A quien no le haya pasado un accidente grave de pequeño, que levante la mano. ¿Nadie, verdad? La siguiente historia es un recuerdo de esos: la autora reconstruye la ocasión en que sin más y de repente, en una caída, se rompió la nariz. Acompáñenla en este puntual recorrido por sus recuerdos.

 

Esmirna Moya Romero

Foto de Mc James Gulles, vía Unsplash

Comienza a salir el sol, va iluminando solo la parte superior de las fachadas, la luna de octubre se ve que camina con nosotros y nos acompaña a la escuela “de arriba”, llamada así por la pendiente de la calle. Tenemos que cruzar la plaza para llegar a la urbana 625 y están modificando el piso, en lugar de baldosas de cemento, colocan adoquines en forma de hexágonos; como apenas los están instalando no quedan parejos y en un instante que no me fijé: ¡zaz!, me caí.

Por algunos segundos no supe de mí, a pesar de no haber quedado inconsciente, comienzo a escuchar voces: “levanten a la chamaquita”, “se cayó”. Mientras sale la gente de la carnicería, me ayudan a levantarme, llevándome al primer escalón que tiene el mercado; me piden que haga la cabeza hacia atrás, percibo el sabor a sangre como si se me hubieran caído los dientes. Me preguntan si me duele, doña Conchita me echa aire con su mandil, yo no comprendo lo que pasa, se hace presente una de las doscientas tías que tengo, baja a toda la corte celestial, se ofrece a llevarme a casa y manda a mi hermano a seguir su camino.

Después de cerciorarse que puedo caminar, se echa a la espalda mi mochila y habla para sí: “¿Cómo le doy la noticia a tu mamá? Dios le ayude para que no le haga daño”. Mientras camino siento un hielo en el pecho y traigo lágrimas en los ojos sin haber llorado, notaba muy nerviosa a la mujer, sentía que mi cara se estiraba, las piernas me temblaban, no tenía dolor, pero todo olía a sangre.

Al llegar, mi representante pidió que me quedara en el ángulo en el que no me vería mi madre, para evitar la impresión, mientras ella saludaba amablemente. Salió a la puerta y como si supiera dónde estaba yo, no miró nada más, se le abrieron los ojos hasta el suelo, preguntó qué había sucedido. Mientras entrábamos, Tere insistía en que debía permanecer sentada y tranquila, le aterraba ver la panza de treinta y nueve semanas de embarazo.

Ya sentada en un equipal me di cuenta de que, al mirar de frente, veía una sombra, si hacía bizcos era más grande. La tía explicaba que me había tropezado, que ella tenía el teléfono de un “otorrinolaringólogo”, oriundo del pueblo y que era muy bueno; se fue por el número a su casa. Desconocía ese término, me sonaba a un animal, sin embargo, alcanzaba a notar que algo estaba muy mal. Como entonces no existían los celulares, mi mamá salió a la banqueta intentando ver si mi papá ya venía a desayunar, para contarle lo sucedido.

A solas, comenzó el interrogatorio de la mejor fiscal de mi existencia, pero no tenía mucho que decir, no sabía lo que me ocurría, así que ella me explicó que me llevarían con un doctor para que me revisara la nariz. Iniciaba mi angustia, porque médico era sinónimo de inyecciones, pero se convirtió en horror cuando recordé a “la señora sin nariz”. Comencé a sollozar quedito y de inmediato le dije a mi mamá que quería verme en el espejo.

Mientras me preguntaba si estaba segura, tomé valor por la boca y comprobé que aún poseía mi órgano olfativo. Tenía clavado en la mente el día en que la encontré, sentada en una piedra, siempre usaba rebozo para cubrirse la cara, pero esa ocasión al pasar frente a ella y quedar su rostro a mi altura, vi lo que a todos ocultaba: ya no tenía dientes, su piel estaba llena de arrugas, su cabello era blanco y solo tenía dos hoyitos sobre su boca: ¡no tenía nariz!

Estaba temblando al pensar que la viejita se había caído como yo, el reflejo me mostró una niña espantada, con los ojos hinchados como si hubiera llorado por horas y un enorme cráter blanco en medio de ellos. Oí llegar a mi papá, quien al decirle que necesitábamos ir al doctor imaginó que se convertiría en padre por tercera ocasión en unas horas, después de enterarse del acontecimiento, solo salió a dar instrucciones para que se realizara la labor en el rancho y atendió a la tía que le indicaba cómo llegar al consultorio del doctor García.

Íbamos en el camino de siempre a Guadalajara, pero este viaje ya no era a la explanada de la Normal para asistir al circo. Las pláticas giraban en torno a todo menos a mi caída. López Mateos, ingresar al túnel de la dimensión desconocida para salir a la avenida Hidalgo y en alguna calle retornar para tomar Pedro Moreno, donde se encontraba la fachada verde con el número 1186. Llegamos sin cita, pero una llamada “informativa” había puesto sobre aviso al especialista, quien al encontrarse con mi papá lo saludó con mucha confianza y recordaron que habían sido compañeros de la primaria.

