Hoy se cumple un aniversario más del lúgubre 22 de abril en Guadalajara: el día que sucedieron las explosiones en los ductos de drenaje de una parte de la ciudad. La herida, a pesar de ya tantos años transcurridos (29 años), no ha sanado. En este espacio, cada año intentamos rescatar un nuevo testimonio de ese día y hoy no es la excepción.
Ricardo Gómez
Mi mamá se fue a la cocina de la casa de mi tía Concha para desayunar con ella, a mí me dejó –ya desayunado– sentado frente la tele en la sala que apestaba a gato, mientras ellas iban a tener una plática de “gente grande”, que no podía interrumpir: esa fue la indicación. Resignado y aburrido, giré la perilla de la tele vieja y polvorienta para cambiar los canales esperando encontrar algo que me hiciera más amena la mañana de ese miércoles.
Un par de cachorros y unas guacamayas aparecieron en la imagen, retuvieron mi atención. El Show de Cristina se estaba transmitiendo y las mascotas eran las invitadas de ese día, dejé ese canal, regresé al sillón forrado de pelos de gato, y me metí de lleno a observar las historias que se presentaban. “Interrumpimos esta señal para informarles que ocurrió una explosión sobre las calles de Guadalajara, en breve daremos más información”. Sí, interrumpió un locutor la señal, aunque quizá haya dicho otra cosa, igual no le di importancia.
Cuando era niño las vacaciones de Semana Santa y Pascua eran de lo peor. Mis papás no nos llevaban a pasear a ningún lado porque no eran días de fiesta, sino de luto. Esas fechas desde siempre las recuerdo con mucho calor. Mi mamá y las vecinas rezaban el rosario de los misterios dolorosos, cuando concluían, seguían con otras letanías interminables; eran días de guardar ayuno. Sopor de fe, de calor, de las películas con la historia agónica del inocente torturado, crucificado. La peor época del año y yo sentado en un sillón lleno de pelos de gato, en una sala apestosa a orina rancia de ese animal.
La señal regresó a su programación habitual para enseñarme, con Cristina Saralegui, que la gente es capaz de hacer todo por sus mascotas –suscribo–, se presentaron ejemplos y la ternura se desbocaba con cada perrito, gatito u otro animal que aparecía en pantalla. “Las explosiones son tan fuertes que hay incluso coches y camiones sobre las azoteas de las casas”, dijo un reportero en otra interrupción informativa, o al menos creo que eso dijo, porque aparecieron imágenes de un bocho sobre una casa; fue entonces que le di más importancia a la noticia, pero no la suficiente como para ir a interrumpir algo que no debía interrumpir entre mi mamá y mi tía abuela.
Me quedé con las ganas de que regresaran las mascotas a la pantalla, eso ya no ocurrió, la tele me seguía diciendo que era un peligro mortal andar por las calles de Guadalajara, mensaje poderoso que me hizo correr a la cocina.
–En la tele dicen que Guadalajara está explotando– advertí a las dos damas sentadas en el comedor.
–Te dije que no anduvieras dando lata, deja platicar a la gente mayor, vete a ver la tele– respondió enojada mi mamá.
Su tono fue contundente, pero el llanto de mi tía abuela, me convenció de que no debía estar ahí, decidí que era mejor regresar para seguir viendo la explosión.
“Las tapas de las alcantarillas salen disparadas por la presión del gas, la ciudad está en peligro, se está evacuando la zona industrial”, seguían informando en la tele.
Eso último encendió más mi alarma: mi papá trabajaba en la zona industrial, en la Canadá, y la tele me decía que estaba explotando, corrí de nuevo hacia la cocina que también olía a gato y licuado de plátano con chocomilk, para arrastrar a mi mamá hacia la tele.
“El trabajo de mi papá está explotando, ven a ver”, le insistí.
Más por mi insistencia que por sus ganas, me acompañó para ver lo que le advertía. Su cara cambió apenas vio las primeras imágenes. Su semblante fue sombrío, regresó con mi tía Concha para despedirse de inmediato, me tomó de la mano y caminamos tan rápido como un niño regordete de 10 años podía andar, tomamos camino por la calle 74 hasta su cruce con Medrano, para tomar el camión hacia casa.
