La madrugada del domingo 30 de junio de 2019 cayó una granizada atípica en la zona metropolitana de Guadalajara, específicamente hacia la zona industrial, la colonia Atlas, el Fraccionamiento Revolución y zonas aledañas a Tlaquepaque. La autora de esta crónica, que vive justo en la colonia Atlas, escribió sobre las vicisitudes que vivieron algunos de sus vecinos esa madrugada que aún recuerdan.

 

  

Minerva Mendoza

 

 

Antes de la lluvia y el granizo que cayó la madrugada con que inició el domingo 30 de junio de 2019 sobre mi colonia, la Atlas, en Guadalajara, mi referencia de la tormenta más fuerte con granizo tenía que ver con una de algunos años antes, que  tras su paso, había dejado montoncitos de hielo en las esquinas de mi patio de 4 x 6 mt2 de superficie, y aunque no me distingo por mi maravillosa memoria, con todo, muy pronto me di cuenta de que la tormenta que esta vez caía —y que al terminar nos dejaría una capa de hielo de 1.5 metros de grosor en ciertos lugares— no tenía antecedentes y era inaudita, aunque no inimaginable, porque no descarto, en mi imaginación ociosa, que tal vez, algún Dios también ocioso, la había imaginado como un ensayo para enmarcar alguna especie de distopía climática, para alguna especie de escenario apocalíptico del siglo xxi.

 

Nosotros no somos tan pobres

No sé si aquí todo va de mal en peor porque la verdad es que nosotros no somos tan pobres, y como no tenemos vacas —pues somos citadinos—, no hubo una que se llevara el río, pero Álex, el hijo de mi vecino Luis, vio cómo el río de agua, hielo, tierra y ramas, se trajo tres carros y un sillón —desde lo que calculamos fue algún punto hacia la prepa 4, por Río Ameca (mi calle)—, y los fue a dejar en sabe dónde.

Había sido un día de sábado vestido de felicidad, yo no venía de ninguna tristeza, era un sábado cualquiera de limpiar la casa, de resolver algún pendiente de trabajo, de encargar pizza en D’Marco, era más bien un sábado común, de esos en donde la felicidad se arrellana y se recuesta en la comodidad; no estábamos tristes porque aquí, en mi casa, no se había muerto ninguna tía Jacinta —aunque sí tenía yo una muy enferma, mi tía Lupe, que moriría en diciembre, pero esta es otra historia.

Nosotros no estábamos enojados por ninguna cebada que, secándose al sol, la lluvia se hubiera llevado o la hubiera quemado con el agua fría, porque en la ciudad vivimos diferente —en mi colonia, se podrá vivir de otras plantas, pero no del cultivo de cebada—. Pero ya lo creo que sí estuvimos asustados porque esa lluvia de la madrugada del domingo 30 de junio del 2019 no sólo era torrencial, sino que era torrencial y atípica, y a veces, no es ningún secreto, vestimos a lo diferente de amenaza y esta puede asustar demasiado. La tormenta dio muy poco tiempo para cualquier otra cosa que no fuera asegurarse de que el agua y el granizo no entraran a nuestra casa.

No tuvimos tiempo de posarnos bajo ningún tejabán a mirar desgracias, no sólo porque no tenemos tejabanes en la colonia Atlas, sino porque, una vez que el sonido me avisó que aquella no era una tormenta como las que azotan a Guadalajara en sus veranos (ni siquiera una de las peores, de esas en que uno puede recordar a un cierto dios enojado con el mundo, llenas de luces y rugidos), y constaté, asomándome por mi ventana, que la tormenta se había apropiado del estacionamiento del cotito en donde vivo tapizándolo del blanco del granizo, lo único en que pensé fue en revisar ventanas y que la puerta de mi patio estuviera cerrada.

