La siguiente es más que la historia de alguien con su mascota: la autora no solo nos cuenta la manera en que su gatita apareció en su vida, sino sobre todo la serie de vicisitudes que tuvo que pasar para poder esterilizarla
Mago Rodríguez
—Ágata, ¿qué vamos a hacer? — le pregunto mientras nos miramos fijamente a los ojos y la sostengo en la plancha del consultorio.
Ágata llegó a la puerta de mi casa un domingo 18 de julio; es una gata color leona, de nueve meses. Sus maullidos y su mirada fija provocaron que le diera las dos últimas rebanadas de jamón de pavo del refrigerador, en un plato de plástico junto con un tóper lleno de agua del garrafón. Su necesidad no había sido saciada, así que nuevamente reiniciaron sus maullidos. Otra vez a revisar mi refrigerador. Soy demasiado herbívora para tu mala suerte, le digo mientras miro mi verde surtido. Tomo mi celular y recurro al confiable Google: “¿Qué verduras comen los gatos?”. Se me despliegan los resultados que hacen énfasis en: los gatos son carnívoros; leo las advertencias de todos los daños a la salud que provoca intentar hacerlos veganos o vegetarianos.
Le “Whatsappeo” a ese amigo amante de los michis para comentarle de mi sorpresiva visita. Mientras, encuentro en el congelador esos tres pescuezos de pollo que guardaba para preparar un caldo. Los saco y le doy —hecho témpano— uno. Lo recibe con real encanto. Enseguida mi amigo me advierte de lo perjudicial que son los huesos pequeños en su estómago y la salmonella que puede causar el pollo crudo. Ella me mira de muy mal modo al quitarle la pieza que, se ve, estaba disfrutando. Mientras reflexiono que los gatos comen ratones y que los ratones son roedores vertebrados. ¡Pero yo qué sé de gatos, nunca he tenido uno!
Ahora ella estaba enojada, me pelaba los dientes mientras yo le explicaba que lo hacía por su bien. Sin más qué darle, fui a la tienda y le compré un kilo de croqueta de la más económica. Quién le manda llegar a casa pobre.
Un mes, dos bolsas de croqueta, varios litros de agua, un arenero, una cama hechiza con una tina de aluminio y una vieja toalla fueron suficientes para que después de seis intentos, con sus respectivos arañazos, me permitiera tocarla. Meterla a la casa fue otra historia. El ensayo se frustró cuando, al cerrar la puerta de protección recubierta del mosquitero de metal, tres gatitos salieran de sabe dónde a llorar por su ausencia y ella hiciera lo respectivo del otro lado. Sus llantos me hicieron sentir la “Border Patrol” gringa separando familias. Desde ese día ella no entra a la casa a pesar de dejar la puerta abierta, vive con sus tres criaturas en la cochera, que no se dejan tocar por mí, pero sí comen mi comida y beben mi agua.
Ese sábado, por fin, había podido hacerla entrar en esa mochila floreada para llevarla a revisar por una veterinaria y saber cuánto me costaba ponerle un antipulgas, empezar con su esquema de vacunación y lo más importante: esterilizarla. Ritual que pienso realizar con cada uno de los gatos, cuando se dejen engatusar. Ágata tiene síntomas de encontrarse en proceso de gestación y un eco nos lo confirma. Dos semanas aproximadamente, yo como adulta responsable, propietara y feminista, pregunté por una interrupción de su gestación. Con lo que no contaba era que la veterinaria fuera una miembro más de esos grupos del pañuelo celeste, que defienden todas y cada una de las vidas humanas y no humanas que están en gestación, ya nacidas es un tema que no importa. No fue suficiente motivo contar la historia de su abandono junto con sus tres crías y mi limitada capacidad para hacerme responsable de cuatro felinos sin techo, que anexar más a esa familia era para mi insostenible por espacio y economía. Ella solo me respondió: “contamos con un servicio gratuito de adopciones responsables, cuando nazcan les podemos tomar fotos y pegarlas en el muro, seguro surgirá algún interesado. En el muro, una pizarra rotulada con fomi azul claro, junto a la palabra “Adopción”, se podía ver fotos de cachorritos de perros y gatos, fechadas desde enero del 2019.
En Tlajomulco hay 80 mil gatos y perros abandonados en las calles de los muchos fraccionamientos que conforman el municipio. Mi gata había sido parte de esa cifra hace un mes y me rehuso a engrosar la estadística. Desconcertada, la metí en su mochila; el asistente de la veterinaria aprovechó su ausencia para decirme que en la perrera municipal me la esterilizarían sin importar su estado de gestación. Por ese mismo estado tampoco pudo ser vacunada y desparasitada, ya que dichos servicios podrían provocar contratiempos en el embarazo. Pagué y abandoné el consultorio.
