La protagonista de esta historia de verdad se empeñó en utilizar su bicicleta como vio que lo hacían en el primer mundo, lo que pasa es que estamos en el tercero y las imágenes que observó mientras pedaleaba las pudo haber concebido sin dificultad Luis Buñuel. Váyanse de paseo con ella y disfruten y sufran casi como ella el calvario que significó andar en bici unos cuantos kilómetros para decir: debut y despedida.

 

Por: Fátima López Iturríos

Corrí… Corrí hasta que mis músculos ardían y mis venas
bombeaban ácido de batería y, luego… Seguí corriendo.

El club de la pelea.

Bicicletas… ¡Uf! No atinaba qué escribir cuando me dijeron que ese era nuestro tema para la crónica semanal. Porque, en realidad, hace mucho tiempo que no me subo a una bicicleta, casi una década. Y no estando convencida de volver a montar una, tan sólo por vivir para mi crónica la experiencia de una inmersión, decidí hacer uso de uno de mis mejores recursos: la memoria.

 Así que me regresé al tiempo en que las bicicletas todavía eran tema tabú y no existía nada de ciclo vías, ni se politizaba el asunto de la movilidad urbana. Era cuando el auge de la bici apenas comenzaba a tomar las calles y pocos éramos quienes la considerábamos un excelente medio de transporte. Era también el tiempo en el que los celulares eran artículo de lujo, exclusivos de la clase alta, y todavía no se repartían como tazos en las Sabritas.

Estando yo recién llegada del otro lado del Atlántico, en donde me acostumbré a ver circular ese medio de transporte, quise aquí continuar con las buenas costumbres aprendidas y compré mi bicicleta. Sin embargo mi experiencia no fue ni remotamente parecida a lo vivido. De hecho, me bastó con utilizarla una segunda ocasión para guardarla en el patio de mi casa y no volverla a usar jamás.

Esa fatídica mañana de sábado, día cuando mi enamoramiento con la bicicleta feneció, todo comenzó de manera bastante normal. Yo, armada de valor y con actitud suficiente para motivar a toda mi familia aunque no con la debida dosis de convencimiento, decidí que no había algo mejor para desayunar que unos deliciosos molletes del mercado de Tlaquepaque. Para efectos de situar geográficamente las distancias, su servidora vivía a tan sólo escasas cuadras del Parque Metropolitano.

Con todo listo —tenis, licras, playera, cabello recogido, sudadera y actitud— emprendí mi recorrido. A las ocho de la mañana tomé por avenida Vallarta. En realidad no hubo mucho tráfico, por lo que la travesía fue sumamente agradable. Pasé por el motel Lor, un “verdadero motel familiar” citaba el letrero de la entrada; vi cómo habían graffiteado Los Cubos, recorrí La Gran Plaza, observé las pancartas de los manifestantes en contra de la apertura del Men´s Club, me detuve en la tienda Lámparas y Candiles de López Mateos; seguí derecho, y, casi a las nueve de la mañana, yo estaba cruzando Mariano Otero. Mi estómago comenzó a requerir combustible para continuar, así que decidí buscar una fondita.

El Mercado de Abastos fue mi salvación. ¡Llegue ahí completamente bañada en sudor! Sentía toda la ropa pegada al cuerpo, pero eso no era lo molesto, lo molesto era tener que cubrirme con la sudadera amarrada a la cintura, porque las curvas de mi cuerpo resaltaban más de lo normal, parecía springbraker en un concurso de playeras mojadas; así que, aunque no quisiera y aunque me estaba sofocando por dentro, tuve que taparme.

Aquella humedad me hizo recordar cuándo, traumada por mis protuberancias, decidí incursionar en el fascinante mundo de los infomerciales: entusiasmada con la idea de un cuerpo ideal en menos de una semana, ordené unos pants reductores. Sí, tal y cómo están pensando, uno de esos conjuntos de pantalón y playera deportivos elaborados completamente con plástico, sin ningún aparato especial o complemento metabólico alguno para perder peso, tan sólo material osmótico que logra hacer sudar al cuerpo como si fuera pollo empalado en rosticería, y al que sólo ves cómo le escurre la grasa por doquier. En fin, cubierta con tal indumentaria y esperando ser la siguiente Lupita Jones, con dicho equipo duré tan sólo una hora; sin embargo, la deshidratación ocasionada por esa pérdida de liquido me duró todo el día.

Con semejante recuerdo de mi transpiración y exudando, ordené una botella de agua y un licuado grande de plátano, proteína que me duró lo suficiente para montar de nuevo y seguir por todo Lázaro Cárdenas.

