La autora de la siguiente historia nos lleva por un camino por el que, de alguna manera, vamos todos: ¿una o dos tortillas nada más? ¿Cómo resistirse a manjares como los que preparan las mamás y, encima, a tortillas tan bien hechas? ¡Al cabo es viernes!

 

Rosy Muñoz

 

“Bueno, pero hoy comeré solamente dos tortillas”, me decía en mi mente mientras pellizcaba la mitad de una concha que quedó desbalagada en una bolsa de plástico que transportó el pan de mi esposo, el mío ­—claro, integral­— y el de mi niña: una concha que perfectamente sabía no se terminaría de comer.

Cortaba un pedazo con mis dedos y me lo llevaba a la boca, después un trago de café y repetía la acción. Sentía que, si sacaba por completo el pan de la bolsa, comería más.

Total —pensé— me lo acabo y ya no tendré tentación.

Al medio día fui a casa de mis papás, con la firme convicción de que hubiera lo que hubiera para comer, sólo me comería dos tortillas.

Llegué a su casa y, como iba con mi hija, la deje ahí para poder ir a la carnicería a comprar algo para los siguientes días.

Inevitable fue no ver las bolsas de chicharrón “de hoja” que cuelgan arriba de las carnitas. Antes de entrar a pedir la carne, vi una de ellas, con poquito chicharrón que tenía carnita pegada y que es lo que la mayoría busca; pregunté el costo: pasaban de 70 pesos.

—50 nada más—, le dije a la chica

—Te quito del que no tiene carnita, ¿verdad?, me dijo.

Confirmó mi sospecha: la carnita pegada al chicharrón era el manjar. Así ya no llegaría a hacer la comida–cena de mi esposo: un pico de gallo y a taquear, jamás recordé lo de la promesa de las dos tortillas.

Al llegar, mi mamá me dijo: “Rosa: te sirvo”. No sé si solo sea la mía, pero siempre tiene una apuración por dar de comer a sus hijos; desmejoradita no creo que me vea.

En fin, le dije que yo me servía: una cazuela grande con carne en su jugo que preparó mi hermana me daba la bienvenida desde la estufa, y en la mesa, tacos dorados de esos que venden a dos pesos en Atemajac.

“Si quieres, agarra unos taquitos” ¿Si quiero? ¿Cómo iba a desaprovechar la invitación, si ya estaban calentados? Les puse harta lechuga, salsa, cebolla, cilantro, toda una ensalada que ocultaba las más de dos tortillas que supuestamente me había ordenado en la mañana.

Carnita en su jugo —poca eso sí— en mi plato y en otro, mis tres tacos dorados de quien sabe qué, jamás les encuentro un sabor en específico, puede ser carne guisada con jitomate, papas quemadas de tanto que nadaron en aceite, o requesón, aunque esos son de tres cincuenta. Una coca –sin azúcar– fría, mi mamá frente a mí, mi hija al lado de ella, mi sobrina y su inseparable celular. Viernes: no te acabes.

Cuando comía el último pedazo de taco, pensé: en la noche solo me como dos tortillas más y ya. El chicharrón, para que sepa bueno, debe ir en tortilla. Total, comenzaba de nuevo el lunes, ahora sí sin fallar. ¡Eso sí!: solamente dos taquitos me prepararía, me dije una y otra vez.

Antes de regresar a mi casa, me preguntó mi mamá que si no quería frijoles de la olla. Desde que vivo con mi pareja solamente una vez hice frijoles; mi mamá tiene olla exprés, mi suegra los hace en olla de barro, así que convenía mejor una de éstas. Recuerdo que les agregué cebolla y ajo, los dejé cocerse por más de una hora y casi al final, la sal, por instrucciones de mi mamá.

Quedaron horribles, ni tanto gas desperdiciado, ni la cebolla, ni el ajo, ni nada los salvó. Después me dijo mi suegra que seguramente no curé la olla. ¿Curar? ¿Quién estaba enfermo?

Me dio mis frijoles al tiempo que me decía: “ya no tengo moldes, los has de tener todos”, pero inexplicablemente salen y salen botes de yogur de la puerta donde los guarda por alteros. Prometí llevarle la siguiente vez moldes y demás utensilios con alto valor de importancia para ella.

“Si no, ¿dónde te doy la comida?”, me dijo.

Evidentemente mi esposo no había comido más que las sincronizadas que le dejé preparadas antes de salirnos. No tenía hambre decía, hasta que vio el chicharrón “de hoja” con su carnita pegada. Piqué jitomate, cebolla y chile verde en cubitos, gotas de limón, su aceite de oliva para que resbalen las culpas, sal y al último cilantro. Las tortillas desfilaron: no dos, ni tres, ni cuatro.

 

(Esta crónica fue leída en el podcast "Las bolas del engrudo" por la autora)