Mi cuerpo se iba poniendo cada vez más frío, no pude pronunciar palabra alguna, solo me desintegré y caí al piso gritando y llorando de dolor. Caí en algo que hasta el día de hoy no tiene fondo ni forma.

 

Brissa Arely Martínez Garibay

Foto de Malicki M Beser vía Unsplash

 

Tenía 18 años cuando me embaracé, 18 años cuando me casé y 18 años cuando tuve a mi hija. Conclusión: mi vida terminó a los 18.

Esa era una broma que solía hacerle a mi hija cuando comenzaba su adolescencia. Siempre fuimos muy unidas y aunque por años intenté una y otra vez embarazarme, nada más no se daba. No había una razón lógica, o por lo menos que a mí me dejara satisfecha, por el contrario: tenía una frustración, vacío, coraje y hasta envidia al ver mujeres embarazadas y yo aguantando constantemente los comentarios tan estúpidos como el de “¿para cuándo la parejita?”.

Era detestable pues, por un lado, no conozco a nadie que hasta el día de hoy pueda decidir con exactitud cuándo uno de los millones de espermatozoides y un óvulo harán click y den paso a un embarazo. Por otro lado, era terrible explicarle a toda esa gente que cada mes acudía puntualmente —cual caballero inglés— al laboratorio Independencia, con la esperanza de que esa liga sádica que envuelve tu brazo, por fin convenciera a los cinco mililitros de sangre para que arrojara un resultado positivo. Siempre fue preferible responder con tono desenfadado que no me interesaba tener más hijos.

Así transcurrieron los años y un buen día mi pequeña bebé se me acercó para tener una plática importantísima: “ya casi cumpliré mis 15, mami, y quiero una fiesta”.

Una sonrisa congelada se dibujó en mi rostro. ¡En qué momento ya habían pasado casi 15 años! Me llené de alegría, pero también de miedo. Habría que empeñar hasta los riñones para hacer la fiesta y es que no podía ser cualquier fiesta: era la fiesta de una princesa. En fin, se hizo lo que tenía que hacerse y fueron meses de preparativos, de ilusiones compartidas, de disgustos y de la constante amenaza que tenemos grabada genéticamente los padres: si no te portas bien, se cancela la fiesta. Aunque todos sabemos que no será así y menos cuando ya invirtió uno hasta lo de la tanda.

Llegó el gran día y fue una fiesta maravillosa, casi perfecta. Fui inmensamente feliz de ver a mi pequeña sintiendo esa realización; era una felicidad que creí que nos duraría grabada en la memoria durante muchos años y que no existiría nada más que pudiera empañar ese recuerdo.

Tan solo dos meses duró esa resaca de felicidad. Una mañana —recuerdo estar en aquella oficina fría y blanca como manicomio, o quizá solo era un presagio— yo sentí más frío de lo común, siendo que era un día de agosto. Mis compañeros de trabajo estaban metidos cada uno en sus respectivas labores y de repente mi teléfono sonó y el identificador anunciaba una llamada entrante de mi exmarido, eso, de entrada, no era muy bueno que digamos; titubeando y todo tomé la llamada.

—Brissa…

—Sí, buenos días, a tus órdenes.

Y él, siempre sutil y delicado me dijo:

—Arely está embarazada.

Mi cuerpo se iba poniendo cada vez más frío, no pude pronunciar palabra alguna, solo me desintegré y caí al piso gritando y llorando de dolor. Caí en algo que hasta el día de hoy no tiene fondo ni forma.

No recuerdo en qué momento pude rehacerme y levantarme, el frío era aún más intenso: quemaba mis huesos, trababa mi quijada e inmovilizaba mi cuerpo. Salí de aquel pequeño manicomio y decidí que ese día no volvería a casa.

No podía ni siquiera imaginar cómo vería a mi hija, si en la mañana cuando la dejé en casa era aún una niña y ahora una simple llamada me había dicho que mi hija era no solo una mujer, sino ya una madre. ¡Eso no era lo que yo había dejado al salir! Era mi pequeñita, a la que todas las tardes iban a tocarle a la puerta varios niños para que saliera a jugar.

Me era imposible imaginar que una niña tan pequeña debiera ahora criar a otro niño, era un crimen. Mi niña, para la que yo deseaba independencia, viajes, carrera universitaria, vivir en el extranjero siendo exitosa en lo que ella decidiera, ya no podría realizar sus sueños. A ella le costaría cada logro lo doble o lo triple que a cualquier jovencita de su edad. Todo eso se hizo un nudo en mi cabeza y en mi corazón.

