Un día cualquiera en la vida de cualquier persona. En medio de esta pandemia, la autora relata su rutina, sus pequeñas certezas y sus pocas incertidumbres, mientras el doctor le dice: «baje de peso, pero no se angustie, todos estamos igual de anchos, igual de tristes». Y entonces todos somos parte de esa cotidiana historia.
Eunice García
Foto de engin akyurt vía Unsplash
En temporada de invierno poco importa madrugar. El sol se asoma apenas a eso de las 6:40 am solo para esconderse deprisa detrás de una nube gorda y gris. Todo a media luz, a medias ganas, a media pandemia.
Levantarse, pues, con la pereza pegada en los párpados, los pies pesados y el buche sudado por culpa del maldito termostato y las sábanas de franela.
Levantarse temprano sin importar que sea sábado, a pesar de la lucha por cerrar los ojos unos minutitos más. Lavarse la cara, cepillarse los dientes y perfumarse un poco para esconder el tufito nocturno. Hay que ver al doctor a las 9:20 y hay que llegar con quince minutos de anticipación. Para eso habrá que salir de la casa a las 8:40 y para eso hay que tomar café a eso de las 8 y para eso ya vamos tarde.
Esconder el cabello bajo el beanie, esconder la cara bajo la mascarilla, la prisa bajo el acelerador. La gente trota en la calle aprovechando que la lluvia duerme. Perros que mueven sus colas y el aire que mueve los árboles. Se asoma el sol y con él una sonrisa. Pistas de primavera: narcisos que estiran sus tallos, patos que vuelven, jacintos tímidos esperando su turno.
Llegar a la mera hora. Contemplarse la idea de correr, no vaya a ser que me agite de más y que se me suba la temperatura y me manden a casa por sospecha de virus. Habría que esperar entonces otros dos meses para encontrar una cita en persona, y el cuerpo gordo y achacoso no está para más esperas.
Good morning, cómo le va, a qué viene. El termómetro en la frente, todo en orden, por allá lo atienden. Un hospital vacío, sin musiquita de espera. La báscula comprueba la gordura y la enfermera la presión baja. Disparates de cuerpos migrantes obesos. A esperar al doctor. Dos, tres, diez minutos. Entra con prisa y se lava las manos. Un médico regordete que me recuerda a Rover Dangerfield, el perro con suerte.
Preguntas de cajón: qué le duele, qué le angustia. Quitarse la máscara un segundo para que le revisen la nariz y la boca. Baje de peso, pero no se angustie, todos estamos igual de anchos, igual de tristes. Caminar al laboratorio, otra vez el termómetro, otra vez la espera. Encuerarse el brazo, hacer un puño, ver la sangre que se aleja.
Volver a la casa rumiando, baje de peso, pero no se angustie. Desayunar, pues, un omelette de claras, sin sal y con harta espinaca. Consuelos de gente pendeja. Alistarse para la calle, calcetines largos y chamarra.
Manejar por una hora a las afueras de la ciudad para llegar al único IKEA de la zona. Hacer fila como si tratara de un concierto, de un show, de un momento irrepetible. Consuelos de gente en pandemia.
Hacer fila por treinta minutos, por suerte no llueve, pero el viento y el frío arrecian. La gente ríe cada que una ráfaga nos toma por sorpresa. Se abrazan, dan saltitos, bostezan. Algunos, derrotados, regresan a sus autos. Esperar el turno, avanzar. Adentro la moral se relaja. Codazos repentinos, esquivar gente, tocar muebles. Se nos olvida el contagio, los enfermos, los muertos. Cedemos el paso, hacemos pausas. La fila para el único baño crece. La mitad de los muebles están out of stock desde hace meses.
Compramos una tabla para picar y dos chocolates para el camino. Mirar por la venta, las casas tan diferentes a las de Guadalajara. Todas tan iguales, tan grises. El tráfico de la tarde nos toma por sorpresa. Aparece la lluvia y con ella la morriña. Se empañan las ventanas, se oscurece más el día. Llegar a casa justo a tiempo para preparar la comida.
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A veces mi marido se acuerda de que es chino y prepara comida de acuerdo con su cultura. Pelotas de pescado, pedazos de pollo y bok choy. La gracia está en que uno remoja sus trozos en el caldo colectivo. Pescar la comida en familia al calor del jengibre.
La adolescente de la casa emerge de su cuarto justo a tiempo para pedirme que prepare arroz. Arroz de ese instantáneo que cualquiera puede hacer si se leen las instrucciones. El secreto es ponerle vinagre de arroz y azúcar para que pase de un platillo cualquiera a ser un manjar asiático. Comemos, pescamos, charlamos.
Luego limpiar la cocina, también en familia. Me escondo en baño para salvarme de un viaje absurdo al dollar store. Aprovecho para ver tele, para acostarme, para sentirme sola y dueña del mundo por un instante. Se acurrucan los gatos y dormitamos juntos. Luego vuelve el ruido, la algarabía, el saber que hay que convivir por el bien de la familia. Ver tele en silencio, esperar que se acomode la noche. Saber que mañana será un día casi igual y otro y otro. Oportunidades múltiples para bajar de peso… pero no se angustie.
(Esta crónica fue leída por la autora en el podcast "Las bolas del engrudo")