El autor de la siguiente crónica logra reconstruir un pasaje de su infancia a todas luces escalofriante. Lo que leemos podría ser un cuento terrorífico, pero desgraciadamente no es ficción. Y luego de leerlo quizá nos surgen más preguntas que respuestas, mismas que ni el propio protagonista está seguro de haber completado, con los pocos retazos que intenta unir en su memoria y con los que le prestan algunos que fueron testigos.

 

Israel Piña

 

Sí, yo también fui de los que aparecí en televisión con el Tío Gamboín… pero por motivos desdichados. Cuando México no era el lugar de los desaparecidos y de las fosas clandestinas, los niños habitábamos las calles sin tanta paranoia. En ese país que no es más, los menores solían hacer los mandados de la casa. “Ve por un kilo de esto, compra un paquete de lo otro; uy, se me olvidó aquello, regrésate” … Yo tenía ese papel en casa y lo desempeñaba con regocijo, pues me movía mi avaricia infantil: siempre me apropiaba del dinero sobrante para gastarlo en lo que se me viniera en gana. Una especie de propina. Así funcionaron las cosas ese día, o por lo menos las recuerdo de ese modo o las he reconstruido así, con la escasa ayuda de mi familia.

 

Estábamos reunidos alrededor de mi abuela. Era una fiesta dominical. Todos celebrábamos que ella había comprado un terreno con unos cuartos horribles todavía en obras. Faltaban unas Cocas para completar y me enviaron a La Casa Blanca. Parece un mote facilón para una tienda, pero el color claro de sus muros contrastaba con el café de las construcciones de adobe que aún dominaban el paisaje del pueblo de Santiago, al norte de la zona metropolitana de la Ciudad de México. Alguien me entregó unos cuantos cascos de vidrio en una bolsa de mandado, de esas que eran de plástico de varios colores y que te regalaba el carnicero, el verdulero o el de la pollería cada fin de año.

 

Diligente, a pesar de mi cuerpo de seis años, me enfilé a la calle Morelos. Hice la compra, guardé las botellas retornables, bajé la bolsa al piso con suavidad y la recargué en un costado de la maquinita de videojuegos. Me situé frente a la pantalla, deposité una moneda dorada de 100 pesos —de los antiguos, con Venustiano Carranza al frente— y me dispuse a comer puntitos con Pac-Man y a huir de los fantasmas amenazantes en el laberinto. Gracias a este instante cobraba sentido mi papel de comisionado doméstico. No sé ahora —y seguramente entonces tampoco supe— cuánto tiempo estuve ahí parado. Quién sabe, no es lo importante. Lo relevante es que de la nada apareció Kitt, el auto increíble. En la calle, no en la pantalla. Frente a la tienda: ahí estaba estacionado.

 

Yo era seguidor de esa serie gringa ochentera, me parecía fascinante que un automóvil hablara. De Kitt no bajó Michael, el protagonista, sino un señor delgado, moreno, con bigote canoso y cabello más largo del que llevábamos los niños en la escuela. Pero era Kitt, estaba seguro: el carro negro con los faros levantados. Lo miré con detenimiento y sin disimulo.

 

—¿Te gusta? ¿Quieres verlo por dentro? Asómate—, dijo el hombre.

—Sí, mucho—, respondí y metí la cabeza por la ventana.

 

El Michael mexicano subió al carro y lo encendió. Para mí fue una revelación, la confirmación de que efectivamente estaba yo frente a Kitt. En el tablero había luces verdes. Nunca había visto algo así en mi vida, mi experiencia más suntuosa era viajar en un vochito a medio pintar.

 

—¿No te quieres subir? —, preguntó con el tono de invitación que se usa en esos casos.

