Jorge Arturo Tovar, que estudia en el CUCEA, participa en la radio, hace teatro (no berrinches: sino teatro en serio), es promotor de talleres y cuanta cosa más a la que lo inviten; debuta en este espacio con una pieza en la que habla de su infancia y específicamente de los recuerdos que le vienen a la mente, cuando acompañaba a su madre que estudiaba Historia, en distintas andanzas. Una crónica divertida, que retrata una parte y una época importante de nuestra ciudad, pero sobre todo que detona mucha nostalgia.
Jorge Arturo Tovar
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Bien pudo llamarse Peng You o Shen Long o Wing Yiuon o Jackie Chan. Lo importante no es el nombre, sino que mi mamá y yo lo considerábamos nuestro espacio para las celebraciones, el esparcimiento y la convivencia. Era un restaurante ubicado en la avenida Alcalde, a unas pocas cuadras de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, en dirección al CUCSH de la UDG. No sé cómo llegamos ahí la primera vez, pero recuerdo que mi mamá frecuentaba el centro porque por esos tiempos estudiaba la licenciatura en Historia. Yo estaba en primaria y ocasionalmente, los días que no tenía clases o que salía temprano, en lugar de quedarme en mi casa a ver 31 minutos y comer Froot Loops en calzones como yo quería, tenía que acompañarla a sus quehaceres en la escuela y en las calles. Al terminar, sudados de tanto caminar, hartos del sol, ella cansada de mis constantes preguntas de “¿a qué hora nos vamos?” y yo cansado de hacerlas, íbamos al restaurante chino a comer pollo empanizado, arroz, camarones, salchichas hervidas y de postre sandía y gelatina.
Los restaurantes de comida china tienen mala fama. Se dice que son sucios, que la carne es de perro y otras cosas más. No lo sé, pero nosotros la pasábamos bien ahí. Hoy no sé si volvería, pero recuerdo la comida con un sabor exquisito, que probablemente le agrego por el valor sentimental y no porque estuviera buena de verdad. Hay un chingo de restaurantes chinos en Guadalajara, tantos como hay chinos. Lo peor es que todos son exactamente iguales, como los chinos. De no ser porque soy un escéptico, creería que son todos de un mismo dueño y, en lugar de apoyar a pequeños empresarios extranjeros, le damos nuestro dinero a un monopolizador de ojos rasgados. Este restaurante tenía sus lámparas rojas al exterior. Por dentro, puros chinos atendiendo. Bandejas y bandejas de comida grasosa y empanizada que dudaba mucho fuera tradicionalmente china. En las paredes había telas con dibujos de dragones, mujeres con vestidos tradicionales y caracteres indescifrables. Eso siempre me ha intrigado: nunca he sabido qué dicen los nombres de los restaurantes ni los caracteres en las paredes. Tal vez dicen cosas como “putos los que coman aquí” y nosotros hasta les decimos gracias cuando nos vamos.
Para llegar a este restaurante necesitábamos haber vivido situaciones especiales. Por ejemplo: después de un día largo de clases universitarias a las que yo me colaba y en las que era molestado por veinteañeros pandrosos. Los compañeros de clase de mi mamá, todos al menos 15 años menores que ella, solían hacerme fiesta al verme. Algunos me decían que qué guapo. Otros que ya estaba grandote para jugar al Game Boy (lo que no sabían es que tenía 8 años, pero parecía de 12 por la altura). Algunos otros, como Rosalío -un sujeto alto y flaco que siempre llevaba las playeras al revés y que mi mamá asegura pasó toda la carrera con un solo cuaderno- me quitaba los zapatos y se los iba aventando con un amigo suyo. Ahí me tenían a los 8 años caminando por todo el CUCSH descalzo, saltando inútilmente y pidiéndole ayuda a mi mamá, quien los regañaba, pero también se reía con ellos.
Las clases eran largas y aburridas para mi percepción despreocupada del mundo. Mi mamá hablaba mucho del “Padre Chuchín”, un investigador importante que le dio clases y que un día nos enseñó una imagen, “photoshopeada”, que siempre cargaba: de él sentado junto a Porfirio Díaz. De sus otros maestros no me acuerdo mucho porque durante las clases yo tenía la mente ocupada en el Game Boy y en los libros de colorear de Bugs Bunny.