Con solo observarme, el doctor ya sabía de qué se trataba, pero tenía que hacer el chequeo de rutina, no había más testigos del hecho, yo tenía que explicar lo que había pasado; sin embargo, no lo tenía muy claro. Me mandó a conocer las radiografías a unas cuadras de su consultorio, donde me metieron a un cuartito, a solas, me tomaron una foto con mucha luz que en cuestión de minutos nos entregaron por la orden de “urgente” que traíamos.

Al revisarla nos explicó que, en efecto, me había fracturado el tabique nasal, en aquel negativo grandote parecía que le habían borrado un pedacito a la línea de la nariz. Era un procedimiento sencillo, decía el doctor, solo había que dar un “jalón” e inmovilizar la zona por unos días, pero advirtió que era muy doloroso, por mi edad era muy probable que no lo soportara, si me movía un poco no funcionaría; la propuesta fue realizarlo con anestesia y en un quirófano, garantizaba realizarlo con mayor precisión y de forma exitosa.

Mi papá se quedó arreglando los asuntos monetarios con el médico, quien no dejó de tratarlo como su cuate; en una silla del pasillo se sentó mi mamá y comenzó a llorar, al verla inicié con lo propio mientras deslavaba la sangre coagulada que seguía en mi nariz. Me sentía culpable, nunca la he vuelto a ver tan preocupada por mí como en aquel instante. Al percatarse de mi tristeza, con dote histriónico me dio consuelo, diciéndome que no quedaría como Doña Severa, solo me acomodarían lo que se rompió, todo iba a salir bien.

Había que regresar a casa para llevar dinero, ropa y organizar a los jornaleros; la cita era a la una en punto, había que estar media hora antes en el hospital Bernardette. Me dejaron en casa de mi abuelita para evitar el trayecto completo, pero no podía comer las delicias que preparaban ahí; mis tíos hicieron rueda de prensa para saber por qué estaba manchada de sangre, nunca me cambiaron el vestido, tal vez por llevar la evidencia del crimen o porque simplemente nadie lo pensó, era muy notorio: color blanco y con una solapa en plata, el uniforme escolar solo era obligatorio los lunes, de martes a viernes éramos libres.

Llegó el momento de ingresar al hospital, solo sería entrada por salida; me vistieron con una bata en un cuarto para subirme a una camilla, los rostros de mi madre y de mi abue me dolían más que el golpe a esa hora, me llevaron a convertirme en la excepción: entre mis hermanos y primos nadie tenía en su haber una cirugía. Me clavaron el suero en mi flaquísima manita y el anestesiólogo comenzó a hacerme plática, me preguntó mi nombre, mi edad, el nombre de mi escuela, mientras le contestaba no perdía detalle de sus manos que estaban inyectando el conducto del suero.

Pensaba que me pondrían una mascarilla con un tubo arrugado en toda la cara, sentí un hormigueo por todo el cuerpo, después llegó el sueño, trataba de evitar a toda costa quedarme dormida, quería ver qué me iban a hacer, por lo que traté de abrirme los ojos con la mano que tenía libre, me pidieron dejar que solitos se cerrarán y ya no supe más.

Sin saber cuántas horas habían pasado, comenzaba a despertar, quise levantarme, inútilmente: el cuerpo no me respondía. En eso percibí la luz, muy lejana de mí, pero era blanca y brillante. En aquel momento dije: “ya me morí”, no sabía si así se llegaba al cielo, seguramente había visto alguna película donde las personas caminaban hacia aquella misteriosa luz y denotaba el fin de sus días; dos lágrimas recorrían mis mejillas, imaginaba a mamá con mi hermana en su interior y desconsolada por mi muerte, me angustiaba lo que ella iba a sufrir.

Se abrió una puerta a mi lado y estaban mis dos ángeles guardianes con mi ropa entre sus manos, diciendo que ya me llevarían a casa. ¡Seguía viva! Ellas pensaban que el llanto era de dolor por la operación, no les dije lo que realmente pasaba. Me vistieron, pregunté la hora y tan solo habían pasado veinte minutos después de la una. En muy poco tiempo para regresar del más allá. Escuché que el doctor hablaba de cuidados para dormir, solo boca arriba, prohibido tocar, sonarse, evitar estornudar y casi casi respirar, les entregó una de mis fotografías que le habían llevado para conservar el diseño original de mi nariz. Me esperaba en siete días para revisión.

Tal vez el cirujano me dejo más bella, la familia dice que estoy igualita antes y después. Consecuencia de todos los cuidados que me brindaron es que ha sido funcional por más de treinta años, no fue necesario un repuesto, no he vuelto a caminar por la calle con las manos en los bolsillos desde entonces, pero esa experiencia traumática no estaría dispuesta a repetirla, a menos que sea completamente necesaria.