Pasaron dos que no nos dieron la parada, iban repletos. El movimiento de la gente no era habitual, algunos caminaban de prisa y llorando, otros corriendo; mi mamá preguntó a una señora qué había ocurrido, ella sólo respondió que estaban explotando las calles y que no fuera hacia allá, apuntando con su mano hacia la zona; un tercer camión nos levantó. El chofer nos apresuró a subir, no quiso cobrarle a mi mamá los pasajes, se iba lamentando por lo que vio y no dejaba de repetir que la había librado.
Entre los pasajeros venían algunos con ataques de pánico, empanizados de polvo y terror, uno de ellos una mujer de pelo rizo, sin un zapato, desconsolada, no gritaba, pero su llanto era profundo y violento, era asistida por otras dos personas que preguntaban qué podían hacer por ella, pero su respuesta era más llanto; mi mamá me apretaba más fuerte la mano.
Apretujado y espantado, por la ventana del camión vi pasar a mi hermano (es mayor por tres años) montado en su bicicleta, iba acompañado de otros cuatro vecinos, también en sus bicis; le dije a mi mamá que lo había visto pasar con rumbo hacia la zona, pero no me creyó.
Cuando llegamos por fin a casa, mis tres hermanas (todas mayores que yo), estaban llorando, preocupadas por mi hermano que fue a buscarnos y porque en la tele escucharon que estaba explotando la Canadá. Si ese día fuera un rosario, estaríamos apenas en el segundo misterio doloroso, La flagelación de Jesús.
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“Lo que explotó, explotó”, dijo mi padre por la noche de ese 22 de abril de 1992, como justificación para regresar a la casa que habíamos dejado a mediodía para escapar al sitio que conocíamos más alejado y sin drenaje de la ciudad para evitar riesgos: Tonalá. Alguien, no recuerdo quién, nos dio alojó en un rancho para refugiarnos ese día aciago.
Cuando iniciaron las explosiones, quienes dirigían la fábrica de zapatos Canadá les pidieron no salir a los trabajadores. Los pasaron al corazón de la nave industrial y ahí los mantuvieron, algunos decidieron no seguir las órdenes y se fueron a buscar a sus familias, mi padre entre ellos. No contaba que había cercos y dejó de funcionar el transporte público, no había taxis, ni coches circulando por la calle para pedir un aventón. Caminó todo el día hasta encontrarnos.
La peor tragedia en la ciudad, en la peor época del año. Las noticias daban cuenta que el domo de basquetbol del CODE se usaba de morgue temporal, el reporte oficial, pasada la tragedia, fue de 212 muertos, pero se duda aún de ello.
También se reportó que la maquinaria pesada bulldozer pasó por las calles derrumbadas para aplanar el camino que recorrería el presidente Carlos Salinas de Gortari en su visita a pie en la zona afectada, lo que indignó a las víctimas de las explosiones, que aún buscaban entre los escombros a sus familiares; se documentó que no hubo una búsqueda previa, hoy se reconoce de manera oficial por el Estado la desaparición de 69 personas durante la tragedia.
Guadalajara había explotado ese 22 de abril a las 10:05 de la mañana. Pemex, el principal responsable.
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Toqué la puerta de mi vecino que rentaba películas VHS piratas. Me abrió su hijo, de la misma edad que yo, 15 años, lo que calmó un poco mi nervio. Le pregunté cuáles estrenos tenía, me dijo varios títulos, pero la verdad no puse atención a sus palabras, porque mi mente estaba batallando con el plan para pedirle me rentara otro tipo de películas, las que tenía marcadas tres equis con un plumón.
En mi torpe plan le pregunté por sus papás, me dijo que habían ido a la misa de su abuelita, quien cumplía cinco años de haber fallecido, le pregunté de qué murió, me dijo que fue por las explosiones del 22 de abril, eran vecinos de la calle 20 de Noviembre, ellos se salvaron porque su papá los llevó de vacaciones a la playa, la abuela se quedó en casa.
Fue una breve charla sobre ese día, pero que me reveló la brutalidad de la tragedia, que por las condiciones propias de la niñez no había dimensionado. Me impactó tanto que desistí de mi plan, no me sentí cómodo para preguntarle por las otras películas, luego de que me contara que encontraron la mitad faltante de su abuela en la azotea del vecino de enfrente.