Todos (o bueno: al menos todos quienes en algún momento anduvimos en camión) tenemos anécdotas —buenas o malas— de nuestras aventuras con alguna ruta de transporte en específico. Las más se ligan, como es el caso de esta crónica de Moisés Navarro, con aquella que tomamos sistemáticamente durante años, para ir a la escuela o al trabajo. En este caso se trata de la 626. ¿La conocen?

Moisés Navarro

Ya me había olvidado de la ruta 626. De la vez que nos abandonó en plena tormenta porque el río de El Briseño estaba desbordado y no había forma de pasar a la preparatoria número 9. Tampoco recordaba la ocasión en que un chofer me gritó por pedir la parada demasiado pronto, ni del salvaje que conducía su unidad a más de ochenta kilómetros por hora a lo largo de la avenida Mariano Otero.

Olvidé también los brincos de camiones sin amortiguadores, los amontonaderos, los corajes de los operadores cuando recibían transvales, las unidades que conducían con las puertas abiertas, cuando esto último se suponía que ya estaba prohibido. Había enterrado en mi mente el rostro del chofer que casi me tumba de la unidad por no detenerse bien cuando yo iba a bajar, había olvidado a los que me bajaron en doble fila y a los que me dejaron con la mano estirada y me hicieron perder la primera clase.

El 626 es como cualquier otra ruta en Guadalajara. No es buena, porque ninguna lo es en esta ciudad, pero tampoco está en el top diez de rutas desastrosas.

Tomaba aquel camión cuando iba a la preparatoria número 9. Lo hice por tres años consecutivos. Siempre a las 7:20 de la mañana, pues entraba a las ocho. De regreso, lo hacía después de la 13:00 horas, pues era la hora a la que salíamos.

La preparatoria 9 está en El Briseño, colonia que está ubicada después del Periférico. La ruta más sencilla para llegar es ir por Mariano Otero, tomar el retorno para pasar al otro lado del Peri y dar vuelta a la derecha en la agencia de camiones que está en la esquina de la calle Mateo del Regil. Cuando comencé a ir el paso a desnivel ni existía.

Y digo que era la ruta sencilla porque al 626 le gustaba rodear: llegaba a Mariano Otero, daba vuelta a la derecha en Avenida Copérnico, luego en la glorieta tomaba Avenida Felipe Zetter y después volvía a Mariano Otero. Existían, además, tres derroteros: Briseño, Fortín y Miramar. Sólo este último no pasaba por la preparatoria.

La ventaja de los camiones que pasan por escuelas, es que la vida estudiantil inicia antes de entrar a clase, y que no termina a la salida, sino cuando bajas del camión camino a tu casa. La desventaja es que un buen día puedes subir muy quitado de la pena y de pronto recibir una nalgada que resuena en toda la unidad, cortesía de la vieja confianzuda que resulta ser la hermana de la vecina de tu abuelita, mientras todos los pasajeros —compañeros incluidos— están mirando.  

A la hora de la salida, un gran conglomerado de estudiantes se sentaba a esperar el camión. Yo siempre me hacía menso y abordaba hasta que la muchacha que me gustaba también lo hacía. Era una gran estrategia que tenía una pequeña falla: no me animaba a hablarle. Otra muchacha utilizaba la misma táctica, pero ella sí se animaba a hablarme. Así que ahí se armaba un triángulo medio raro. La falla en su plan era que casi nunca me animaba a responderle. Por fortuna (o no) había compañeros metiches que facilitaban la conversación y que me obligaron, so pena de avergonzarme delante de toda la escuela, a abrir la boca.

Aquella ruta también me salvó de un par de enfrentamientos directos. Un repartidor de agua se enojó porque lo vi a los ojos. Me dijo: “¿Qué, puto?”. Yo ni le respondí y el camioncito repartidor dio la vuelta y en eso llegó el 626 salvador. En otra, mi rival de amores me retó “a la salida”, pero nuestra chica (que no era de ninguno) no estaba enterada, se subió a la unidad y preferí seguirla para no hablarle a esperar los supuestos putazos.

Hace poco pasé por la preparatoria y no me evocó gran nostalgia. No la construcción en sí. Vi que han levantado nuevos edificios, que la unidad deportiva de al lado sigue igual que siempre: con sus canchas terregosas de fútbol y de béisbol, donde los grandes ficus ocultaban a todas las parejas en pleno faje. El DIF de a un costado sigue intacto, pero probablemente ya no esté la enfermera que nos manoseaba cuando íbamos a sacar el certificado médico. La iglesia conserva el color de siempre, como de pueblo, con su jardincito y sus calles empedradas. El río que se desborda y daña las casas construidas en su cauce cada temporal de lluvias continúa desatendido. Siguen los mismos puestos de comida, la papelería. Sólo desaparecieron los cybercafés.

En el periódico vi que la ruta 626 comenzó a cobrar nueve pesos sin permiso, sólo porque se les antojó. Si la noticia hubiera sido acerca de cualquier otra, no me hubiera obligado a recordar anécdotas de su pésimo servicio.

Quizá tampoco hubiera recordado cuando Gabriela se subió con más de diez globos que le habían regalado por su cumpleaños, o las veces que nos subíamos con guitarra y armábamos nuestro ambiente, o de la ocasión en que escuché que los amigos de mi hermano me llamaban “el enojado”, ni de los tiempos en que el camión se iba hasta el trébol de López Mateos y bajaba gente debajo del puente. Tampoco de aquella vez en que nos regresaron a nuestra casa porque la Primavera se estaba quemando y había contingencia ambiental, pero en lugar de ir a nuestros hogares nos fuimos de vagos.

Lo que no se me olvida es el día en que nos fuimos a una exposición de física en el centro de la ciudad y no le avisamos a nadie y mis papás casi, casi levantan una alerta Ámber porque regresé hasta en la noche en un 626 semivacío, probablemente el último de la noche. Tampoco olvido cuando me armé de valor y por fin me fui con ella hasta su casa, pero ya no supe cómo regresar a la mía y anduve camine y camine en círculos, hasta que pasó una ruta que decía “Plaza del Sol”. También están los días de visitas en casa de mis amigos en Miramar, Arenales tapatíos o Paraísos del Coli, lugares completamente desconocidos para mí. Y es que fue en aquella ruta —mala pero no tan peor— donde comencé a descubrir mi ciudad.