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Los recuerdos del origen personal de cada individuo suelen ser diversos, vagos, e incluso desconocidos. En este caso la autora nos habla de su llegada a Guadalajara, procedente –más que de un pueblo lejano- de un accidente, literal, en su vida. Una pequeña crónica con una gran historia atrás, condensada en unas cuantas líneas.

 

Mago Rodríguez

 

Nací en Quesería, Colima. Junto a un árbol, mi mamá sepultó mí ombligo para que yo, al igual que el gran aguacate, echara raíces en esa tierra. A la edad de tres años mi madre, mi hermano y yo salimos del pueblo con una gran maleta azul celeste. Viajamos a Guadalajara en busca del prófugo de mi padre. Ninguno de los tres pensó en ese momento que jamás regresaríamos. De haberlo sabido yo me hubiera despedido de mi perro coky y me habría llevado mi muñeco de peluche y mi madre probablemente hubiera guardado mi ombligo en formol; de lo que sí estoy completamente segura es que ella no hubiera hecho el viaje.

Quesería es un pueblo azucarero. Por aquellos años el ingenio pertenecía al Estado y la mayoría de los hombres trabajaban ahí y los que no, ambicionaban con hacerlo. Los días para las mujeres iniciaban al cantar el gallo, el aroma a leña y a café de olla impregnaba el ambiente. Barrer la calle e ir al molino con el nixtamal no eran negociable. Los hombres se regían por los silbidos que del ingenio se emitían: indicaban los cambios de turnos; ese sonido se escuchaba en todos los rincones del poblado. En abril empezaba la zafra y por todo el pueblo llovía tizne, era todo un reto mantenerse inmaculado.

Tabaco el teporocho del pueblo, a quien se podía distinguir por el olfato antes de divisarlo, era la amenaza viviente para todo aquel niño o niña renuente al baño: “¡Te va llevar Tabaco!” . Con el tiempo al que se llevaron fue a Tabaco: lo encerraron en un manicomio, porque el día que le tocó baño lucía su aseado cuerpo desnudo por las calles del pueblo.

Por el frente del Ingenio se encuentra el jardín, un hexágono que en su centro lucía un kisoco de madera. Los sábados por la noche era la pasarela para las solteras, quienes daban vueltas a su alrededor luciendo sus mejores galas sabatinas. En el centro, junto al kiosco, estaban los jóvenes galanes que al ver alguna chica que llenara su pupila le solicitaba galantemente una vuelta, así se cortejaba en el pueblo. De ese modo fue la primera cita de mis padres: mi mamá siempre quiso casarse con alguien radicado en Quesería, para que nunca se la llevaran a otro lado. El tiempo le enseñaría que “nunca” a veces no es para siempre.

El viaje a Guadalajara, era mi primer viaje de 4 horas y media, con escala en Ciudad Guzmán. También era la primera vez que viajaría en un camión que no era conducido por mi padre. Mi papá era chofer de la línea Flecha Amarilla, manejaba un Tonilita, les llamaban así por su itinerario Colima-Tonila. Aunque considero de importancia aclarar que Quesería es el último poblado del estado y terminal del recorrido. La lógica me lleva a pensar que debieron apodarlos los Queserita. Solo puedo suponer, porque no cuento con prueba alguna, que a la hora de adjudícales el mote el hombre más influyente era de Tonila.

Pocos son los recuerdos que me vienen del viaje, lo que sí recuerdo es que en la escala de Ciudad Guzmán comimos sándwich y bebimos Tropicana. Lo que no olvido es que el viaje solo fue de ida: hasta la fecha no ha habido regreso.

El aroma a Pinol me recuerda aquella mañana de enero en que llegaron a avisarle a mi madre del Tonilita que había volcado en una curva; había muertos y el chofer se encontraba en calidad de desaparecido. “El chofer” era su esposo. El lugar del accidente era una zona de barrancos y pantanosa, lo que dificultó el rescate de cuerpos y heridos. Ese día nos mudamos a casa de mi abuela, de ahí fue que salimos, tres semanas después, rumbo a Guadalajara con el gran veliz azul celeste.

Nos fuimos para encontrarnos con mi papá, quien había huido del lugar con un brazo quebrado y muchas magulladuras, su temor era ser encarcelado. En esos accidentes primero se encarcela al chofer y luego se hacen averiguaciones.

Ya pasaron más de treinta años y mi padre a un no puede hablar con detalle de lo que sucedió entonces. Tres años tardamos en volver de visita a Quesería, de este viaje siempre hay un regreso, pero en cada visita, para mí, el pueblo se vuelve cada vez más ajeno.