A propósito de que hace unos días se cumplieran veintitrés años de aquella nevada histórica sobre la ciudad de Guadalajara, la autora recuerda y añora aquel día, entregándonos una crónica de cómo fue que lo vivió, pero, sobre todo, lo mucho que añora cada año que se vuelva a dar ese poco frecuente fenómeno.

 

Minerva Mendoza

 

La mañana del 13 de diciembre de 1997 conocí la nieve; la vi caer como velito de novia del cielo al pavimento del estacionamiento del cotito en donde vivo en la colonia Atlas. La vi por la ventana de mi cuarto, el mismo que compartía con mi hermana, el mismo desde donde ahora escribo. Vane, mi hermana, me había dicho, “Mine, Mine, está nevando”, y por un momento, no entendí lo que ella me decía porque, ya se sabe, aquí en Guadalajara no nieva, aunque sí había pasado antes: el 8 de febrero de 1881.

Desde ese día, cada diciembre, hay un anhelo y una esperanza de que caiga nieve otra vez en mi ciudad. La cuenta de los años me dice que vamos en el 2020, dejé de ser novia del padre de mi hijo, me gradué de letras, me enamoré del Innombrable (qué desgracia), lo dejé, conocí y amé al Bienamado, nos dejamos, dejé de ser secretaria, me puse a dar clases y a corregir libros… todo mientras el hijo mío, el que tomaba alma, sangre, carne, piel y hueso en mi cuerpo en diciembre de 1997, nació, creció y cumplió 22 años, y en Guadalajara, sigue sin nevar.

Sí, caía nieve, y mi hermana y yo estábamos maravilladas y felices, “Vamos a buscar tamales”, creo que le dije. Ahora, en la distancia del tiempo, comprendo que yo sabía que los tamales se preparan de día para venderlos por la tarde noche, sabía que no encontraríamos tamales, pero buscándolos, tendríamos oportunidad de andar por las calles, de andar y andar por nuestra colonia. Yo estaba embarazada, (mi hijo nacería en junio del año siguiente) y si algo bueno había en eso del embarazo (ahí disculpe la connotación de la queja), eso era que nadie podía decirme que no había tamales sin antes intentar encontrarlos, (pero esto no es cierto, no recuerdo haberme permitido el capricho de pedir el cumplimento del antojo, me sentía demasiado culpable, pero déjeme creer que lo dije porque sabría que me dirían que sí). Mi hermana me tomó la palabra y nos pusimos apenas unas cuantas prendas contra el frío, o unas cuantas prendas para guardar el calor, (según como lo quiera ver, usted sabe: una no entra en calor, el calor se guarda, el propio, el del cuerpo). Así, con mi pants y supongo que mis tenis, mis 19 años y mi embarazo de tres meses entrados a cuatro bien puestos, salí junto con mi hermana a dizque buscar tamales.

Mi esperanza de la nieve y de su frío no pasa, como no pasa la inquietud de que cada 13 de diciembre las y los que vimos la nieve la recordemos y, a lo mejor, la esperemos. Más allá de que la vida me pase y yo pase por ella, hay, creo, pequeñas esperanzas que no se me mueren.

Salimos a la calle, dirigimos los pasos a donde podría haber tamales, a tres o cuatro puntos de la colonia Atlas. Bien pudimos haber dicho: “Salgamos a vivir la nieve”, pero éramos algo ingenuas y la vida nos había enseñado —a ambas— a inventar justificaciones para poder ser felices, como si la búsqueda de nuestro gozo, que no dañaba a los demás, necesitara ser justificada. Cargadas con nuestro pretexto, anduvimos tal vez una o dos horas en la calle, o más, (espero que haya sido mucho más, diré que sí, que fue todo el día, aunque esto tampoco sea tan cierto); no lo recuerdo porque en realidad no me fui viendo la hora y porque el tiempo, bajo la nieve, con el frío, cambió de velocidad y de ritmo, pero supongo que la medida del tiempo nos fue dada, para salvaguardarnos, a través de la cantidad de agua que podía guardar nuestra ropa, que no era impermeable, y por esa sensación de enfriamiento que aumentaba, lenta, pero constante por nuestro cuerpo.

Entramos en la nieve, creo, felices, como ha de sentirse entrar al cielo (yo soy creyente, discúlpeme la imagen). Qué felicidad aquella, viera usted, qué alegría; era como ir iluminado con cientos de foquitos de colores por dentro. Qué importaba que por fuera uno sintiera que podría morir de frío, qué importaba que se nos fugara el calor a cada copito que se derretía sobre nosotras, qué importaba nada, que yo estuviera embarazada, que acabara de cumplir 19 años, que no me hubiera querido casar y que, contra todas las convenciones, hubiera decidido ser madre soltera, seguir trabajando y ponerme a estudiar, qué importaba nada, caía nieve en mi ciudad.

Yo tengo esperanzas pequeñas y grandes, fantasiosas y realistas, puras y corrompidas. Esta, de que caiga nieve en mi ciudad, es pequeña y pura, danza entre la realidad y la fantasía, y en mí, vive tranquila, incorrompible y serena. No es la nieve la que espero, yo lo sé, mis esperanzas siempre son otra cosa, pero prefiero no tocarla demasiado con el pensamiento, ni evocarla de forma gratuita; la dejo que se duerma todo el año para que, cada diciembre, yo me la traiga a pasear por una mañana, de algún frente frío extraviado que ande de visita por acá, por una de esas mañanas por la que se me ande fugando el calor del cuerpo mientras se me enciende, cálido y color tul de novia, el recuerdo de la nieve que no cae. Se acabó la década, el siglo XX, el segundo milenio, y este diciembre en que se nos va la segunda década del nuevo siglo, en mi ciudad sigue sin caer nieve; con todo, yo la espero como a un milagro imposible, pero probable (¿o cree usted que sea al revés, improbable, pero posible?), la espero aunque de milagroso tenga poco o nada.

No recuerdo los rostros que seguramente vimos, las calles por las que anduvieron nuestros ojos y nuestros pies, ni las palabras que nos fuimos regalando en el camino, pero lo que no olvido son nuestros cuerpos mojados y nuestras sonrisas, nuestra felicidad. Así, felices, mi hermana y yo regresamos también empapadas y frías a la casa; el calor del cuerpo se nos había fugado y había decidido quedarse allá, en las calles de mi colonia. Llegamos heladas, nos cambiamos de ropa, nos dispusimos a entrar en calor (me gusta recordarnos con una taza de chocolate caliente en las manos y pan, pero tal vez esto tampoco sea cierto). A los días me enfermé, tuve una tos terrible y seca que viví sin jarabes ni analgésicos, y a mí me pareció justo pagar con una tos semejante aquella alegría, una tos por un milagro; qué precio tan bajito, pienso, me resultó aquello.

Mi esperanza, esta tan pequeña y pura, es una de las más duraderas y sencillas (tal vez la única), y consiste en que un día de un invierno cualquiera, antes de que se me acabe la vida, abra los ojos al despertarme, me asome por la ventana de mi cuarto y vea que nieva, que otra vez cae nieve en mi ciudad, para entonces, salir bien dispuesta a buscar tamales imposibles, mientras se me fuga el calor del cuerpo y se me vienen derritiendo encima los copitos de nieve, los cuales, yo me iré pensando, feliz, que así han de sentirse los besos que a uno le dan cuando entra al cielo.