La autora de la siguiente crónica decidió de pronto que aquel día no tenía que ser como siempre: iba al cine, pero terminó visitando una exposición en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara, la que hace un par de meses aún se exhibía ahí, llamada “Cortázar para armar” y que –literalmente- significó un auténtico viaje. Acompañemos a Aída en su viaje por el mundo cortazareano.
Aída Monteón
De repente surgió la loca idea de lo diferente; para empezar, no ir a trabajar. Sustituir la rutina de todos los días por una actividad más relevante: cine, por ejemplo.
Dos treinta de la tarde. Destino: Cineforo de la Universidad de Guadalajara. Me veo en avenida Vallarta, manejando tras una interminable fila de autos; por fin La Minerva, viro para tomar López Cotilla. Un embrollo mayor me impide cruzar Chapultepec, tomo por la izquierda hasta Hidalgo (Pedro Moreno está siendo repavimentada), travesía saludable hasta Escorza, donde doy vuelta: ¡estacionamiento disponible, un milagro! Fatal decisión: se exhibe Ninfomanía 1 y 2, pensar en verla otra vez me provoca una náusea, disipada al instante al ver el MUSA (Museo de las Artes) frente a mí.
De pronto me veo oficiando en el beleche pintado en el suelo, cada salto en los recuadros abre infinitas perspectivas, al toque de mis pies brotan imágenes inéditas del escritor homenajeado; al llegar a la cúspide, en el medio círculo marcado con la palabra cielo brota un camioncito con alas, sonriente, las alitas se mueve invitándome a subir, yo entro un poco temerosa deseando que el camioncito verdaderamente llegue al cielo prometido, porque después de escuchar polvo eres y en polvo te convertirás, según sentenció la boca al marcar con una cruz la frente de los creyentes.
El último lugar donde quiero estar es bajo tierra, palabras ajenas a mis deseos de luz, de aire, porque yo lo que francamente quería era volar y de repente aparece el camioncito. Fue un viaje solitario, ninguno de los ahí presentes que contemplaban mis saltos en el juego se atrevió a retarme y menos subir conmigo al pequeño vehículo donde ya me encontraba. Al sentarme, las ventanas automáticamente se abrieron, entró el aire que tanto necesitaba. Transitábamos en lo alto, de vez en cuando pequeños tumbos provocados por las nubes hacían que me asiera al tubo del asiento delantero un poco alarmada, el chofer sonreía, yo veía sus ojos tras las gafas en el espejo retrovisor, mirándome, como si esperara una pregunta que nunca fue formulada.
El viaje era fantástico, entre nubes blancas; en los claros el mundo se divisaba muy lejos, pequeñito, la voz me sacó de mi letargo: “acá las cosas no cambian, sigo escribiendo como vos allá abajo, cuesta lo mismo, esto, de pensar, de inventar historias como la que vos estás soñando ahora”, seguí la voz que sonaba dentro, mucho más nítida que los ecos de los cláxones que escuché al salir, que el ladrido de los perros que jugueteaban con el agua de las fuentes saltarinas de la Rambla Cataluña: “Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales)…”
Algo fue cambiando entre los montoncitos de nubes blancas que se dispersaron velozmente ante la mirada atónita de los hermanos que, atentos, escuchaban los ruidos de la casa tomada. El auto corre por la avenida, el señorío de provincia cede ante el avance de la inhumana urbanización, mientras yo me alarmo de mi libertad irresoluta de aminorar calorías frente a los elotes, las empanadas de vigila y tamales de camarón que fueron degustados entre cantos sacros y las durezas de una banca del Expiatorio, donde expío mi pecado de gula frente a las puertas de la gloria, a la cual algún día he de entrar.
Antes de partir ─y para cerrar con broche de oro─ ingiero de pie un dogo en plena esquina de Escorza y Pedro Moreno, todo por no perder la identidad mexicana después de ese viaje entre las diásporas de un tango acompañada del Cronopio Mayor.