Cubierta con chorros de sudor pasé por lo que antes era el Instituto de Ciencias Forenses, lugar donde se sacaban las cartas de policía, llegué hasta la Chrysler y ahí, que me espanto aún más que en el edificio viejo del Seguro Social: ¡una ambulancia casi me lleva de calcomanía en su defensa!

Seguí pedaleando. Un olor a cerveza que llegó a mis fosas nasales abrió mi apetito una vez más. Imaginé una lager de barril y unos pretzels. El licuado ya había desaparecido de mi sistema digestivo y mi cuerpo lo estaba resintiendo. Vi la Siderúrgica. Todo iba bien, sin embargo, al cruzar por el Parque de la Solidaridad y ver a unos chavos de doce año «moneándose», hizo que decayera mi ánimo.

Más delante vi a una pareja fornicando atrás de un carro. La chava no se veía mayor de quince años, el señor rondaba los cuarenta. Sorprendida y asqueada pasé la fábrica de velas. Llegué al cruce de las vías del tren, alcancé a oír algo que no venía de muy lejos y, aparejado a ese sonido, percibí una horda de personas —entre señores y jóvenes— que corrían enardecidos. No supe atinar si querían alcanzar una buena posición para subirse al vagón, quitarme la bici o algo peor. La psicosis me atrapó por completo y sólo quise desaparecer de ahí.

No obstante, después de hora y fracción de andar pedaleando, mi cuerpo no era el más ágil; de hecho iba más lento que una señora con carrito de supermercado esperando en la fila de la caja para pagar con vales de despensa.

El terror de verme completamente a merced de ese grupo tan enardecido hizo que pedaleara lo más rápido posible. En mi desesperación, hice caso omiso de La Ley de Murphy y, en consecuencia, caí en el primer bache que estaba frente a mí. Mi rodilla derecha cedió completamente ante el pavimento y la herida que ya tenía, recuerdo del futbol de unos días antes, desapareció completamente pero sólo para dar paso a una señora rajada que horas después fue merecedora de doce puntadas.

La adrenalina recorría mi cuerpo. El dolor era inexistente. Los hombres seguían gritando enloquecidos. Yo estaba completamente histérica. Como pude subí a mi bicicleta. Parecía que iba volando. Mis piernas eran más veloces que a las ocho de la mañana. Crucé frente a varias empresas de tracto camiones, mensajerías, refaccionarias. No recuerdo cómo pude cruzar El Álamo, pero cuando vi la glorieta donde instala la Expo-Ganadera seguí pedaleando como desaforada, pasé el edificio Telmex y continúe; no me detuve hasta que vi el Elektra de la esquina. Finalmente me senté en la esquina de Niños Héroes y Juárez, justo en el centro de Tlaquepaque. Comencé a revisarme.

Todavía asustada por lo sucedido, con el dolor invadiendo mi cuerpo, pensé lo qué debía hacer. Montar no estaba en mis planes, así que caminé media cuadra buscando la primer tiendita para comprar una tarjeta de teléfono y llamar al causante de tanto dolor: mi novio.

Porque ese día, cuando desperté, en un estúpido arrebato de romanticismo decidí darle la sorpresa de desayunar con él. Pobre, no sabía de mi travesía, ni del susto que le iba dar ese sábado, a las diez de la mañana, y yo con mi rodilla reventada cual granada a punto de ser comida.

Él pasó por mí y fuimos directo al hospital.

Al día siguiente, en las noticias leí que un grupo de indocumentados en una redada habían sido perseguidos por vecinos de por la zona de las vías del tren; al parecer éstos cansados de los robos y violaciones de aquellos. Los vecinos fueron apoyados por la Mutualidad de Taxistas y por la estación de minibuses que ahí paraba. Todos en bola fueron a exigirles que se retiraran de la zona. Todo terminó cuando llegó la policía y aclaró la situación. No recuerdo si fueron deportados, ni tampoco qué les pasó.

Sólo sé que la cicatriz de mi rodilla, la psicosis vivida y el cansancio que me duró más de veinticuatro horas, fueron suficientes para decirle a la bici: Gracias, pero… ¡No, gracias!

 

Fátima López Iturríos es abogada de profesión, pero escritora de corazón. Una de sus frases preferidas es: «perro que ladra, no muerde». Esta es su primera crónica en esta página y no porque no tenga qué contar, al contrario: historias le surgen a diario, es que había que empezar y ahora lo ha hecho ya, así que agárrense que viene lo mejor.