El autor de este texto recuerda algunas de sus aventuras vividas en su infancia, en la ciudad de Irapuato, concretamente en la colonia Moderna, un lugar donde, como él mismo lo define: “transcurrió la vida”.
Fernando Anguiano González
Foto de Timothy Eberly vía Unsplash
Así le llamaron mi hermano y sus amigos a un palmo de banqueta que estaba en un punto cercano a la casa de todos ellos (Mi hermano Adolfo, alias “el Popo”, el “Pollo” Solórzano y los gemelos De la Torre). Ahí se juntaban más compas, en realidad solamente a cotorrear, si acaso fumaban tabaco, porque ni mota ni alcohol había en esas reuniones.
Lo de prohibida venía de que se sentaban justo afuera de la casa de una familia que los repelía: la señora de la casa los corría en cada oportunidad, e insisto que en los momentos de estar ahí no hacían mayor daño que fumar y tal vez carcajearse estruendosamente. Al tiempo supimos que en una ocasión la señora salió desnuda a la calle, aparentemente en quiebre psicótico, se rumoraba que tenía esquizofrenia y después de algunos años murió. Eso nos trajo a algunos una sensación de culpa y de malestar.
Justo en ese espacio no sucedieron grandes acontecimientos, pero la palabra prohibida tiene cierta connotación. En algún momento le trajo problemas con su esposa a Juan Pablo, otro de los cuates que se reunían ahí, debido a que ahora tenemos un chat de Whatsapp llamado Zona Prohibida y ella imaginó que intercambiábamos contenidos indecentes del orden de lo cachondo. Sin embargo, más allá de esa zona, el comportamiento de ese grupo de amigos adolescentes fue desastroso y en ocasiones hasta vandálico. Esto sucedió en la Colonia Moderna, en la Ciudad de Irapuato, Guanajuato, ciudad que me vio nacer.
Los destrozos y vandalismos de los que yo fui testigo involucraron mucha pirotecnia, mucha mucha. Es una afición heredada de familia: en navidad y año nuevo cada uno de mis tíos y primos compraban cantidades exageradas de barrenos, palomitas, cebollitas, cerillitos, buscapiés; mi tío Gerardo compraba los cuetes que tronaban en el Estadio Sergio León Chávez cuando la Trinca del Irapuato metía gol; tremendo desmadre hacíamos cada Navidad.
Y en épocas distintas a las festividades, a los amigos de la cuadra les daba por crecer el arsenal de fuegos artificiales, y estallaban con barrenos —que en realidad en el centro del país le llaman cañones— medidores de agua, cubetas de plástico, latas de aluminio… recuerdo una grande de chiles La costeña. Había una filia con el fuego porque diversas ocasiones compraron thinner, lo vertían en las pozas y le prendían fuego, era espectacular ver el charco ardiendo en llamas. En una oportunidad destaparon una coladera de drenaje o tal vez una boca de tormenta, y mientras uno de ellos vertía dicho líquido, a otro se le ocurrió lanzar el cerillo y al estilo del recorrer del fuego en una mecha, se vino siguiendo el camino del chorro vertiéndose y alcanzó la mano de Jorge, mientras sujetaba la botella de vidrio; tengo un blackout respecto a lo que pasó después, según entiendo no fue algo grave, recordaría la tragedia, solo sé que no puedo explicarme cómo salimos ilesos de esa situación.
La moderna, así llamada con orgullo, como algo conocido, un lugar donde transcurría la vida. Pensaría que ahora la recuerdo con nostalgia, pero la sensación como de orgullo, de acogida, siempre estuvo. Era una colonia pequeña, con calles de adoquines sueltos, con la Parroquia del Espíritu Santo, aunque coloquialmente se la conocía como el templo de las criptas, porque en dicha área —que era un sótano al que se descendía a través de 1000 escalones— realizaban el catecismo. Un lugar frío, oscuro, con piso gris rata, con rayas al estilo del mármol, con pocas ventanas enmarcadas con vitrales con tonos rojos y azules, con imágenes, obviamente, de Jesucristo, los ángeles y miscelánea religiosa, pues. Este templo colindaba con el Colegio Atenas dirigido por monjas, en donde estudió mi hermana y también mi mamá; nuestra educación fue impartida por los mismos profesores que educaron a mis padres; mucha vanguardia educativa no había. Por ahí había otro colegio que tal vez no valga la pena mencionar.
En la calle Francisco de Sixtos vivía la señora Buendía, abuela de mi amigo Beto, en una casa enorme, de 6 o 7 cuartos. Mi abuelo Rubén, el padre de mi madre, se la vendió, y a su vez mi abuelo materno se la había comprado a mi abuelo Miguel Antonio, el padre de mi padre, lo que permitió que su humilde servidor esté contando este relato.
La colonia tenía una familiaridad en lo concreto: 3 de los hermanos de mi papá vivían en ella, y todo resultaba local, íntimo, familiar. Cosa que hace tiempo no siento en los diferentes domicilios en los que he vivido, no sé si es por lo chico de Irapuato o que por donde vivo no conozco a nadie de mis vecinos; la gente no habita la calle, llegan en sus autos, sin bajarse de ellos activan sus compuertas, introducen sus carros y desaparecen tras ellas. Cada calle y cada colonia debería tener un grupo de personas reunidas, riendo, fumando, hablando; cada calle, cuadra o colonia debería tener su zona prohibida.