El autor del siguiente texto nos habla sobre su mascota y el día que la perdió. Aunque, un gato no es una mascota (cuestión que sólo entenderán los que tengan o hayan tenido gatos). Más allá de eso, la pérdida, según parece, le ayudó a aprender a soltar. Queda claro que las mascotas siempre terminan enseñándonos mucho. Como quiera que sea, para amantes de mascotas o quienes no lo son, el texto resulta entrañable.
Jorge Macías Borrayo
Con pelos en la ropa, así andaba yo siempre. Era difícil quitarse los pelitos de Rojo: cada que salía de la casa, tomaba un trozo de cinta y me los quitaba, pero luego, antes de abrir la puerta, él pasaba entre mis pies como diciendo “que te vaya bien”, restregándose en mi pantalón y entonces de nuevo esos delgados hilos blancos se regaban por toda mi ropa.
Se llamaba Rojo porque en una foto que le tomé cuando estaba indeciso de cómo ponerle a él y a su hermano, sus ojitos se veían rojos y los de su carnal azules; fuimos entonces tres en casa, pero con el tiempo solo quedamos Rojo y yo, Azul no aguantó tantas peleas, tanto estrés y tener que compartir a su humano (según el veterinario, eso es común).
Con el paso del tiempo Rojo mutó a Rogelio: cuando llegaba -en las mañanas, después de mi trabajo nocturno- siempre lo veía a través de la ventana y escuchaba su maullido mientras abría la puerta.
“Qué pedo Rogelio, cómo estás. Ay, pinche Rogelio, yo trabajando para darte de comer y tú dormido y ni siquiera me prepararas el café cuando me levanto”.
Le daba de comer y me acostaba. Él, cuando terminaba su desayuno iba y me masajeaba la panza; al despertar era común tenerlo a lado de mi cabeza dormido, el resto del día era yo lavando el baño, trastes, cocinando, siempre con él atrás de mí, incluso si iba al baño me rasgaba la puerta. Eso sí: por las noches el señor se iba, claro, no sin cenar, volvía entrada la madrugada, así que igual yo despertaba con su cuerpecito peludo a mi lado.
Vivimos juntos tres años. Un día, de la nada se comenzó a enfermar: vomitaba mucho; en eso no quiero ahondar, solo puedo describir la sensación en mi panza con todos los jugos gástricos corroyéndome cuando lo veía triste, era como un día a las cinco de la tarde sin desayunar. El veterinario no lo pudo ayudar, según él, tuvo toxoplasmosis… algo que no supe hasta que decidí dormirlo, lo cual fue difícil: le pregunté si podía continuar, lo acaricié, traté de ver en sus ojos un “sí quiero vivir” … solo vi que ya no me miraba; no se podía parar para restregarse en mi pantalón, por último, le dije:
“Carnal: voy a estar bien, si es tu tiempo ve y conviértete en algo mejor, ya me enseñaste lo que tenía que aprender”.
En mi desesperación pensé: ya no quiero, no es justo más dolor para ti solamente porque no quiero vivir solo.
Lo pusieron en una mesa metálica. El veterinario me explicó, y me explicó, y me explicó, al punto que pensé: ¡ya, cabrón, no quiero que siga sufriendo, ya sé que sabes, ya sé que eras buen estudiante, con una chingada, ya no lo hagas sufrir! Con una máquina tipo rasuradora eléctrica le pelaron una patita y procedieron: una, dos, tres inyecciones, la tercera en el corazón, no sin antes decirme: para este punto él ya no siente nada.
Lo vi cómo dejó de moverse, de pronto le salió un líquido de la nariz que olía como a agua estancada. El veterinario dijo: él ya tenía el virus en los pulmones, por eso el líquido. Por eso la decisión de dormirlo fue la mejor.
Ese día no fui a trabajar, me traje a Rogelio para enterrarlo en mi patio; bajé del camión con su cuerpo en una cajita de esas para transportar mascotas.
Me acerqué a la vinatería.
—Un six de Victoria.
Me asusté un poco cuando vi un gato por dentro de la vinatería, justo en la ventanita por donde me pasarían mis chelas. Era como mi rojito y blanco, con manchas grises y ojos del mismo azul que en las fotos salen rojos. Lo acaricié y regresó la muchacha que atendía.
—Quítate Catalina.
—¿Es gata?
—Sí.
—Se parece mucho al mío, bueno, se parecía. Es que vengo del veterinario y pues lo tuve que dormir, pero era igualito, ¡mira!
Me puse a buscar fotos de él para enseñarle que no estaba inventando solo para hacerle plática. Le mostré la foto.
—¿Cómo se llamaba?
—Rogelio, pero… bueno, mejor ya me voy antes que me agüite más.
Pagué y me fui a casa pensando: Rogelio y Catalina… qué bonita pareja hubieras hecho con ella, cabrón.
Su entierro fue lindo: hice un hoyo como de un metro, primero puse música, porque creo que la muerte no es una tragedia, si no un volver al universo, un volver a la nada de la que venimos y es digno de celebrarse. Metí el cuerpo, le hice una rajada a la bolsa en la que me lo entregaron y le puse cal, como me dijo el veterinario; busqué sus juguetes favoritos, una pelotita, una cinta de sastre, y también tomé un puñito de sus croquetas favoritas, luego lo tapé, fui por una botella de tequila, le eché un chorro al montoncito de tierra y le di un trago; él no tomaba, pero sí era mi compañero de peda, me aguantó cuando me puse filosófico, me vio bailar en calzones, me escuchó llorar y me consoló con su pelaje.
Sonó Rapsodia Bohemia, Escalera al cielo y un poco de rap de Cancerbero.
Ahora descansa en mi patio. Estoy agradecido con él por lo que me enseñó. Me enseñó a soltar, a decir “esto se acaba y se acabó”, no me aferré a él cuando era su tiempo, cuando decidí que lo durmieran pensé en mi abuelita, en cómo sufría y no la dejaban ir: mis tíos y tías la visitaban y ella ya muy cansada se quedaba dormida y ellos le hablaban para ver que no se hubiera muerto. Siempre pensé que era muy egoísta no dejarla descansar, no dejarla ir y ella se aferraba con todas sus fuerzas a no irse, pero claro que ya era su hora, ¿si le hubieran preguntado?… Por eso quise no ser egoísta y aferrarme a Rogelio, él no podía responder, pero sí su mirada y su cuerpo.
Ojalá todas mis pérdidas fueran así de bellas y fáciles, suelo ser el que no olvida, el que no puede llorar en los entierros, como en el de mi abuelita, mientras sonaba el mariachi con amor eterno me dejé caer de rodillas sobre la tierra porque de algún modo tenía que liberar tanta tristeza y eso fue la único que me salió o como cuando se fue de la casa la Paulina, que en lugar de decir no te vayas, o de llorar por la pérdida, me senté en una silla a beber café y fumar como loco mientras ella empacaba sus cosas.
No sé soltar, pero contigo, Rogelio, quedé en paz y por eso creo que no eras un gato, sino un maestro que me enseñó más de lo que puedo expresar, así que corrijo: no sabía soltar. Ahora sí, así como tú soltabas pelos por toda la pinche casa, ya ni la chingas, cabrón. ¡Ah!, pero eso sí: ni un pinche café te enseñaste a prepararme, ¡no mames Rogelio!
Posdata: no le digas a nadie que te mezclaba las croquetas con tu guisado favorito.