Haciendo su debut en esta página, el buen Rob Hernández nos cuenta las vicisitudes que le ha acarreado que, a lo largo de su vida, su cumpleaños caiga en Viernes Santo. Bienaventurados los que saben lidiar con las exigencias de las costumbres religiosas maternas, porque de ellos será el reino de la carne.

 

Rob Hernández

 

Mi cumpleaños es el 14 de abril; por las fechas y el calendario católico es muy común que lo celebre en Semana Santa o Pascua. Pareciera que eso representa una muy buena oportunidad de festejo (por ser vacaciones), excepto cuando no puedes comer pozole, tu comida favorita, porque cae en Viernes Santo, el día mayor del catolicismo: ayuno, no carne, no música, sí mucha reflexión y sí misa de gallo que dura 3 horas.

El problema no era que mi familia fuese católica, ni las celebraciones de Semana Santa, ni que mi cumpleaños fuera justo a mediados de abril. El problema era la intersección de las tres variables anteriores a la hora de planear un festejo mundano. Yo le llamaría: destino litúrgico.

A mis doce años era un preadolescente que comenzaba a desarrollar mi propia identidad, mis propias convicciones y creencias. Desde más pequeño habíamos sido obligados —yo y mis hermanos— a cumplir con ciertas celebraciones religiosas que eran sumamente aburridas unos años y otros eran más interactivas, todo dependía del párroco que estuviera al frente de la organización. Sin embargo, generalmente para los días santos eran largas estadías en el templo, repitiendo oraciones, escuchando a las señoras mayores cantar-gemir, seguir rezando, estar sentado y esperar el final de una historia de la que —año con año— sabíamos el final.

Creo que a mis doce años fue la primera ocasión en que comencé a decidir que no sería un chico religioso; los hechos que a continuación se describen me respaldarían y me lo confirmarían. Incluso tiempo después me lo recordarían, en mi cumpleaños treinta.

Todo comenzó justo una semana antes de mi cumpleaños, cuando mi madre se acercó a decirme: “ya viene tu cumpleaños, ¿qué vas a querer para comer?”. Es la pregunta común que hace cada que se acerca un cumpleaños en la familia. Como parte de la tradición mexicana, nos reunimos a festejar alrededor de la mesa, donde la comida es la principal anfitriona. La decisión era difícil: mole o pozole. Las delicias de la comida mexicana son complicadas para elegir una sobre otra. Pozole, fue la decisión.

Los días seguían transcurriendo y las añoradas vacaciones de la escuela iniciaban. Solo de la escuela, porque como buena familia católica, mis hermanos y yo estábamos inscritos en los ejercicios espirituales del templo. Lunes a jueves, de 9 de la mañana a las 3 de la tarde teníamos actividades eclesiásticas: repasar la historia de Jesucristo, recordar sus caídas, contexto de los doce apóstoles, pasajes bíblicos y repasar todas las oraciones. El viernes sería el día mayor: un viacrucis vivencial, representando las 12 estaciones, en el parque de la colonia, bajo el sol y en ayuno.

Hasta ese momento capté que esas serían las actividades de festejo por mi cumpleaños: un viacrucis y oración. Literal, viviría el viacrucis de ir al viacrucis en mi natalicio. Fantástico, ¿no? No.

Conforme se acercaba el día de mi festejo comenzaba a planear algunas actividades para después de ver a Jesús morir por nosotros, en la cruz. Mamá, ¿en la tarde podemos ir a patinar a Disco Roller con mis amigos, y en la noche venimos a cenar pozole?, pregunté. Los ojos de mi mamá se hicieron grandes, muy grandes y con un tono moderado, tratando de hablar más grave y propiamente me dijo que no, que no le parecía correcto tener ese tipo de festejos en el Viernes Santo, el día mayor, el día que Jesucristo se sacrificó por sus semejantes. ¿Qué?, mi cara fue de asombro. Mamá: de todos modos resucitará al tercer día, según las escrituras. Traté de revirar usando sus mismos argumentos.

Solamente faltaba un día para mi cumpleaños y no estaba muy emocionado que digamos. Yo creo que en esa Semana Santa me enseñé lo que era la resignación a muy corta edad: mi festejo en patines lo moví al sábado. Sólo quedaba mi deliciosa cena de viernes por la noche: pozole.

Justo regresaba a casa de aprender nuevas alabanzas, de entender lo magnánimo y al mismo tiempo lo atroz de la acción que —una vez más— estábamos a punto de ser testigos al siguiente día: la muerte de Jesucristo redentor. Mi madre se acercó un poco apenada y me dijo: Juan, ¿no quieres otra comida para mañana que no sea pozole?. No pude contener mi cara de sorpresa-enojo, ante la cara de apenada de mi madre. Me contuve y respondí que el mole podría ser buena idea. No hijo, el problema es que mañana no se come carne. Entonces, ¿por qué no haces el pozole de pollo?, le dije. No, también es carne, dijo mi madre, perdida su mirada en el techo, tratando de encontrar una solución.