Cual madre preocupada por el inesperado estado de su criatura, paré una mototaxi y le pedí que me llevara a la perrera, estaba decidida a que una acción instintiva de mi gata no nos arruinaría nuestros planes futuros. En el camino le fui contando mis vicisitudes al chofer, mientras poco a poco nos internábamos en una zona alejada del ir y venir de la gente del pueblo: el camino pasó del pavimento barato a pura terracería enlodada; lo alto de las hierbas y matorrales del lugar impedían ver casas o alguna edificación. Fue entonces que caí en cuenta que yo no tenía ni idea de dónde quedaba la perrera y mucho menos conocía los rumbos en los que andaba. Me pendejee por no traer mí gas pimienta y por haberme subido a la mototaxi sin la más mínima precaución. Si el chofer intentaba algo, ¿le lanzaría la gata al rostro mientras corría? Había actuado como estúpida y solo se me ocurrió compartir mi ubicación en tiempo real en el grupo de WhatsApp que formamos mis hermanos y yo. Al menos sabrían dónde quedó el cuerpo.
Ocho minutos eternos después llegamos a las instalaciones de la “Dirección de Acopio y Salud Animal”: una extensa área verde donde se podía ver un consultorio móvil rotulado con un perro y un gato, invitando a la campaña de esterilización gratuita. “Seño, usted no se baje, se va a mojar sus tenis y yo traigo botas, deje pregunto”, me dice amablemente el chofer mientras se baja y toca. El lugar estaba, cerrado como toda dependencia gubernamental trabajan de lunes a viernes. Nos lamentamos y nuevamente tomamos el camino de regreso.
“Qué mal seño, yo no sabía que los veterinarios preferían ver perros y gatos en la calle, tantos que hay. ¿Sabe?, vamos a pasar por una veterinaria de un conocido mío, si gusta se baja a preguntar si ahí se la operan, nada más que yo me voy a parar antes, para que no vean que ando promoviendo esas cosas, porque no sé si él esté de acuerdo”.
Y así lo hicimos: me dejó dos locales antes, me bajé y le comenté al veterinario la situación en la que me encontraba. Su respuesta fue la misma: si Ágata estaba preñada, sería imposible realizar la esterilización.
Me salí y se lo comenté a mi ahora aliado; cabizbajos seguimos el camino. Ya en la cabecera municipal de Tlajomulco, hicimos un último intento en otra veterinaria. Sin mucha esperanza, le pregunté directamente al veterinario: ¿hace usted interrupciones de embarazos en gatas? Rescaté a mi gata, que ya está embarazada de aproximadamente dos semanas, y yo no puedo hacerme cargo de más gatos.
“Si, yo la esterilizo y retiro los sacos embrionarios, la cirugía no es muy riesgosa para la gata, siempre y cuando tenga menos de la mitad de tiempo de gestación y guarde el ayuno. Yo no estoy a favor de que haya más animales maltratados en las calles.
¡Por fin un veterinario de pañuelo verde! Mi Ágata y yo podríamos seguir con nuestros planes de convivencia, sólo tendría que desembolsar mil 500 pesos, hacer una vigilia de 12 horas y no sé cómo: bañarla. O pedir un día de vacaciones en el trabajo e ir a la Dirección de Acopio y Salud Animal para que le realicen un aborto seguro a mi felina compañera. Optaría por los servicio públicos y gratuitos que da el Ayuntamiento, como le dije: ¡quién le manda caer en casa pobre!
El lunes, a las 9:30 am, marqué a la perrera, luego de una hora y repetidos intentos, me contestaron para decirme que las citas para esterilización se hacen en punto de las 9:00 am, los lunes de cada semana, preferentemente de manera presenciales y tienen un costo de 200 pesos para gatas. La opción de la perrera quedaba descartada, no podía dejar pasar más semanas y correr el riesgo de complicaciones. A buscar un veterinario con costo más accesible. Cinco llamadas y encuentro uno que por mil pesos la esteriliza y por un extra también la desparasita. El viernes a las 10:00 am me presento con mi gata en ayuno de doce horas. En el consultorio, Poncho el veterinario, me recibe con uniforme característico de color azul marino, bandana a juego y cubrebocas. Mientras revisaba a Ágata noto sus brazos tatuados y los pelos de animales que cubren su uniforme. ¡Listo!, se ganó mi confianza: tatuajes bien realizados y señales de que sí tiene contacto con animales. Veterinario especialista en perros y gatos, me muestra su cédula profesional y título.
Los procedimientos por realizar serán, aparte de la esterilización, una dermatoscopia ya que presenta una lesión en la piel que le ha hecho perder mechones de pelaje, y desparasitación. La dejó y me retiró a casa, para hacerle sus fajas postoperatorias, preparar su camita con ropa limpia y cocer pollo, porque seguro tendrá hambre.
“Todo bien. Si gusta nos vemos a las 6 pm para entregársela”, fue el mensaje que recibí a las 15:58. Puntual llego por mi Ágata, aún sigue con efectos de la anestesia; me explica Poncho que no se encontraba embarazada, sino que los ovarios los tenía inflamados por unos quistes y la pancita era por parásitos. Recibo las indicaciones de cuidados en su aseo, medicación, alimentos y cita para retirar los puntos. Ya vamos a casa, le digo mientras la abrazo dentro de la mochila. Llegando te tengo una sorpresa: ¡pollito!, le hablo tiernamente mientas ella me mira con sus grandes ojos amarillos que parecen decirme: ¡Pinche Karen, te pasas!