 

No era yo un estúpido para rechazarlo. No iba a decir que no. Estaba en el pico más alto del encanto cuando el sujeto sacó otra carta seductora: me aseguró que conocía unas maquinitas a colores y podía llevarme si yo quería. Para entonces yo solamente había gastado mis monedas en videojuegos en blanco y negro; las de colores se veían nada más en las películas de Estados Unidos. Yo y todo mi bagaje cultural proveniente del norte viajamos en Kitt en busca de las pantallas a color. Atrás, olvidados, quedaron los refrescos y Pac-Man en blanco y negro. Pasaron horas y nosotros solamente dimos vueltas por la Ciudad de México, que entonces se llamaba Distrito Federal. Puedo afirmar que fueron horas porque llegó la noche, pero nosotros nunca a las maquinitas prometidas. “¿Ya mero? ¿Ya vamos a llegar?”, insistí muchas veces, cada vez más descorazonado. Mi edad, la vida de entonces, las costumbres familiares o qué sé yo, no me pusieron alerta. Mi único afán era jugar Pac-Man a todo color.

 

Nunca jugué. Jamás llegamos. No hubo nada. El carro se detuvo frente a un portón que el Michael mexicano tocó. Una mujer salió. No recuerdo cómo era ni su edad aproximada, apenas conservo su silueta desdibujada en mi memoria. En menos de un minuto yo ya estaba dentro de esa vivienda. Ésta tenía una serie de cuartos organizados en un costado y a lo largo, cuyas puertas daban a un patio ligeramente angosto pero prolongado. La señora me puso en una de las habitaciones y cerró la puerta. Más tarde volvió con platos de enfrijoladas. Eran para mí y para los varios niños que estaban conmigo. Porque no era el único ahí metido. Cinco, ocho, no sé exactamente, pero no más de diez. Había algunas literas para dormir y una televisión en uno de los costados, que en ese momento estaba encendida. Casi nadie lloraba, si acaso alguien sollozaba de a ratos. Nadie gritaba. Yo no tenía miedo, o al menos no que yo recuerde. Estaba desorientado, eso sí. No entendía lo que me estaba ocurriendo.

 

Al siguiente día nos sacaron a todos al patio para jugar con bicicletas, patinetas y avalanchas. Y luego otra vez al cuarto. No hubo golpes ni maltratos o probablemente quiero creer que así fue. Pero no están en mi yo consciente. Ni soy tampoco capaz de evocar ni con mínima claridad cómo transcurrieron los siguientes días. Porque fueron días, aunque para mí ahora sean solo un conjunto de instantes amarillentos y amontonados. Nunca supe el nombre de los otros niños o si los supe los he olvidado. Eran todos de una edad similar a la mía, de eso estoy seguro. Cuando uno es niño cualquier diferencia de edad se siente abismal, los mayores son muy mayores y a la inversa, aunque haya únicamente cinco centímetros de por medio. Todos estábamos sucios, no nos bañábamos, de todos modos, a mí ni me gustaba.

 

Una tarde, cuando jugábamos en el patio, vi que la mujer salía de la casa por el portón por el que yo había entrado. De esto sí me acuerdo con precisión. Ella se fue, repito. Lo hizo con descuido. Yo miré hacia la puerta en ese instante exacto y me di cuenta de que la cerradura no dio toda la vuelta. Tengo la imagen fija de la puerta como un close-up de cine. Esperé un poco, confirmé que la mujer no estuviera a la vista y salí corriendo…

 

No: corrí, pero no escapé. Al menos no era esa mi intención. Yo sabía que la calle estaba formada en una pendiente y que podía lanzarme desde lo alto en la avalancha, el vehículo infantil que más apreciaba. Lo hice, no sé si una o varias veces. El sentido común me dice que fue una sola vez o de lo contrario me habrían sorprendido. Pero no me pillaron. Cuando estaba en la calle, sucedió lo más altamente improbable y absurdo que podía ocurrir: Carmela, la mujer que ayudaba con los quehaceres en la casa de mi tía Candelaria, pasaba por ahí en ese preciso instante.