¿Qué te parece pozole de camarón?, dijo. No, mamá no me gusta el pozole de camarón, respondí.

Silencio entre los dos.

Estuvimos planteando posibles soluciones entre ella y yo. Ninguno quería ceder. Yo no cedería más en la celebración de mi cumpleaños; ella no cedería no cumplir con las tradiciones católicas ancestrales.

Entonces no quiero nada, dije mientras me iba a mi cuarto.

Esto se convertía en una batalla entre Jesucristo redentor y yo, mi madre estaba en medio de ambos. Sin embargo, tenía más posibilidades de negociación conmigo que con alguien que ya ni vive, que muere y resucita cada año en esta semana, mientras el resto de los días es una paloma omnipresente.

Miraba el techo de mi habitación que estaba plagada de estrellas, planetas y constelaciones que brillaban en la noche. No quería pelearme con mi mamá, no quería arruinar por completo mi festejo y quería pozole. Alguna solución habría. Mirando fijamente las estrellas de mi cuarto, la astrología me dio la solución.

Regresé con mi madre. Está bien —le dije— no comeremos carne mañana por ser Viernes Santo, pero yo quiero pozole: hazlo e invita a cenar a toda la familia por mi cumpleaños y que me traigan un pastel de chocolate de tres leches.

El día de mi cumpleaños llegó. Justo como dicen las escrituras y las actividades colgadas en una cartulina en la entrada del templo, fuimos al Viacrucis. Fui testigo, otra vez, de cómo Judas traiciona a Jesús y cómo Pedro lo niega tres veces; recité todas las oraciones que había aprendido en la semana, no probé alimento hasta después de las 12:00 pm, para guardar ayuno. Regresé a casa a reflexionar por la tarde. Por primera y única vez me sirvió ese momento para decidir que nunca más llevaría a cabo las actividades de Semana Santa. Nos fuimos a misa de gallo que iniciaba a las siete de la tarde y acababa a las 11:30 de la noche. Llegamos 11:45 de la noche a mi casa. Mi familia estaba reunida, todos platicábamos, esperando que fueran las 00:01 del sábado, para poder comer pozole con carne. Oficialmente a esa hora ya estábamos en Sábado de Gloria, por lo tanto no estaba prohibida la carne.

Fue el primer enfrentamiento que tuve en contra de las actividades religiosas.  Me prometí no dejar que esas “reglas” interfieran nuevamente con mis planes de celebrar mi cumpleaños en un futuro. Jesús moría y revivía cada año, yo no sabría cuándo sería la última vez que festejaría mi cumpleaños; además no tenía conocimiento de alguien más —que no fuera Jesucristo redentor— que pudiera revivir cada año. Marcador: Yo 1—Semana santa 0.

El tiempo pasó. A mis veintinueve años me sentía un hombre libre y con criterio propio para acompañar a mi madre a sus obligaciones católicas por convicción propia y por estar con ella, más que creer en los rituales de exigía la semana. Sin embargo, el destino me volvía a confrontar. La celebración por mis 30 años era un viernes, un Viernes Santo, día de guardar.

Mamá, te acompaño a misa pero me tengo que ir en cuanto termine (ya las misas de gallo no duran tantas horas), porque me iré de fiesta con mis amigos, le dije.

¡Ay, hijo!, pero es Viernes Santo, nada está abierto, dijo.

La miré a los ojos, le sonreí y le dije: eso crees tú mami. Fuimos, rezamos, la misa terminó y me marché con mis amigos. Conforme avanzaba la noche todos mis amigos iban llegando, pedían bebidas, bailaban, reían. Todos menos una: mi mejor amiga, mi otra mitad en la pista de baile, mi cómplice de los ritmos nocturnos. Mi celular comienza a vibrar. Es ella. Salgo para contestar. ¿Qué pasó? ¿No vas a venir? Roberto, me dice ella, no podré ir. ¿Por qué?, ¿todo bien?, le respondo.

“Ay Roberto, no sé cómo explicarte, porque me da pena, pero mi mamá no me dejó salir de la casa, le dije que era tu cumpleaños y aun así me dijo que no. Dice que hoy es día de guardar: es Viernes Santo”.

Marcador final: Roberto 1 — 1 Semana Santa. Dicen que la venganza sabe mejor si la sabes esperar y ese plato de pozole espero muchos años para degustarla cuando menos lo esperaba.