“Estaba en la prepa, sentado en el pupitre del salón y me acuerdo de que comencé a sentir como que algo me iba a pasar, empecé a mover las piernas y me dio desesperación estar ahí, me salí y fui al baño a echarme agua en la cara, hice eso varias veces y no se me quitó”.

 

Teresa Mireles

Foto de Massimiliano Reginato vía Unsplash.

 

La cargó sobre su hombro derecho, su rubia cabellera —con las raíces largas y oscuras— colgaba de su cabeza hasta casi rozar el suelo. Se lanzó a la parte más honda de la alberca dejándose llevar por un subidón de adrenalina derivado del alcohol y de la música rock que estaba escuchando en vivo. “Tocaron la de Basket case de Green Day y pos me tuve que aventar ¿veá?”. No se acordó que ella no sabía nadar.

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Terminó la licenciatura en relaciones internacionales, pero nunca tramitó su título; la ansiedad tocó a su puerta y entró para quedarse. Pasó varios años tras un escritorio en distintas sucursales bancarias, sin embargo, odiaba ese trabajo. Para sus padres, ver a su hijo ser productivo en un empleo “formal y estable”, comprarle un traje, camisas y zapatos de vestir y anudarle con esmero la corbata, representaba los anhelos de su corazón: significaba que había superado las crisis de ansiedad y volvía a ser una “persona normal”.

 

No fue sino hasta pasados los 28 años, que descubrió su verdadera vocación. Después de pedirle prestado dinero a su hermana y a escondidas de sus padres, tomó un curso que lo llevaría a dedicarse a lo que hoy hace: cortar el cabello.

 

Alejandro, “El Tigre”, está sentado en una silla de jardín, metálica, de color blanco. Se recarga en ella y enciende un cigarro. Su cabello, que le llega a los hombros, está desteñido: el colorante verde ha perdido tono y se ha tornado de un verde amarillento, dejando ver la raíz café oscuro entre la que asoman unas cuantas canas. Sonríe y después se carcajea con una risa de un agudo que no es molesto, pero sí refleja su euforia y el estado de embriaguez moderada en el que se encuentra. Sus brazos y sus manos están cubiertas por distintos tatuajes, así como su cuello. “Algunos sí los he planeado, como este de aquí: es Billie Joe, pero todos me dicen que parece alguien bien jodido que no tiene nada que ver. O este de acá, mi camarada me lo dibujó, ¡es un artista ese cabrón!”, dice señalando ahora en su antebrazo izquierdo un tatuaje que muestra a los tres integrantes de Blink182. “Todos los demás pues salieron así nomás, en una peda o después de un churro”.

Mientras le da otro trago a una fiel lata de Tecate light, sigue conversando de sus clientes. “El otro día fui a la casa de una cliente, es bien buen pedo esa morra, tiene el pelo cortito, por eso yo le hago el corte como de hombre, está bien parada la Lic., se ve que todos la respetan un chingo. Llegó este otro güey, es famoso mbe, pero no me acuerdo de su nombre, traía un carrazo bien bonito”.

Las personas a su alrededor, de una u otra manera emprendedores, le comienzan a dar nuevamente consejos de cómo hacer crecer su negocio, de cuánto cobrar. Entre la embriaguez del resto del grupo a esa hora de la madrugada y la vista a un amplio jardín con piscina, comienzan a surgir ideas y más ideas que el “Tigre” refuta sin siquiera analizarlas a conciencia, utilizando justificaciones que para él son válidas: “es que yo no soy así, ¿veá?, no quiero hacerme rico, no lo hago por el dinero, yo disfruto un chingo hacer sentir bien a la gente cuando le corto el pelo, si supieran todo lo que me cuentan… se desahogan conmigo bien cabrón y además los hago reír un buen”. Habla en un tono que denota seguridad en sí mismo, inclinado hacia adelante y haciendo ademanes para recalcar ciertos puntos en la conversación, adelanta su tórax y abre sus brazos mientras asiente con la cabeza.

Su semblante se va tornando serio cuando la conversación continúa en torno a lo que pudiera ser y no es: a las proyecciones de crecimiento de su negocio estipuladas por su familia y amigos, a las múltiples sucursales que podría abrir, a los empleados que podría tener a su cargo, a los aprendices, al servicio a domicilio, los tintes y los cálculos monetarios que todo esto podría generarle. Su mirada, paulatinamente se va dirigiendo hacia abajo mientras su sonrisa se va transformando de natural a fingida, ya no se le arrugan los ojos al sonreír, encoge un poco los hombros y se retrae en su asiento. Escucha todos los consejos y asiente, mientras continúa tomando su cerveza y dándole largas caladas a su cigarrillo.

—Deberías ser más disciplinado, a veces te levantas a trabajar temprano, a veces no, así está difícil mantener un ingreso y pues tenemos un hijo, le dice su esposa.

—Ya sé, ya sé, está cabrón.

—A veces llegas a dormir a la casa, a veces le sigues de fiesta con tus clientes y no llegas.

—Pos es que se me va el tiempo.

Ahora la conversación se da en torno a qué es mejor tener para ser exitoso: talento o disciplina. Algunos dicen que talento, otros que disciplina. El “Tigre” apoya fervientemente la hipótesis del talento, la disciplina le cuesta mucho trabajo.

Le cuesta ser disciplinado particularmente desde hace 16 años, cuando un día, repentinamente, comenzó a sentir ansiedad. “Estaba en la prepa, sentado en el pupitre del salón y me acuerdo de que comencé a sentir como que algo me iba a pasar, empecé a mover las piernas y me dio desesperación estar ahí, me salí y fui al baño a echarme agua en la cara, hice eso varias veces y no se me quitó”.

