La autora de la siguiente historia hurga en los recuerdos de su niñez, para contarnos la impresión que tuvo la primera ocasión en que le tocó observar a los famosos Voladores de Papantla y cómo esa imagen tuvo repercusiones en su vida.
Marcela Palacios Minakata
Fue en el año de 1985 cuando las Fiestas de Octubre, en Guadalajara, cambiaron su sede del Parque Agua Azul al Auditorio Benito Juárez. Honestamente, desconozco si desde sus primeras ediciones los insignes Voladores de Papantla formaban parte de las atracciones de esta verbena popular. Lo que sí recuerdo nítidamente, es la impresión que me causaron cuando los vi por primera vez. Empinados en aquel interminable mástil (o al menos así lo percibía a mi tierna edad y desde mi precoz acrofobia), cuatro individuos apeñuscados en un frágil bastidor representan a los cuatro puntos cardinales, y uno más —a mi juicio el más valiente de todos, porque es el único que no lleva una cuerda de protección atada a su cuerpo— danza al ritmo de la flauta y el tambor, parado apenas sobre una minúscula base de madera.
Al término de esa muestra de su dominio sobre la ley de la gravedad, se dispone, ya sentado, a dirigir el ritual: a su señal, el cuarteto —cada uno de ellos debidamente asegurado al soporte por una soga amarrada a su cintura— deja caer su cuerpo al vacío, mientras estratégicas acrobacias con sus brazos y piernas al aire aseguran que el palo gire, provocando que las cuerdas vayan descendiendo hasta tocar el suelo. A los voladores esto les lleva exactamente 13 giros, y a mi, una niña de apenas 10 años, varias noches dilucidando, entre la fascinación y el terror, qué les motivaba a estos hombres a arriesgar de esa forma su vida.
Por esas fechas, recuerdo que mi maestra de Español nos asignó una peculiar tarea: redactar un artículo periodístico sobre algún suceso local. De inmediato, y con una idea bastante clara en mente (porque, obvio, este tipo de tareas siempre fueron mis preferidas), tomé mi cuaderno y escribí, me acuerdo perfectamente, un encabezado digno de la pluma más acuciosa del extinto Alarma!:
“¡YO SOLTÉ LA CUERDA, NO CULPEN A NADIE!”: VOLADOR DE PAPANTLA GRITA ANTES DE CAER EN PLENO ESPECTÁCULO”
De lo que seguía, debo ser franca, no logro acordarme. Supongo que era una extensa descripción (rollera y telenovelera siempre he sido) de cómo el atribulado hombre optó por el suicidio, para terminar con el sufrimiento que le carcomía el alma, así como las reacciones que el hecho generó entre los espectadores.
Nunca me animé a preguntarles directamente a mis padres si se enteraron de esta “entrevista” o si fueron ellos los responsables de que sucediera, pero un par de días después de haber entregado la tarea, la miss me pidió que me quedara a platicar un rato con ella en el salón, a la hora del recreo. Me preguntó si todo iba bien con mis compañeros, si tenía problemas en casa, si mis papás me dejaban ver la televisión y una serie de cuestionamientos que en su momento me parecieron por demás extraños. Mi profesora tenía los ojos, como vulgarmente dicen, “saltones”, y le saltaban aún más conforme iba respondiendo lo que me preguntaba. Al final, me miró con complicidad (aunque creo que también con un poco de preocupación) mientras me invitaba a salir al patio a seguir jugando con mis compañeros.
De sobra está decir que jamás recibí retroalimentación por mi artículo, menos supe qué calificación obtuve. Sin embargo, con esa anécdota de mi infancia descubrí dos cosas importantísimas en mi vida: una, el impacto que en otras personas podían llegar a tener las palabras que estaba aprendiendo a plasmar en el papel, que determinarían mi gusto por la narración; y otra, que lo mío era algo más que morbo, que en mí existía una genuina curiosidad por tratar de comprender el comportamiento de los seres humanos, lo que a la postre orientaría mi vocación profesional.
No soy de Papantla, y mucho menos vuelo místicamente por los aires, pero… ¡Ay, Jalisco, tu hija escribe y además terapea!