Para cuando bajé de mi habitación al patio en la planta baja, este también estaba cubierto de hielo y ya estaba inundado. “Diego, baja, ayúdame, Diego, Diego”, en mi ingenuidad y susto, me asaltó el impulso del absurdo. Mi plan era que teníamos que despejar la alcantarilla removiendo el hielo para que el agua se fuera por el drenaje, pero para cuando Diego, mi hijo, bajó, me había quedado claro que no importaba cuánto empujara al hielo que cubría la alcantarilla, sería imposible tenerla despejada. Aun así, hicimos el intento, pero el agua, enfriada por el hielo y que para entonces ya me llegaba a los talones, en cosa de unos minutos comenzó a quemarnos los pies; de todas formas insistimos, turnándonos. Cinco minutos bastaron para darnos cuenta que contra el granizo y el agua, que caían mientras el cielo nos rugía, no había gran cosa qué hacer.

Nuestros buenos augurios para el futuro no dependían de ninguna vaca Serpentina, nuestra tragedia no era de esas magnitudes, nuestro evento no fue catástrofe, pero quién sabe cómo le iría a los demás.

 

¿Cómo fue?

Cualquiera puede consultar la prensa del domingo 30 de junio de 2019 para buscar la hora en que inició la tormenta que terminaría por dejar, en algunas zonas de la colonia Atlas (y otras del lugar), una capa de hielo, tierra y ramas de 1.50 metros o más, pero la realidad es que nosotros cuatro, mis vecinos de a dos casas, Luis y Álex (padre e hijo), Diego y yo (hijo y madre), no podemos recordar la hora exacta en que cada uno por su lado se dio cuenta de que esa noche de verano no sería una noche de tormenta cualquiera; y es que cuando la tormenta llegó cantando en medio de un rugido estereofónico uno no miró el reloj para ver a qué horas algo diferente y un poco movido de lugar en la naturaleza decidió que “aquí está bien, y ahí les va”. Así, Luis dice que eran como las 12:30; Álex, que no, papá, que eran como las 2 de la mañana; Diego, que la verdad yo no me acuerdo, y yo, que pues menos.

Con todo y el que no nos ponemos de acuerdo a qué hora empezó, Luis y Álex son más memoriosos que Diego y yo, y mientras mis vecinos recuerdan qué estaban haciendo, Diego y yo sólo tenemos el recuerdo de lo mucho que nos apuraba buscar la manera de que el agua y el hielo, que habían anegado el patio en cosa de cinco minutos, no entraran a la casa.

En su casa, Alex jugaba X–Bbox con Yael en la sala; Luis había ido al baño y cuando regresaba a su habitación, escuchó en la tormenta un ruido diferente; inspeccionando el lugar, se dio cuenta que por los bajantes internos para el cableado, el agua se metía en forma de un chorrito delgado y constante. Mandó a Alex a la azotea a revisar el bajante del agua. Si el agua entra por el bajante del cableado, es porque el bajante principal está obstruido. En mi cotito todos sabemos que antes de cada verano hay que revisar que los bajantes de agua no estén cubiertos por hojas secas, escombro viejo o lo que sea. En mi cotito sabemos que de no hacerlo, en alguna tormenta, la azotea podrá inundarse y entonces el agua alcanzará los niveles de los bajantes del cableado y será como abrir una llave en la sala.

Álex destapó el bajante, por lo pronto, eso ya estaba resuelto, su patio se había inundado, pero lo dejaron, el agua entró, pero la tormenta terminó antes de que los niveles subieran lo suficiente como para causarles alarma. Así esperaron a que la tormenta pasara.

En mi casa, Diego y yo decidimos que lo mejor sería cerrar la puerta del patio e improvisar empaques con bolsas de plástico para que el agua no entrara. Con ayuda de espátulas, sellamos la puerta del patio y la puerta de entrada. El estacionamiento también estaba inundado. Así esperamos a que la tormenta pasara.

Los cuatro tenemos la impresión de que aquello duró toda la noche, pero sabemos que difícilmente la tormenta pudo haber durado una hora, pues para cuando esta acabó, la madrugada todavía siguió, todavía le colgaba un vestido de noche con brocados de incertidumbre y asombro.

El estupor ante la tormenta nos había agotado a Diego y a mí, así que con un cierto esfuerzo optamos por irnos a dormir como a las tres de la madrugada. No quisimos quitar nuestros empaques improvisados de las puertas, y eso, de alguna forma nos obligó a doblar la curiosidad por salir a la calle, y guardarla para ver si al día siguiente todavía estaba ahí.

