La autora de la siguiente crónica nos narra un episodio de su vida que, hasta cierto punto, pudiera ser muy personal, pero que al ser un proceso por el que muchas mujeres también pasan, lo vuelve un tema de la esfera pública. Narrar lo cotidiano es un gran reto; algo que está muy bien logrado en este texto.

 

Ana Belén Lizardo

 

7:45 am: suena la primera alarma de las 6 que programo cada 5 minutos por si me quedo dormida, no sé porque lo hago ya que siempre logró despertar a la primera. Trato de implementar en mi rutina diaria las enseñanzas de mi curso de meditación que tomé ya hace algunos años, pero aún me cuesta respirar profundo y realizar el ejercicio aconsejado sin antes correr al baño. Tal vez debería de dejar de tomar líquidos antes de dormir.

No suelo comer inmediatamente cuando despierto, pero se que hoy sería el día menos propicio para hacerlo, así que mantengo mi estado de alerta para no llevarme nada a la boca, por lo menos en un buen rato.

Pienso en lo que debo ponerme: será que llevo una playera sin manga para solo quitarme la chamarra cuando llegue el momento en que, una vez más, me saquen sangre. En los últimos dos años de mi vida me han sacado tanta sangre para análisis que ya perdí la cuenta. Buscar un embarazo a cierta edad se torna más complicado de lo que en algunos comerciales de clínicas de fertilidad en la TV, prometen sonrientes al lado de sus “pacientes” con bebé en brazos.

He pensado en sacar una tarjeta tipo cliente frecuente para obtener algún descuento en los laboratorios de análisis, no lo he hecho, debería.

Afuera del laboratorio hay dos indigentes recostados en la entrada, no la obstruyen, pero es casi imposible no verlos. Pienso en el frío que hace y en que debería hacer una limpia de mi ropa para traerles algo que pueda servirles. Bajo del coche con mi cubrebocas puesto y  toco el bolsillo de mi chamarra para verificar que traigo mi gel desinfectante,  no es que no confíe en el que ofrecen en el dispensador de la entrada del laboratorio, solo que el olor del que yo tengo hace que me den ganas de ponérmelo reiteradamente.

La encargada me recibe e intenta tomarme la temperatura en la muñeca con una pistola, la freno y le digo que me la tome en la cabeza, que no tengo ningún problema. He visto cómo en redes se ha manejado la desinformación sobre dónde tomar la temperatura y no quiero sumarme a la gran cantidad de personas que por ignorancia realizan la toma de manera errónea.  36.7, todo normal. Tomo asiento y mientras me pregunta datos básicos para la prueba, en mi cabeza hay mil pensamientos en torno al resultado que obtenga hoy. ¿Cambiará mi vida totalmente? ¿Podré con todo lo que conlleva un resultado como el que espero? O peor aún: ¿podré con el resultado que no espero? Mis pensamientos son interrumpidos por la mujer que se encarga de tomarme los datos. ¿Desea que le mandemos los resultados por e-mail? Respondo afirmativamente y pasó a la sala de espera que, a pesar de estar completamente vacía, hay letreros en los asientos que anuncian qué asiento no está disponible para guardar la sana distancia.

La mujer que me recibió al principio, la que tomó mis datos y me pidió esperar, es la misma que menciona en voz alta mi nombre para que pase al cubículo donde también ella tomará mi muestra. Me recuerda a los pequeños circos donde el que vendía palomitas era el mismo que hacía de payaso y el que subía desafiante a su moto para meterse en una esfera gigante de metal. Esta “presentación estelar” siempre me provocó mucha ansiedad y preocupación, en cualquier momento, si la velocidad cambiaba, el motociclista podía caer y ocasionar un accidente que además de traumar a los pocos niños que presenciábamos el acto, acabaría con el circo por falta de personal multifuncional. Se me  apachurraba el estomago cuando la moto estaba en la parte de arriba de la esfera.

Un piquetote, me dice la mujer de blanco que toma mi brazo izquierdo e introduce una aguja, la sensación de malestar en mi estomago está muy presente de nuevo. Y al igual que en el acto circense de la moto prefiero voltearme hacia otro lado y no ver.

Regreso a mi casa y mi perro me recibe entusiasmado y aunque no soy su persona preferida se acuesta al lado de mi escritorio durante todo el día. Creo que sabe que hay algo que me tiene intranquila, es un perro muy sensible, los supe desde el primer día que lo vi con su cara triste: me pareció grande y feo, pero algo me hizo aceptarlo como mi primera mascota. Hoy sé que teníamos que encontrarnos porque nos necesitábamos. Trato de pensar en otra cosa que no sea el resultado de los análisis, escuchó una radiodifusora argentina que sigo desde hace varios años, sus comerciales son muy anticuados, pero me gusta que hablen de temas variados y que no pongan música todo el tiempo, por lo menos de 10 a 2 no.

Actualizo constantemente mi correo electrónico y aunque en el laboratorio fueron muy claros al decirme que mis resultados estarían a partir de las 7 de la tarde, insisto en checar mi mail. Me pierdo por un rato viendo fotos en Instagram, ofertas en Amazon y noticias irrelevantes en Facebook. En un error de elección de ventana en mi computadora, cuando he olvidado por un momento el motivo de mi ansiedad, abro la pestaña que anuncia un correo nuevo. Por supuesto es el del laboratorio, pienso en no abrirlo, mi corazón cual cliqué, late muy rápido. Decido abrirlo y la noción del tiempo en que se abre un archivo se distorsiona, parece eterna. Aparece el resultado, me quedo quieta y en silencio. Miro fijamente la pantalla, trato de entender lo que estoy viendo, mi rostro se torna iracundo, claramente no es el resultado que esperaba.

Me recuesto en la cama y repaso en mi mente todo lo que pude haber hecho mal. De nuevo estoy donde mismo, en el principio. Salgo a comprar un pan dulce que aminore un poco la decepción mientras pienso en todo lo que tengo que hacer nuevamente y el desgaste emocional que me espera. A fin de cuentas, volveré a ser como el motociclista: me armaré de valor para entrar de nuevo a la esfera, tal vez en alguna vuelta salga triunfante y orgullosa de mi hazaña.