tapa y bomba nuevas; al fondo quedaban rastros de lo que fue el chiquero. Varios árboles desaparecieron, solo quedaban el de lima, aguacate y guayaba rosa. Las teresitas, hortensias, pasiflora, pensamientos y rosales ya no están. Había amapolas, pero esas se las llevaron los soldados junto con la mariguana cuando fueron prohibidas por el gobierno en los 60’s.

Mantener el corral limpio era el orgullo de la abuela y el pesar de mi madre y tías. En una de las orillas del jardín está sepultada “Mariposa”, una gata que murió por golosa e imprudente y fue la causante del odio a los gatos de mi madre. Era una labor titánica cuidar que el animalito no bebiera de la jarra de leche que se oreaba después de hervida; Victoria siempre fallaba en la encomienda y por ello era merecedora de castigos. Un día se encontraba barriendo el corral, cuando la malhechora felina se bebía la leche, en su desesperación por correrla la lanzó con la escoba y fue a retachar a la pared. Quedo inerte, el garrotazo hizo que sus siete vidas se fueran de golpe; ella sepultó su delito en aquel rincón. De la “Mariposa” no habló más.

Todo había cambiado, pero para mí madre fue lo de menos, la propiedad volvió a ser de la familia, eso era suficiente y demasiado. Salimos no sin antes ver la cochera, donde había sido la sala y cuarto de mi abuela. No estaban los sillones de cojines cuadrados rojos, ni las dos camas, ni los roperos, tampoco el sillón reclinable ni la mesita con el teléfono verde olivo de disco. Ahí guardamos silencio, porque fue donde se tendió a mi abuelo cuando Victoria tenía 13 años, y a Emilia, —mi abuela— hace más de 25. Mi madre dio un suspiro y salió.

Por aquí salí hace 45 años casi, para fugarme con tu padre.

Me lo dijo con melancolía. Su corazón no podía con tanta nostalgia, tuvimos que regresar ese mismo día a Guadalajara porque se descontroló su salud. Nos prometimos volver, ella quería regresar con todos: con mis hermanos para que recordáramos juntos.

Cuatro meses después regresamos a la casa de “Mamá Milia”, íbamos todos. Llevé las cenizas de mí madre Victoria, ahora eran mis ojos los que al cruzar la puerta se llenaron de pasado.