La siguiente crónica no es precisamente sobre Maradona; aunque sí. Pero sí es sobre Diego Armando. La autora, hermana de Diego, nos entrega un potente y sentido recuerdo de dos Diegos, tan distintos, pero a la vez tan hermanados.

 

Ana Belén Lizardo

Foto de Keren Rico vía Unsplash.

 

¿Ya viste lo de Maradona? No, respondo amodorrada con dificultad para abrir los ojos. Parece que murió,  pero aún no es oficial, ¡los abrí! Sabía que este día llegaría, todos lo vimos hacerse daño por mucho tiempo, lo vimos apagarse lentamente, caer y renacer, ir de la gloria al infierno y viceversa. Hoy por fin, llegó esa noticia que no quería oír, y no es que me afecte tanto la muerte de un hombre que ni siquiera conocía en persona, pero Diego, desde que tengo memoria significa en mi vida más que solo un jugador de futbol.

 

Han pasado ya 38 años desde aquel agosto y aún lo recuerdo con mucha claridad. ¿Por qué no abre los ojos? Pregunto consternada desde el asiento trasero de un auto, con la curiosidad que despierta en una niña de cuatro años ver a un pequeño bebé, un nuevo miembro en la familia del cual no se tiene idea que va a llegar. Ni mi mamá con sus 28 años, recién parida de su cuarto hijo, ni el vecino, cuyo nombre no recuerdo y que muy amablemente se ofreció a traernos a casa en su vocho desde el hospital,  responden a mi pregunta. El bebé no abre los ojos y no se mueve, entonces decido,  con la inocencia de mi corta edad, darle un golpe en la cabeza para que los abra o reaccione, lo que venga primero. El resultado fue un llanto corto y agudo pero suficiente como para despertar el enojo de una madre cuidando a su cría y yo llevarme una buena reprimenda. Diego Armando lo llamó mi papá, sí, fue por el “barrilete cósmico”: Maradona. Esta afirmación la contestaba mi padre siempre orgulloso, como buen fanático del futbol, cada que alguien le preguntaba si el nombre se debía al jugador argentino. Nunca supe, y hasta la fecha ignoro, si mi mamá estuvo de acuerdo en ponerle ese nombre, lo que sí me dejó claro ese día, aunque lo pude entender muchos años después, era que debía comportarme como hermana mayor y cuidar al nuevo integrante de la familia que había llegado para quedarse.

 

Como era de esperarse se le inculcó el gusto por el futbol al igual que a todos, hombres y mujeres, solo que en él había una carga especial: el nombre. Llamarse Diego Armando sin causar grandes expectativas no era posible ni para el mismo Maradona. En casa se instaló una portería monumental para practicar hasta el cansancio y los tiros penales se volvieron nuestro juego preferido. Pasábamos horas pateando balones y discutiendo la fuerza permitida para pegarle a la pelota sin lastimar a nadie.

 

Recuerdo llevar a Diego a sus primeros partidos al en ese entonces llamado Club Jalisco, hoy, Club Chivas. El equipo eran niños con apenas 6 o 7 años que jugaban entre berrinches y pataletas. Un día lo observaba a lo lejos, fuera de la cancha, él cubría la portería, se veía muy pequeño pero entusiasta. Pasaron al lado mío un grupo de niños de entre 10 y 12 años, se detuvieron un poco y no tardaron en mofarse de la estatura de mi hermano. “Ese pinche porterito qué”, dijo uno de ellos y yo sentí que la sangre me hervía, pensé en enfrentarlos, pero cuando me disponía a hacerlo, Diego hizo una tremenda atajada que dejó boquiabiertos a todos. “Ahhh, ese pinche porterito sí la arma”, exclamó el mismo niño. Aplaudí gustosa y  grité a propósito: ¡Bien, Diego! Para después voltear a verlos con desdén y denotar su lamentable comentario.

 

Desde ese momento me di a la tarea de evitar, en medida de lo posible, que cualquier acontecimiento o persona lo hicieran sentir mal. Como cuando su compañero de escuela, Omar,  intentó golpearlo, y yo, toda empoderada me le puse enfrente, le solté un pequeño golpe y amenacé con llevarlo a la dirección si seguía molestándolo. Debería sentirme mal por haber maltratado a ese niño, pero no, resulta que ese niño era una especie de mafioso que intimidaba a todo los de su salón, quitándoles el dinero y torturándolos con agresivos “juegos” que por allá de los ochenta aún no eran bautizados como bullying. Después de ese acontecimiento jamás volvió a molestarlo y yo me convertí oficialmente en la guardaespaldas de mi hermano. Bastó con crecer para darme cuenta de que los “Omares” representaban algo inofensivo para las dificultades reales que se aproximaban.

 

Hoy la noticia es Maradona, escucho en todos lados el nombre de Diego Armando: en la radio, en la televisión, en las redes sociales. Se ha ido un grande del balompié. Suenan las canciones compuestas en su honor, los equipos de mundo le rinden homenaje. Y yo, al escuchar todo el tiempo su nombre, no puedo más que recordar a Diego, mi Diego, al que sí conocí, al que cuidé por mucho tiempo, el Diego con el que que crecí y jugué tantas veces fútbol, aquel que fue mi antagonista y a la vez mi aliado, ese Diego, que con apenas dos décadas de vida se apagó prematuramente, en un abrir y cerrar de ojos.

 

Hoy, que todos lamentan la gran pérdida del nombrado por muchos, mejor futbolista de todos los tiempos, siento un poco de consuelo al saber que entienden un poco mi dolor, porque ahora a todos nos hace falta un Diego.