En los siguientes meses fue creciendo una angustia inexplicable dentro de su ser, que se hizo cada vez más intensa e incapacitante. “Me diagnosticaron ataques de pánico con agorafobia”. Llegó un punto en el que no podía salir de su casa, el simple hecho de traspasar la puerta le causaba opresión en el pecho, falta de aire, sudor frío y que se le acelerara el corazón, se le nublara la vista y sintiera que se iba a desmayar.

“Fui a un chingo de terapia, con un chingo de psicólogos y psiquiatras, unos de la chingada neta, otros, buen pedo; pero ya estoy harto, me harté bien cabrón. Ninguno me pudo quitar este pedo. Sí me alivianaron, no digo que no, pero este pedo aquí lo traigo siempre”, dice mientras se toca el pecho.

Para poder salir de su casa a trabajar, el “Tigre” tiene que tomarse dos cervezas en un par de minutos. La sensación de embriaguez le aminora un poco la ansiedad y le ayuda a subirse al Uber que lo llevará a la barbería donde trabaja, a quince minutos de distancia. “Si veo que el bato es buen pedo, sí le saco plática y se cotorrea chido, me da confianza y me siento tranquilo de poder decirle que se haga a la orilla y detenga el carro un ratito en lo que se me pasa lo nervioso, pero si veo que no se cotorrea me pongo más nervioso. Me he tenido que regresar a la casa algunas veces por eso”. Detiene el coche en el camino al trabajo en una tienda de conveniencia cercana al Barrio Antiguo y se baja a comprar una caguama, la guarda en una bolsa de cartón que le ha costado dos pesos, “ésta es para aguantar el jale así con madre”.

Cuando conduce su propio coche se siente más seguro, puede detenerse en cualquier momento y respirar hondo para recuperar la confianza, el problema es que el alcohol y el volante no son buena mezcla: múltiples choques, corralón y multas de más de 30 mil pesos han sido algunas de las consecuencias, hasta ahora no fatales. “Yo creo que mi alcoholismo pos tiene que ver con mi ansiedad, ¿veá?, cuando tomo se me calma y pos está con madre”.

Una noche antes, en la casona en Bustamante, el “Tigre” bailaba meneando la cabeza de arriba a abajo, con las piernas separadas, sosteniendo una cerveza y un cigarro, su cabello verdoso y desgarbado se agitaba al compás del rock. Esta noche platica de cómo la ansiedad le hace difícil el día a día. “Te lo juro wee, preferiría fracturarme un pie, sentir ese dolorón y andar en muletas semanas o meses si quieres, ir a rehabilitación y todo el pedo, porque sé que se me va a quitar, no importa que quedara medio cojo. La pinche ansiedad no se me quita nunca”. Cuando deja de tomar el medicamento que lleva más de una década consumiendo, siente que la vista “le tiembla”. “Tampoco puedo hacer ejercicio, cuando siento que se me acelera el corazón, lo relaciono con la ansiedad y me pongo más nervioso, siento bien ojete”.

Algunas personas a su alrededor lo consideran un buen amigo, otras lo estiman como a un hermano, algunas más, entre las que destacan sus clientes, le confían cosas que no le cuentan a cualquiera. “Tiene la capacidad de hacerse amigo de casi cualquier persona, en unos minutos”, comenta su hermana. Este don lo utilizaba en el trabajo en el banco: “le mandaba a los clientes más difíciles, los más enojados, a los que todos les sacábamos la vuelta, y siempre salían de su cubículo riéndose, no sé cómo le hacía”, cuenta el que fuera su gerente de sucursal. Sin duda, este don lo utiliza también de manera muy natural, en su trabajo actual.

Mientras se recarga sobre la silla negra forrada en piel, el cliente en turno se carcajea por los comentarios sarcásticos que le hace el “Tigre” para invitarlo a sentarse, ninguno de los dos habla del estilo de corte de cabello que se realizará, siguen conversando de banalidades y riendo, como si esta escena se hubiera llevado a cabo miles de veces en el pasado, como dos viejos amigos que se conocen desde hace años. El “Tigre” comienza a acomodar el cabello de su amigo, le rocía agua en la cabellera desde una botella de Jack Daniels que adaptó para cumplir esta función e imprimirle identidad a su negocio; realiza el corte entre carcajadas, anécdotas y tragos de cerveza.

Termina su servicio esparciendo un talco de olor “masculino” en la nuca de su cliente, quitándole la capa de plástico negro grueso, chocando palmas a manera de despedida, entre más risas y una invitación directa y atrevida para que pase a pagar la cuenta. El cliente se despide y sale por la puerta de vidrio con una sonrisa en los labios, erguido, orgulloso de su nueva imagen; era la segunda vez que visitaba la barbería del “Tigre” en su vida. “Esto es lo que quiero hacer: cortar el pelo, tomarme mis cheves y cantar de repe con una bandita aquí mismo en la trastienda, con eso está con madre, no pido más”.

***

Emergieron de lo más profundo de la alberca, se esperaban manotazos, gritos, brincos de rescate al agua; para sorpresa de todos los presentes, la calma fue lo que siguió. El “Tigre” se recostó de espaldas en el agua para flotar, mientras su esposa se hincó sobre su abdomen, colocó sus codos a la altura de su pecho y se quedó completamente inmóvil; una leve sonrisa asomaba en sus labios a la par que le susurraba algunas palabras inaudibles. La llevó hasta la orilla con los movimientos que sus brazos y sus piernas hacían por debajo del agua y la puso a salvo.