Hay cosas que la pandemia nos ha enseñado, o incluso nos ha obligado a reflexionar. En el presente texto, el autor, que tuvo COVID-19 hacia finales de 2020, aprovecha una pedaleada en bicicleta al aire libre, para ser consciente de lo extraordinario que es tener sanos los pulmones, respirar. Y es también una crónica de celebración por la vida, la salud y la amistad.
Gerardo Guerrero
Fotos: Gerardo Guerrero
Suena el despertador a las cinco cincuenta en punto. En lo primero que pienso, y que me place comprobar, es que la temporada de frío, con la que tanto le batalla uno para levantarse a estas indecentes horas de la mañana, poco a poco va cediendo.
Por ahí leí alguna vez que, así como diseñar fachadas con el clásico techo cottage delata al arquitecto principiante, abordar con detalle exagerado las acciones que proceden al despertar son el primer impulso que deben de descartar los escritores y cineastas amateurs. Así que, para fines prácticos, la rutina mañanera de este relato ocurre como al lector le plazca.
Me quedé de ver a las siete con Leo en un Farmacias Guadalajara, para de ahí, irnos derechito hasta nuestro destino. Llegué al lugar y ya estaba esperándome. Después de saludarnos a través del buff y del cubrebocas, y con un sano choque de puños (pues los tiempos no dan para más), agarramos camino.
Queda claro que el tráfico de domingo es la verdadera bendición del día de guardar, pues en cuestión de pocos minutos estamos frente a la cuneta con la que inicia nuestro entrenamiento del día. Nos ajustamos las gafas y el casco, una acomodada de guantes para aquello del agarre y listo. Agregarle algo más al ritual ya sería estar evadiendo lo que viene.
Respiro hondo intentando eliminar de mis pensamientos toda escena fatalista que me haga ser errático en las micro decisiones que estoy por tomar. Embestimos, yo con mucho más nervio que Leo, el contundente columpio que hay que atravesar para llegar al circuito en donde practicaremos el resto del tiempo. La pendiente (que comienza justo en el cruce de Eca Do Queiros y Juan Palomar y Arias) es tan pronunciada que cualquier piloto promedio con auto de transmisión manual la encuentra retadora.
Mientras descendemos, con los dedos bien agarrados del freno, modulo la velocidad con la que quiero bajar: que no sea lo suficientemente lenta como para no hacerle justicia a la desmañanada, pero que no sea tan desbocada como para jugarle al v…ivo. Si algo debe salir mal, lo mejor a lo que puede aspirar uno es que no sea a media bajada.
Mientras mantengo los pies bien macizos sobre los pedales, siento el viento, helado y cosquilludo, escabullirse a través de las fibras de lo que llevo puesto, consumando esa sensación de choque tan peculiar con el calor que produce la adrenalina cuando anda desatada por el cuerpo. Prácticamente no estoy moviendo una sola parte de mí, y mi frecuencia cardíaca roza los ciento sesenta tumbos por minuto.
No hemos llegado ni a la mitad de la bajada e inevitablemente me vienen a la mente aquella PCR positiva y sus días posteriores. La incertidumbre del posible contagio en mi círculo cercano o de un cuadro grave; de una historia de horror como las que uno lee en redes sociales.
Pienso en los quince largos días de claustro; en la cena del treinta y uno en la que mis invitados fueron mi conciencia, el inhalador y el plato pasado a través de la puerta. Aquella frustración de comprobar la frase (avalada por su proveedor de Instagram Stories más cercano) que reza que «los que más se cuidan son los primeros que se contagian».
Pero también -y con mayor intensidad- me es imposible ignorar la jodida fortuna que significa este aire pasando por mis pulmones; que estos hayan conservado su capacidad de expandirse y de contraerse. Que mis otrora condenados alvéolos hayan quedado lo suficientemente espabilados para seguir haciendo su función en situaciones que no impliquen reposo. Pienso en lo mucho que quiero inhalar y exhalar, una y otra, vez bajo escenarios como este. En la satisfacción de por fin hacerme de esta bicicleta después de tantos años de desidia y antes de que llegue una nueva cepa proveniente del inframundo africano; antes de que esto se comience a transmitir por el aire o de que comiencen los toques de queda, o la invasión zombie o qué carajo vamos a saber de tan variada cosa que pueda ocurrir.
Poco a poco la velocidad se va normalizado y entran las piernas. Pedaleamos durante un par de horas más hasta completar los kilómetros que nos propusimos desde un inicio. Con pendientes de proporciones más terrenales y planicies perfectas para echar resistencia, sale por medio del pedal todo el estrés acumulado de la semana. Y le damos duro, sin prisa, sin nada que nos correteé, porque es domingo y los domingos ni Villa mataba.
El costo de cualquier descenso es que en algún momento hay que enfrentar una subida. Y ya para tomar camino a casa, nos topamos en forma de cuesta la pendiente que nos impulsó al inicio. Descarto seguir pedaleando a la mitad, porque si no, ahora sí se me va a salir el bofe con todo y corazón y tripas. Leo la logra como si las piernas no le pesaran, pero es que él está hecho de otra madera.
Ya arriba, él marca la ruta, pues si en algo sabe moverse es en el asfalto. Llegando a las vías, nos topamos con el recién iniciado paso del tren y observamos a los varios pasajeros sin boleto pagado que lo abordan. «Son Maras Salvatruchas», me dice, y se me viene a la mente la historia que me contó, casi recién de conocerlo, sobre cómo decidió abandonar la sierra de Guerrero para encontrar el sueño tapatío.
Y no porque el sueño tapatío sea tan codiciado o nuncavisto, sino porque era eso o enfilarse en contra de su voluntad en el campo de concentración de algún cartel del sur. Y la verdad es que Leo está -nunca mejor dicho- para otros trotes, pero esa ya es otra historia.
Llega el momento de dividir caminos. Nos despedimos y cada quién agarra para su casa, no sin antes quedar para el próximo fin de semana.
El resto del día transcurre como cualquier otro de los nueve mil trescientos sesenta días de esta crisis. Lo bueno es que, en este, al menos la mañana ya valió toda la pena.