Luis y Álex (y Yael) salieron a ver los estragos de la tormenta. Nuestra calle, Río Ameca, era un río, no figuradamente un río, sino uno, literalmente uno. Si el agua que corría por la calle no se había metido a nuestras casas, fue porque estamos en un cierto desnivel, y la rampa de entrada a nuestro estacionamiento tiene un declive que sirvió para que el agua que caía acá adentro buscara su cauce hacia allá, hacia la calle.

Las casas de nuestro coto que dan a la calle, también la libraron gracias al declive de sus cocheras, pero las casas del frente no. El agua se había metido en muchas de ellas. En una en particular entraron el agua y el hielo, al parecer, por una ventana que dejaron abierta. La tormenta los había descubierto dormidos y para cuando se dieron cuenta, ellos sí que no pudieron hacer nada. En su casa, el hielo y el agua no sólo alcanzaron más de medio metro, sino que dejó encerrada a la familia (padre, madre e hija), porque el hielo de la calle y el de adentro les bloqueó la entrada y no pudieron abrir la puerta para salir.

Cuando el río dejó de moverse y dejó una capa de hielo sobre la que Luis, Álex y Yael pudieron cruzar la calle, ayudaron en lo que pudieron, por lo menos hasta que los pies inmersos en hielo les permitieron; después se fueron a su casa a vivir un poco el asombro, cambiarse la ropa, bañarse e intentar dormir, tal vez como a eso de las 4 de la madrugada.

Ya en la mañana del domingo, la curiosidad de Diego y mía no se desdobló como para ir a inspeccionar la zona; nuestra imaginación, adormilada, no dio señales para ponernos a calcular estragos; nuestro ensimismamiento, taciturno, no nos dejó pensar en tragedias. Quitamos nuestros empaques improvisados, despejé la alcantarilla del patio y dejé que el sol hiciera su trabajo derritiendo la capa de 10 centímetro de hielo que había dejado la tormenta, me esperé a que las hojas que el granizo le arrebató a mi árbol se medio escurrieran y me puse a barrer; con lo que junté, llené una bolsa tamaño jumbo.

Esa misma mañana de domingo, Luis se levantó, esperó a que el hielo de la calle se derritiera lo suficiente como para que el auto circulara y se llevó a los muchachos a ver lo que había dejado la tormenta, (ahora eran Álex, Edgar, Paloma y Valeria).

Vieron las calles de Juárez, Reforma, Lázaro Cárdenas cubiertas por el hielo, por gruesas capas de hielo —en algunos lugares el grosor era de casi dos metros— supieron de las familias cuyo ajuar de casa quedó inservible, pudieron ver los autos unos sobre otros acomodados por el juego de la corriente y tráilers y autos varados, casi completamente cubiertos por el hielo.

El lunes que fui a trabajar, cada casa de mi cuadra tenía su respectivo cerrito de hielo en la calle. En la escuela, ese era el tema, pero yo preferí no hablar mucho; a los pocos que me preguntaron, les contesté a grandes rasgos cómo me había ido para terminar el relato con un “a nosotros no nos pasó nada, a los que viven afuera de mi cotito sí”. Por los relatos de los demás, supe que en algunas casas el hielo y el agua habían colapsado los drenajes y que las tazas de sus baños se habían convertido en fuentes internas.

Para el martes, ya se veía muy poco hielo, pero ahora en su lugar iban apareciendo aquí y allá lodo, ramas, hojas, basura. Diego calcula que bien pudieron haber pasado dos semanas para que la calle retomara su aspecto cotidiano.

La reparación de una que otra casa de enfrente de mi cotito (muchos de ellas construidas tal vez como hace medio siglo), me consolaba al dárseme como pastillita de optimismo, tal vez ingenuo y rosa, de que eso parecía representar que nosotros (los del cotito y también los de enfrente) no somos tan pobres.

Nota al margen. Antes de que empezara este verano (sin desfalcos ni déficit), me puse a invertirle a la podada del ficus, la arreglada de la fachada y la renovación de la azotea. Aunque bien pude haber pagado para sanar las cicatrices de la tormenta del año pasado en mi patio y la fachada trasera —y como la cuarentena no parecía tener fin— mejor me guardé un colchón, por si las dudas.