Un día me animé a decirle a mi mamá: “quiero conocer a mi papá”. Ella es mujer norteña y nada la dobla, creo que nunca la he visto llorar. Con voz tranquila y sin dejar de menear la olla de los frijoles me dijo: “entonces, la próxima semana vamos a comer con él”.

 

Abril Casas

Muy seguido me acuerdo que no tengo papá. En mi adolescencia lo tenía presente todo el tiempo, ahora sólo me acuerdo con cierta frecuencia. Por ejemplo, cuando escucho la canción “Have you ever seen the rain” de Creedence su banda favorita —lo sé porque me lo dijo en un encuentro que tuvimos cuando yo tenía 16 años—; o cuando veo a otros padres enseñando a sus hijos a andar en bicicleta. Yo aprendí como a los 20 años porque en mi infancia me rehusaba a que mi mamá, o uno de mis tíos, me enseñara. Después me resigné, estaba esperando una lección paternal que no llegaría, así que le pedí a un amigo que me ayudara, con todo y la vergüenza de que, ya pejelagartona, en plena calle me vieran tambalearme en la bicicleta.

Un día me animé a decirle a mi mamá: “quiero conocer a mi papá”. Ella es mujer norteña y nada la dobla, creo que nunca la he visto llorar. Con voz tranquila y sin dejar de menear la olla de los frijoles me dijo: “entonces, la próxima semana vamos a comer con él”. Yo me sorprendí porque en mi casa el tema de mi padre estaba prohibido, nunca de manera explícita, pero mi mamá es especialista en aplicar la censura de manera visual. Si en la televisión salía un anuncio cursilón del día del padre o alguien preguntaba por mi papá, mi mamá me volteaba a ver y yo me quedaba calladita. Con los años ya no hubo necesidad de la mirada y yo sola cambiaba el tema. Sentía que mi mamá me censuraba porque no sabía cómo lidiar con todo eso y a mi no me gustaba que se angustiara.

Acababa de cumplir 16 años unos días antes, lo recuerdo, y la cita con mi padre sería a las 3:00 pm. En la mañana, en la escuela, no dejaba de pensar que ese día iba a conocer a mi papá, quien estuvo presente hasta que cumplí tres años, para después alejarse. No me podía concentrar en las clases y salía a cada rato al baño. Ahí, en la intimidad de un cubo metálico de escuela pública todo rayado de nombres y groserías decía en voz bajita “papá” y sentía un revoloteo en el estómago. Decir “papá” es, hasta ahora, una cosa extrañísima para mí, aún me sorprende cómo la gente puede decir con soltura “va a venir mi papá”, “él es amigo de mi papá”, o “voy a desayunar con mi papá”.

Como la preparatoria número 13 quedaba a unas calles de mi casa, iba y venía caminando con una bola de compañeros. Ese día me quería regresar sola, así que me escapé entre las despedidas, el tumulto y los puestos de churros que se ponían en la salida: quería ir repitiendo en voz baja esa palabra rara y ensayar qué carajos le iba a decir. Como toda mi generación, a esa edad ya tenía la escuela Televisa bien aprendida, así que imaginaba un encuentro de telenovela: una mezcla de lágrimas, reclamos y arrepentimientos, quizás una toma aérea de un abrazo redentor. Quería llevar un discurso bien armado que quedara justo en medio del reproche y el perdón. No se la iba a dejar fácil, pero tenía que escuchar sus razones, ya llevaba muchos años haciendo hipótesis sobre ellas, pero no se me ocurría ninguna que justificara tener una chamaca para después irse. A mí me parecía imposible que alguien pudiera dormir con semejante bulto en la consciencia.

Llegué a mi casa, era lunes, mi mamá no trabajaba y por eso la cita se había acordado para ese día. Entré y el ambiente ya tenía un aire inusual. Mi mamá estaba sentada en el sillón, ojeando una revista. Esta escena era rarísima porque cuando mi mamá no iba a trabajar se ponía a hacer la limpieza de toda la casa, a cocinar y a hacer “mandados”, casi nunca se sentaba mas que para comer. Mi conclusión fue que la pose relajada era fingida. “¿Te vas a cambiar?” me preguntó sin quitar la mirada de una página que tenía fotografías de lugares para visitar en vacaciones. Le contesté que sí y fui a mi cuarto a elegir el ajuar: unos jeans, unos botines color café y una especie de gabardina larga de mezclilla deslavada, que en ese entonces estaban de moda y que me quedaba hasta las pantorrillas. No sé por qué decidí ir como si fuera a un concierto de Ana Bárbara, pero yo me sentía soñada con la vestimenta que, además, ocultaba lo asustada que me sentía y las ganas que tenía de llorar.