 

—¡Israel! ¿Qué haces aquí? —, gritó Carmela con una mezcla de miedo y sorpresa.

 

Recuerdo que me tomó de la mano y caminamos a prisa. Adiós avalancha. Yo no entendía por qué tanto apuro. Luego tomamos un taxi, un vochito, creo que de los amarillos, que nos llevó hasta donde mi tía Cande, como le decíamos de cariño. Lo que sigue fue vertiginoso. Carmela cuchicheando con mi tía. Mi tía llorando. Yo bañándome. Ropa limpia. Una llamada a no sé quién porque en casa de mi abuela, con quien yo vivía, no teníamos teléfono. Mi abuela y mi madre llegaron más tarde, las dos lloraron y me abrazaron. Con ellas vinieron mis otras tías y mis tíos. En mi familia pocas veces lloraban, por lo que engordó mi desconcierto. Sin querer montaron otra reunión familiar, pero esta era un revoltijo de emociones para mí incomprensibles. Un real desbarajuste.

 

Mi familia tocó muy poco el tema en los siguientes años. Pero cuando crecí un poco, alrededor de los 10 u 11, vinieron mis preguntas y pude nombrar lo que había pasado. Me perdí o, mejor dicho, me robaron, me robó el hombre de Kitt, el auto increíble, que obviamente ya no era más Kitt para mí. ¿Cuántos días estuve ausente? Fue una semana exacta, de domingo a domingo. ¿En dónde me encontró Carmela? En la colonia Cerro Prieto, al oriente de la capital, cerca del aeropuerto. ¿Qué pasó con los otros niños? Nadie supo. ¿Qué hay de Carmela? Ella vivía en la misma colonia donde me encontró. Demasiada casualidad, ¿no? Cierto, yo me salí de la casa donde me tenían porque vi la oportunidad, pero incluso a mí me parece una coincidencia remotísima lo de Carmela, que no puedo evitar construir mis sospechas. ¿O Dios —si acaso existe— estaba muy de buenas ese día como para ponerla en el lugar preciso? ¿O de plano a Dios se le ocurrió existir ese día y hacer una buena obra? ¿Denunciaron todo a la policía? No. ¿Por qué? ¿Pensaron en los otros menores? Silencio. Nadie nunca respondió esas preguntas. Recriminé varias veces, señalé su indolencia, la de mi familia, ante los otros niños. Acusé su torpeza para cerrar la historia. A partir de ahí el tema se volvió tabú, de esos que se guardan en una maleta muy atrás del cuartucho de las cosas inútiles.

 

No insistí más. Pero he conocido algunos otros detalles de la cronología gracias a un tío que los suelta cuando está ebrio. Por él supe que mi abuela mandó a hacer una misa para que, según ella y su credo, yo apareciera. Mi tío Daniel, un adolescente de preparatoria, más práctico, me buscó por calles y calles en bicicleta, al lado de su amigo Luis; además de eso se prometió a sí mismo desertar de su afición por el alcohol si me encontraban. Nunca cumplió; bueno, sí, pero ya entrado en sus cincuentas y no por mí, sino por una úlcera gástrica. Mis tíos mayores me buscaron sin éxito por casi toda la ciudad a bordo de sus vochos. Mi madre, inconsolable, no paró de caminar preguntando por su hijo ausente. Mi tío Luis, notoriamente más avispado que todos los demás (él siempre ha sido así), llevó mi foto y datos a Televisa para que otro tío —el mismísimo Tío Gamboín— anunciara mi caso en televisión. En los años ochenta, durante su programa y en breves cortes comerciales que pasaban el resto del día, el tío que más bien parecía bisabuelo decía, ceremonioso: “Pedimos su colaboración para encontrar al niño fulano de tal, cuyas señas particulares son tales y tales, y que se extravió el día equis en aquel lugar”.

 

Yo fui uno de esos fulanitos de tal que un día desapareció de su casa y se ganó el derecho de salir con el Tío Gamboín.