Volví a casa al día siguiente, no recuerdo ya ni qué dije ni qué hice. Solo recuerdo que las semanas siguientes fueron peores, ahí conocí la bajeza del ser humano. Amigos, familiares y desconocidos, todos opinando con crueldad, ligereza y estupidez. Llegaban los juicios acerca de la educación y el comportamiento de mi hija. Hablaban de su indecencia o su falta de juicio y precaución. Comentaban si el novio se haría responsable. ¿Responsable? Una persona responsable no se encontraría en esa situación. Y una pregunta con la que me atormentó más de una persona: ¿en dónde estabas tú cuando pasó eso?

Era grotesco, eso ni siquiera tiene una respuesta y en un segundo me convertí en la responsable de la desdicha y el infortunio futuro de mi hija. No supe salvaguardar su pureza y su virtud, como la religión y la sociedad lo marcaban.

Qué lastre tan pesado. En mi cabeza sentía como una tromba de granizo con cada comentario vertido y llegué a pensar que si la gente me hubiera dado un peso por cada opinión que emitiera, yo a estas alturas sería millonaria.

El cerebro es un órgano maravilloso, capaz de crear obras de arte, pero también es capaz de destruir, solo falta encontrar el detonador adecuado y en el caso de mi cerebro embonaron perfectamente varios detonadores.

Después de alguno de esos comentarios y con mi cabeza dando vueltas con mil imágenes pasando en cámara rápida, salí y tomé mi vehículo. Era una tarde soleada, lo recuerdo porque me encandilaba demasiado, tomé el Periférico y aceleré todo lo que pude. Llanto y más llanto, culpabilidad, autoflagelación, auto castigo, era solo eso lo que abundaba en mi interior, solo una imagen era constante en mí: una barda o un bondadoso árbol que detuviera la carrera y a su vez el sentimiento.

No sé cuánto tiempo manejé ni cuantas cosas recorrí; recuerdo vagamente que mi celular timbraba muy seguido y creo haber hablado con un par de personas que me preguntaban con insistencia en dónde estaba, pero ni yo quería ser ubicada ni tampoco tenía idea. Mas rápido, más lejos, como si la velocidad fuera a aminorar lo que sentía o lo que ocurría. Más de prisa, que detrás de mí no hay nadie y adelante tampoco.

En un momento inesperado la camioneta y yo hicimos un alto total y mi visión nublada me hizo percatarme que estaba en medio de una congestionada avenida, los cláxones de los carros sonaban incesantes, mi cabeza giró hacia mi derecha y de frente a mí apareció un letrero anunciando un hospital. Como poseída, bajé de mi vehículo y atravesé esa avenida, entré y frente a mí estaba la recepción con su respectiva recepcionista, me paré frente a ella y pasé de la calma al colapso: le puse mi bolso en el mostrador, saqué mi cartera, las tarjetas, mis identificaciones y gritando le imploré: ¡ayúdeme por favor, me estoy volviendo loca! Salió de su cubículo y me tomó de la mano y por primera vez alguien me pregunto: ¿cómo se siente? Yo solo podía llorar, con la poca cordura que aún me quedaba le entregué mis llaves y le indiqué que mi vehículo estaba a media avenida.

De aquellos momentos ya no recuerdo nada, no sé cuántos días estuve ahí entre dormida y sedada, recuerdo visitantes como sombras, pero nada más. Ya no había recuerdos, pero tampoco dolor.

Un buen día apareció un hombre de bata blanca y aspecto bondadoso, se presentó como el doctor Rosas, psiquiatra, me explicó con toda la tranquilidad que mi cabeza había hecho corto circuito, pero que con paciencia y tiempo arreglaríamos el estallido de mis circuitos. Me pidió en más de una ocasión no sentir vergüenza y que la gran mayoría de los seres humanos tienen conflictos mentales pero que, lamentablemente, a ese órgano que es el más importante de nuestro ser, nunca le damos la importancia y el mantenimiento que requiere.

En los meses posteriores perdí el sueño, perdí el habla y perdí muchos de mis sentimientos. Tomaba un coctel diario de 18 pastillas que literalmente me conectaban y me desconectaban. Tuvieron que aislarme durante todo ese tiempo, porque el miedo al ruido, a la oscuridad, a la gente me redirigían al abismo.

Mi niña se convirtió en madre antes de tiempo, ya que tuvo que enseñarme a hacer de nuevo todo lo que yo perdí en un instante: con su barriguita llena cuidó de mamá, daba medicamentos en dosis y horarios exactos, con sus desvelos cuidó de mis miedos, ahuyentó fantasmas, callaba con cuentos las voces de mi cabeza y me ayudó a recuperar las palabras y los recuerdos, pero en realidad jamás se vuelve del todo de una experiencia mental como esa.

Ha sido un largo camino, mucho más largo que el que recorrí en aquella camioneta. Hoy gran parte de mí sigue peleando todos los días por mantener el equilibrio; ya no lucho por rescatar a la parte que se quedó allá, sino por no dejar ir a la que hoy está aquí.