El CEO de El huevo cojo se quita de encima la pereza y escribe por fin algo fresco, aunque no tan fresco; más bien frío. Este es un recuerdo de lo que sucedió hace 27 años, la mañana que nevó en Guadalajara.

David Izazaga

Aquel viernes 12 de diciembre de 1997 no me levanté temprano, pues era día de mi descanso. Me gustaba descansar los viernes. No recuerdo qué comí, pero lo que sí recuerdo es que mis papás querían que los acompañara al festejo de cumpleaños de una tía y yo lo que deseaba era tener paz en mi día. Pero tenía novia y descansaba el mismo día que yo y trabajaba en el mismo lugar que yo (Nota: por favor, eviten que su pareja trabaje en el mismo lugar que ustedes, no lo hagan, sálvense, juro que me lo van a agradecer).

Hubiéramos ido a dar una vuelta a Plaza La Perla, pero todavía no existía, aún estaba ahí la Kodak. Nos hubiéramos quedado viendo películas en alguna de las plataformas, pero todavía no se inventaban. Me daba flojera ir al Video Centro a rentar una película y más flojera me daba rebobinarla para que no me cobraran cinco pesos e ir a devolverla al otro día.

Quiso ir a caminar por el centro de la ciudad, yo fingí entusiasmo. El ambiente navideño ya se sentía en las calles: los mismos niños que piden monedas, vigilados por sus papás a unos metros, ahora pedían monedas con un gorro de Santa Clós puesto.

Y estando ahí, en el centro de la Plaza de la Liberación, cómodamente sentados en la base del asta bandera, viendo de lejos al Hidalgo de pelo hirsuto enojarse porque se le había roto una cadena, en mitad de un arrumaco me dijo: ¿y si vamos a La Fuente?

¡Yo que más hubiera deseado que en lugar de referirse a La Fuente hubiera sido a la fuente!, es decir: a meternos al agüita, a repetir la escena aquella de La Dolce Vita, nomás con agua verde. Pero no: la cabra tira al monte y a ella ya pasada la tarde le daba sed de la mala. No es que yo le huyera a beber, solo que a mí La Fuente, ya desde entonces, me parecía un lugar sobre valorado, incómodo y eso que aún no estaba gentrificada y hipsterizada como hoy.

Bebimos tequila y nos seguimos diciendo primores. A la salida fue que reaccioné con el frío. No que no hubiera estado haciendo antes, sólo que para la noche-madrugada arreció y había un viento que se me colaba por entre los pantalones y llegaba a todas partes.

Esa noche dormí plácidamente, hasta que mi madre entró a mi cuarto a despertarme para que viera la nieve. Por entonces yo vivía en unos departamentos que aún están ahí, en el cruce de avenida Maestros y Normalistas, en un cuarto piso.

Efectivamente, había unos montoncitos de algo que parecía nieve acumulados en las esquinas de las ventanas y cuando abrí sentí el aire gélido calándome en mi cara recién despertada. Lloviznaba muy ligeramente, esa brisa fina se volvía una especie de algodoncillo que parecía desaparecer en cuanto intentabas tocarla.

Hubiera llamado al celular de mis fotógrafos y reporteros para darles instrucciones, pero aún no había celulares, lo que existían eran vípers y el mío ya estaba lleno de mensajes. Me fui lo más pronto que pude al periódico. Me subí a mi VW y circulé, como siempre lo hacía, por todo Alcalde-16 de Septiembre hasta Washington. El paseo Alcalde todavía no existía, por ahí circulaban todas las rutas de transporte del mundo, de manera que siempre era un caos. Ese día el tráfico estaba tranquilo, eso sí, todo mojado, por una lluvia que no se veía.

Fue en ese trayecto que vi a un auto Dodge circular con un muñeco de nieve en el cofre. Esa imagen me confirmó la sospecha: que por otras partes de la ciudad sí había nevado bastante.

Cuando llegué, la redacción del diario aquel ya era un hervidero: todo mundo contaba sus experiencias con la nieve.

El Siglo 21 de esos días era un gran lugar, por esas fechas habíamos superado el caos de la escisión de quienes se habían ido para formar Público y hacíamos ya un gran producto.

Pero esa es otra historia que tendrá que contarse en algún momento.

El caso es que hace unas semanas que estuve en Puerto Vallarta, acudí a una presentación de un libro a la Biblioteca de Los Mangos y vi que ahí estaban los tomos del diario Siglo21, encuadernados, mismo que fueron donados por la familia Dau.

Tomé el de diciembre de 1997 y empecé a hojearlo. La portada de ese día que nevó me llevó a recordar el episodio. “La nevada del siglo”, dice el titular, que de manera indiscutible decidimos aquella tarde del sábado en nuestra junta de redacción.

Yo era entonces editor de la sección Vida y Cultura y habíamos creado una columna muy breve en la portada de esa sección llamada Secular. Fue a José Israel Carranza a quien se le ocurrió el nombre y en ella escribíamos todos quienes participábamos de la edición… bueno no quienes nos caían mal.

Ese día, hace 27 años, el Secular lo escribimos a dos manos Antonio Ortuño y yo. Lo dejo aquí al final por si gustan leerlo.