Llegamos a “Las Trancas”, un restaurante que estaba en Plaza del Sol en lo que ahora es una zapatería. Me gustaba ir ahí con mi mamá porque era como un cubito separado de los otros locales y la comida era tipo campestre, cosas que ahora no me parecen tan especiales, pero entonces me fascinaban. En ese lugar, en el que yo había comido muchas veces con mi mamá, sería el escenario del encuentro. Sentí un golpe en la panza cuando llegamos y ella dijo muy segura: “mesa para tres, por favor”. ¡Para tres! Mientras caminábamos a la mesa escuché tras de mí: “buenas tardes, que gusto verlas”, la voz de un señor que, por alguna razón que hasta ahora no puedo explicar, me resultaba familiar. Era mi padre, lo supe sin tener que voltear.

Juntos caminamos hacia la mesa y cuando nos sentamos me quedé paralizada. Mi cabeza hacía tumbos pensando que ese hombre era mi papá y que ahí estaba sonriendo muy fresco, sentado en la misma mesa conmigo y mi mamá. Él tenía algunas canas en el poco cabello que le quedaba, vestía una camisa polo color azul marino que dejaba ver su sobrepeso, unos pantalones beige de gabardina y zapatos color café. Usaba unos anteojos con armazón dorado donde me reflejaba yo, por primera vez en años. Su voz, me pareció que era de esas que salían en la radio.

Mi mamá y mi papá comenzaron a platicar como dos viejos amigos, mi madre nunca me habló mal de él, me decía que era un buen hombre. Aunque esa descripción escueta se desmoronó con los años cuando yo veía que ese “buen hombre” no me llamaba ni en mi cumpleaños. Ambos se conocieron en la Kodak, y tuvieron un romance de película. Mientras hablaban, me volteaban a ver de vez en cuando, preguntándome quién sabe qué a lo que yo asentaba con la cabeza, aún sin poder decir una sola palabra.
Cuando llegó la comida me sentí un poco más relajada, como que el movimiento de las quijadas al masticar relajó mi boca y entonces comencé a preguntarle sobre su vida. Me sorprendió lo mucho que había viajado por su trabajo, aun en Kodak, y lo culto que era. Me habló de música, libros y obras de teatro con una elocuencia que me dejó atónita. En alguna parte de la conversación me enlistó todos los álbumes de Creedence y me relató la vida de sus integrantes. Mi padre era encantador. Olvidé el discurso que había armado camino a casa, los reclamos y la pregunta obligada: ¿por qué te fuiste? Estaba envuelta en su carisma y me sentía halagada por cómo me miraba. “Qué bonita estás, hija”, eso me desarmó. Tenía un padre que era todo lo que había soñado. Pasaron dos horas de risas, carcajadas y de anécdotas de mis padres en el trabajo. Me preguntó sobre mi vida, mis gustos musicales y literarios, mis estudios y los planes que tenía para la universidad. Todo lo que yo decía parecía sorprenderle, mientras me veía con ternura.

Al terminar de comer agradeció la invitación, me dijo que me llamaría todas las semanas, que ese era un nuevo comienzo. Yo me sentía tan emocionada que le dije “te quiero papá”, a lo que él respondió: “yo también te quiero, hija”. Afuera del restaurante nos abrazamos e imaginé la toma aérea. Lloramos mucho mientras mi madre nos veía sonriendo, manteniendo una distancia prudente. Yo sólo pensaba en ir corriendo a mi casa a buscar música de Creedence y hablar con alguien más para decirle muy campechana: “es que fui a comer con mi papá”. Nos despedimos y mi mamá y yo caminamos hacia la parada del camión ahí en avenida Mariano Otero. Mientras esperábamos, me vio a los ojos y me dijo: “me gusta que estés tan contenta”.

Las llamadas semanales nunca llegaron. No volví a necesitar la palabra “papá” hasta que me casé y mi esposo se convirtió en uno. El tema de mi padre volvió a su lugar: el silencio. Escribo esta crónica mientras escucho a Creedence que, honestamente, no sé si me gusta.