El autor de la siguiente crónica se vale de su experiencia de haber vivido en Atotonilco El Alto, Jalisco, un buen rato, para contarnos sobre las joyas culinarias de ahí, los secretos mejor guardados de esa región, que siempre se ha destacado por contar con muchos lugares para satisfacer el apetito y el sano esparcimiento. Recordar una parte de nuestra vida a través de los sabores gastronómicos es un tema recurrente y siempre necesario. ¡Buen provecho!

 

Gerardo Guerrero

 

«¿Apoco no eres de aquí?», es la pregunta que surge cuando hablo de algo que sucede allá en mi rancho. «No, sí soy de aquí, pero mis papás y mis hermanos viven allá; yo ya me regresé […] Viví seis bla bla bla bla, hasta que bla bla bla…», es la retahíla que responde, seguida de las risas de mis amigos a quienes les toca presenciar por enésima vez la misma escena.

Con el criterio adecuado, cambiar de lugar de residencia puede ser una experiencia emocionante y llena de cosas por descubrir; para un púber puede ser todo lo contrario, aunque supongo, también depende del mono.

Llegamos a vivir a Atotonilco el Alto cuando tenía doce años. Tan brusco fue el cambio y tan poco tiempo de adaptación hubo, que justo el domingo antes del día de inicio de clases, el camión terminaba de descargar los últimos muebles en la casa. Aquel día, tan cansados y hambrientos como se está después de desplazar cinco vidas completas a poco más de cien kilómetros en menos de cuarenta y ocho horas, salimos en busca de una buena pizza para cenar. Descubrimos un carrito, cerca del centro, y pedimos dos pizzas y una Fanta para llevar. «No vendemos pizzas completas, señor. Solo de a pedacito», recuerdo que le dijeron a mi papá.

En nuestra primera semana, todavía con la casa volteada, probamos suerte a ir descubriendo aquellos lugares ricos para comer. Uno de los primeros días dimos con la Lonchería Tere. La especialidad: el lonche de pierna, así: sencillito. Deshebrada y sin adobo, con su crema, jitomate y jalapeño, todo en un bolillo redondito y delicioso que difiere con los que uno ve en la ciudad. Por otro lado, un licuado de guayaba extragrande, de esos a los que les sientes en el fondo los granulitos de azúcar.

Nos encontrábamos disfrutando aquella sencilla delicia cuando, de golpe y a la hora en punto, las seis o siete personas que trabajaban en el lugar detuvieron sus actividades para, con una intensa devoción, ponerse a rezar frente al televisor en unísono impecable con la monja que sale en el prime time de Mariavisión. Después de breves minutos, con la misma sincronía y rapidez, todo volvió a lo habitual.

A los días sucedió lo inevitable: descubrimos a Los Cuñados. Llegar a una de sus taquerías es exponerse, desde la banqueta, a ser envuelto por ese delicado aroma a cerdo rematado con adobo y guisado en su fantástica manteca. Sin temor a equivocarme, quizás esta sea la mejor carne al pastor del país, en una de esas del planeta. Rebanada en el tamaño perfecto, ni picada ni fileteada, y bañada con su salsa de chile morita; ya sea en una gringa, o bien, en un plato de cuatro tacos repletos de cebolla y cilantro en armónica composición vitruviana, es una maravilla catalogada por expertos como un tipo de experiencia iluminada.

A pie de carretera, como se le conoce a la calle principal, podemos encontrar los famosos cafés: cantinas disfrazadas de expendios de aquel amargo y ansiado elíxir. La maravilla de lugares como el Café Anaya, o el ahora desaparecido El Gato Tuerto, reside una vez más en la sencillez de lo que ofrecen. Imagínelo usted: un vaso de unicel de diez onzas, por aquello de la portabilidad, pues estos lugares son la parada matutina obligatoria tanto de jornaleros como de oficinistas. Directo de la tetera -que está veinticuatro siete en la estufa- se vierte hasta la mitad agua hirviendo. Luego, extracto de café en frío, digamos, hasta poquito arriba de los tres cuartos; ahí para. Para entonces aquello ya está humeante. Para fulminar el resto del vaso, un chorro de rompope, que, sin perturbar su esencia, lleva la experiencia cafetera un peldaño arriba. «Café, Nescafé, Canela y Té», rezan los letreros afuera; ya depende de lo que uno traiga ganas.

En vacaciones, cuando acompañaba a mi papá a la oficina, nos dábamos una escapada para ir a desayunar a los mejores tacos matutinos de Atotonilco: El Rey sin Fortuna (mejor conocidos como Los Tacos de Perro), ahí por la Matamoros. De nuevo: sencillos tacos de carne de res. Aquí la magia es que van bañados en una salsa de jitomate mezclada con caldo de res: inimaginable.

Cuando tocaba cena fuera de casa, entre las quesadillitas de la Presidencia, La Empanada Loca o El Taco Loco, era difícil decidirse por una sola opción. Sin embargo, nuestras favoritas eran tres: Chuy El Coqueto -siempre me he preguntado qué le pasó a su ojo- que ofrecía cena de comal en la sala de su casa, siempre abarrotada. Los Dogos de la Narcomenudista; un clásico carrito callejero de hot dogs y hamburguesas atendido por una señora que, se decía, ofrecía otro tipo de productos a clientes más selectos. Y, por último: los tacos de El Paisa. «Ahí le va una Lys, paisa», decía el viejo extendiéndote en su mano, sin interrumpir sus labores taqueras, un pedazo de papel de estraza cortado en el tamaño exacto de una servilleta. Sus salsas, para los amantes del comino, algo imperdible.

Ya de ahí, y si alcanzábamos, pues acaban pronto, rematábamos con un churro con cajeta de con Los Juanes. Todavía, cuando vamos de visita, hay que ser selectivos porque un fin de semana no alcanza para hacer el tour completo.

Fue así como poco a poco y sin sentirlo, entre congregaciones religiosas encubiertas de loncherías, tacos como sólo se dan los Altos de Jalisco y pizzas de a pedacito, en campo contrario me fui haciendo aliado.

Hace once años que regresé a vivir a la ciudad, sin embargo, mi estómago amanece todos los días con ganas de haber despertado allá.