La autora de la siguiente crónica nos lleva de la mano por un recorrido que para ella es cotidiano: una ruta por la que conduce y en la cual registra todo lo que observa y que la lleva a casa: una pequeña colonia de trabajadores de la minería, en Nacozari, Sonora.
Adriana Zavala García
Conduzco de regreso a mi casa después de una breve visita a mi ciudad natal, tengo un sentimiento de tristeza, como si hubiese sido ayer que partí por primera vez. Con certeza, mis dos hijos cargan el mismo sentimiento, más un toque de arrebato adolescente.
Me dejo ir en las dominantes curvas de la sierra, siento que danzo con ellas. De fondo suena un playlist de rock de los 70´s.
Escucho el canto a murmullos de mi hija y la respiración profunda de mi hijo, que duerme como si no lo hubiera hecho en días.
De repente, aparece la luna frente a mí, tal como si me guiara, mientras pienso en el sin fin de historias que albergan estos caminos, incluso las propias.
Miro las cruces y pequeñas tumbas: homenajes de un ser querido que partió, abandonando su alma en un accidente. Recuerdo a Roberto, compañero y amigo de la universidad, que dejó su última mirada en esta carretera.
Un letrero a un lado del camino dice “Puta de la sierra”, me causa la misma gracia que cuando lo leí por primera vez. Mi hijo me pregunta: ¿he leído bien? y obtiene de mí una sonrisa sarcástica. Sí, has leído bien, le respondí. Y continuamos nuestro camino por la ruta de la sierra, admirando sus paisajes y matices.
Nos faltan más de 60 kilómetros para llegar, cruzo el puente Moctezuma, posiblemente el más largo del recorrido, que crece sobre los extintos cauce del río Sonora.
Alcanzo a mirar a familias pasando el rato en la zona, algunos haciendo la tan clásica y homenajeada carnita asada, otros solamente tomándose unas “cheves” de Tecate light o de Bud light, eso ya dependiendo de la “promo” del día.
¿Cuál pandemia?, me pregunto.
Mas adelante paso de lado una glorieta en la que han instalado una imponente estatua del Moro de Cumpas, un caballo que se hizo famoso por una carrera que no ganó, y al que le escribieron un corrido.
El viaje comienza una importante osadía en la que pone a prueba mis reflejos y habilidades para esto de la manejada, pasando por caminos de terracería y secciones tan angostas, que solo es posible el paso de un vehículo.
Hace poco más de un año, una lluvia intensa ocasionó que el cauce del río creciera como no lo había hecho en años, y derrumbó parte de la carretera.
Pareciera que nuestro recorrido ha terminado: nos topamos con el letrero de “bienvenidos a Nacozari de García”, un pequeño poblado minero que no alberga más de 13 mil habitantes.
Se me hace divertido contar la analogía, de si, cada uno de sus habitantes, incluyendo a nuestras mascotas, ocupáramos un asiento del estadio Azteca, no llenaríamos ni si quiera una cuarta parte.
Ya puedo oler el humo y sentir el frío que cala hasta los huesos, algunos ya están tizando su estufa de leña. De seguro doña Norma ya está haciendo sus tortillas “sobaqueras” para la semana y sus frijoles refritos. Me encanta visitarla, durante nuestros primeros días en la ciudad fuimos amablemente hospedados en su casa. Extraño su riquísima comida al estilo pueblo sonorense, con tanta grasa que juraría que me taparía una arteria, y sus constantes regaños: era de su predilección regañarme hasta por llegar cansada del trabajo. Constantemente me decía que las mujeres “pura monda” tienen permiso de cansarse, un comentario que surge a raíz de la educación machista, propia de la región.
Hago una pequeña parada para comprar una taza de café recién tostado y pan dulce. Doce kilómetros hacia la cima de la sierra se encuentra nuestra casa.
Algunos kilómetros hacia adelante es necesario cruzar un estricto módulo de seguridad: ha iniciado nuestro recorrido por los caminos propiedad de la mina de cobre “La Caridad”, la tercera más grande del mundo.
Al inicio me causaba nervios, ahora hasta de tú me saludan.
Con cautela continuo mi recorrido, sé de memoria la zona por donde suelen cruzar algunos animalitos de la región: correcaminos, zorrillos, tlacuaches, venados, lobos, leones de montaña, liebres y coyotes, por mencionar unos cuantos, porque bajan a un pequeño represo a tomar agua.
Siempre que tránsito por esta zona se me viene a la mente el comentario de doña Brenda: si atropellas un venado, lo echas al carro y me lo traes para hacerlo tamales; ganas no me faltan de llevarle al venado que se come mis tulipanes y rosales. Ya es historia vieja las múltiples ocasiones que he tenido que salir con escoba en mano para espantar a uno que otro venado que viene hacer averías.
Cerca de llegar a casa puedes observar, como si se abriera un telón entre las montañas, el imponente tajo de la mina y sus colores entre rojizos y turquesa. Un atípico paisaje que te llama a detenerte por unos instantes y admirar tan imponente obra de la ingeniería humana.
Pasan dos minutos y ya me encuentro en la puerta de mi casa, ubicada en una colonia de trabajadores de la minería, bastante tranquila, que aloja uno que otro chisme y rencilla, que hace más entretenidos el pasar de los días.
(Esta crónica fue leída en el podcast "Las bolas del engrudo" por la autora)