Recuerdo a un muchacho alto que venía de Alemania. Mi mamá me lo presentó y me invitó a decirle algo para que me lo tradujera. “Yo tengo 8 años” le dije, y él repitió en alemán, tardándose el doble de tiempo que yo en español.
El CUCSH era un espacio intimidante para mí. Ir al CUCSH significaba perder mis zapatos, no entender las conversaciones de los estudiantes, que en aquel entonces me parecían gigantes escandalosos que no hacían otra cosa más que reír, aburrirme e interactuar con otras personas pese a mi voluntad.
Al estar en clase, si quería salir por cualquier motivo, sentía una ansiedad tremenda, pensando que abruptamente todos se reirían de mí o me molestarían.
Mi mamá estudió su licenciatura casi a los 40 años. Ella siempre fue de ideas “tradicionales”: casarse, tener hijos y dedicarse al hogar. Cuando ocurrió la ruptura del matrimonio con mi papá, se puso a terminar la prepa que había abandonado por meterse a trabajar a tiendas de discos en los 80’s: Casas Wagner, Mr. CD, Mixup, Lemus. Después de la prepa siguió su vocación de historiadora. La recuerdo contenta y apasionada. Ella asegura que fue una época feliz pero estresante: además de tareas, ensayos y demás trabajos, llegaba a casa a preparar comida, a asegurarse de que hiciera la tarea, a recibir quejas de las maestras porque “Jorgito les pega a las niñas en clase” (era un niño violento, perdón). Yo nunca la vi, pero alguna vez me contó de cómo rompió a llorar una madrugada porque tenía que entregar un ensayo a la mañana siguiente y a la vez ayudarme con un disfraz para el festival de la escuela.
A pesar de todo, estaba contenta. Platicaba emocionada de sus descubrimientos: datos poco contados sobre La Conquista, sus opiniones bien sustentadas sobre Benito Juárez, que si Pancho Villa era el bueno o el malo de la Revolución. Era socialista sin etiquetarse así. “Yo voy a votar por el Sol”, decía en 2006, cuando AMLO se postulaba por primera vez a la Presidencia. En las pasadas elecciones votó por Anaya y me advirtió que si AMLO ganaba estaríamos igual que en Venezuela.
Poco después de egresada, llegó conmigo una noche que yo volvía de jugar con algunos amigos. Me aseguró que nuestra vida iba a cambiar porque había conseguido un trabajo como maestra de historia en la Univer. Duró 3 meses y se salió, harta del maltrato de los alumnos y de sus colegas maestros.
No tardó en arrepentirse por estudiar Historia. Como nunca pudo ejercer (me consta que lo intentó), frases como “yo debí ser arquitecta” o “¿por qué no estudié contabilidad?” son comunes en sus pláticas del día a día, no sin antes decir “fui muy feliz estudiando historia, peeero…”. Por eso se preocupó tanto cuando le dije que quería ser periodista, o peor: cuando le dije que quería estudiar teatro. Aunque ahora estoy estudiando “una carrera de verdad”, a veces me gusta bromear y decirle que me voy a salir para estudiar Filosofía. Su cara de preocupación genuina hace que me arrepienta de inmediato.
Trato de hacer un esfuerzo por recordar un poco más. Pienso que seguramente tengo más recuerdos del CUCSH de aquella época. Tengo algunos más frescos de cuando estudié un semestre de la Licenciatura en Didáctica del Francés y recorrí esos pasillos de nuevo, ahora como alumno, sin el temor de que me quitaran los zapatos. Con los salones oliendo a marihuana desde las 8 de la mañana y la maestra Ancira repitiendo una y otra voz “¡Iugh! ¡Le cannabis! ¡Le cannabis!”.
Lo que sí recuerdo muy bien es el restaurante chino al que mi mamá y yo íbamos a comer de vez en cuando. Lo considerábamos nuestro espacio. Mira: es este de aquí junto a la tienda de ropa… ¿O es aquel frente al estacionamiento público?