Los rituales son, además de una cosa  personalísima, un código para reafirmarse en soledad. Cuando nos sorprendemos como testigos de uno que no nos pertenece conocemos entonces una parte más que íntima de alguien que bien podría, a pesar de tener un  nombre familiar, ser un desconocido. En el peor escenario se corre el riesgo de volverse vouyerista. En el mejor: lo primero no es tan malo. 

Por Christian Mendoza

                                        “Quién se iba a imaginar/Nos tuvo que tocar/Vivir junto a esta gente/¡Yiuk!”

                                                                                                                                                         Liliana Felipe

A las seis de la tarde como de costumbre escuché sobre el adoquín el estregón de sus ruedas. Empujándole iba el hombre del sombrero, con la elegancia pausada que le confería la prenda sobre su cabeza. Admito que fue ésta y no su gracia lo que llamó mi atención: su complexión ligera de nylon gris brillante, lo hacía similar al que dentro de una docena llamo mi favorita. Esa fue razón suficiente.

Durante semanas fui testigo de su ritual a través de mi ventana. Cada diez minutos regresaban al lugar donde los vi por primera vez. Una. Dos. Tres veces. Luego, a lo lejos, el crudo estregón y un portazo. Siempre tres ciclos después de las seis. Siempre el mismo sombrero de nylon. Siempre señorial, siempre protector.

Camina imperturbable: con el sol de verano encima. Va sólo cubierto por la nimia visera de su sombrero gris. Como si lo único importante en realidad fuese empujar un cochecito de plástico. No parece darse cuenta de que el niño montado sobre él no está hecho del mismo material que el sonriente león estampado en la imitación de cofre del vehículo. Mucho menos, de que por falta de algo que lo proteja del sol, el infante arruga el rostro.

El hombre del sombrero no se detiene si encuentra a alguien a su paso, pero inclina la cabeza respetuosamente ante las damas. Para antes del final, el refinado caballero pasa junto a un grupo de jóvenes esposas por sexta ocasión: tres veces por la izquierda, tres por la derecha. En cada oportunidad cumple la reverencia.

Ellas hacen una mueca parecida a una sonrisa, pero sin levantar mucho la comisura de los labios. Luego vuelven a su conversación. Cuando hayan terminado acabarán por largarse y la plazoleta principal será de nuevo el territorio perfecto para las aventuras de los niños mayores: un barco pirata; un ancho desierto o una isla en el medio de la nada.

Hasta entonces el lugar permanece sitiado por las carriolas de cinco mujeres que ríen o cuchichean, pero que mayormente hablan sobre sus bebés. Entonces la cosa se pone seria y todas hacen cara de buenas madres: se miran displicentemente por turnos y asienten repetidamente con la cabeza. Unas con los niños de panza al hombro otras con ellos en los brazos. Todas bien contentas de ser madres y de cargar con esos bultos cubiertos en tela afelpada como tarjetas de membrecía oro para un exclusivo club femenino.

Quizá sea por eso que el hombre del sombrero nunca se detiene ahí. Puede parecerle imposible que lo acepten o tal vez sólo sea que un espacio tan pequeño le resulta a disgusto. En cambio prefiere recorrer a diario cada una de las tres calles por las que se expanden sus dominios: dominios condóminales al fin y al cabo, pero que a él deben parecerle suyos. Por eso los camina a paso lento e inspecciona las orillas en cada una de sus rondas. Porque las vallas que concentran su extensión le parecen hermosas. Porque le ocultan una ciudad rota dispar y violenta. Porque le permiten dormir de noche.

Llega el final después de la tercera ronda: esta vez el estregón antes del portazo se escucha más de cerca, no así lo segundo que tarda un poco más. Antes de cerrar la puerta, el hombre del sombrero mira con recelo a quién ha estado observándole durante los últimos 30 minutos.

Sonrío.

Él inclina ligeramente la cabeza.

No sé cuál es su nombre, pero su casa está marcada con el número 17.

 

Christian Mendoza. Hijo de Terpsícore. Lejos de ser musa se conformaría con ser diva. Lamentablemente, un escritorcillo francés rompió su esperanza: “las divas no limpian cacas”, le aseguró el descastado ¡Oh tragedia! Él ya lo hizo. En la necesidad de menores ambiciones sería para él suficiente con leer -y comprender- la obra completa de Proust, de paso, también la de Octavio Paz. Nada más porque le parece que podrían ayudarle a convertirse en un “escritor” no tan malo.