Hay algo que puede llegar a pesar más que el sol en el cenit, más que la propia vejez extrema, incluso más que la pobreza: las palabras. La autora de esta crónica construye imágenes demoledoras, utilizando las palabras precisas y cuenta un episodio cotidiano, volviéndolo casi mágico. Oscuramente mágico.

 

NoHilda

 

Foto de Daniel van den Berg vía Unsplash.

 

Hacia el mediodía él llega sin falta. Los caminos de tierra que se abren entre los matorrales secos de los baldíos parecen ser sombras proyectadas de sus pronunciadas arrugas, síntomas de un tiempo imparable. Él es como las desagracias: nunca vienen solas. Lo acompaña una adolescente de unos catorce años, quien le sirve de bastón para apoyarse en el mundo. Ella parece ajena a todo, hasta a ella misma. Enmudecida, se ve las uñas como buscando una pregunta, más que una respuesta.

Del hombro de él cuelgan unos treinta cintos, serpientes de cuero domesticadas por su terco espíritu. En su mano izquierda reposa una cajita amarilla de mazapanes, que, siempre llena, satisfaría los antojos más infantiles de quien accediera a su inquisitoria pregunta.

—¿Fajos, mazapanes, jefita? — dice con un tono atemporal y sus palabras parecen amontonarse en el aire, deslizándose por la nada hasta llegar a los oídos de todos los presentes.

—Cinco por diez.

Su cuerpo envolverá entre sus músculos unos setenta años. Recorre las calles de un barrio en las periferias de Tonalá, donde los atardeceres parecen cocerse como barro recién moldeado. Busca libertad, busca perdón, busca el fin de una guerra de la que no se sabe su inicio. Va y viene todos los días como ese sol que nunca se cansa de salir, que no se toma ni un día de descanso.

La rutina elige personas para encarnarse, para gruñir a través de ellas; a él lo encontró fácilmente. Él es una de esas personas a las que se le recuerda con la emoción que surge al levantar una taza vacía que se pensaba llena, con el destanteo que hace temblar al cuerpo cuando pensamos que subiremos un escalón y no hay nada, con la ansiedad que da cuando nos mueven las cosas del lugar donde las dejamos. El lugar común que es más incómodo que común.

—No, gracias. Hoy no.

Y como si esas palabras fueran de fuego, de pronto le cambia la cara. De sus poros comienza a brotar un enojo pesado, perceptible solo por el alma. Se le bajan las cejas, se le acentúan las arrugas, se le deshace la cara. Tintinean los cinturones como anunciando una tormenta.

—Bueno. Gracias, jefita.

Y ahora, los sonidos no se amontonan en el aire. Sus siete sílabas bajan a reptar por el suelo para acompañar sus pasos casi terribles. Un algo es recargado junto con su mano en el hombro de la adolescente quien, por un momento, sale de su abismo para plantar sus huellas más definidas por el peso recargado. Es momento de ella, el bastón inmóvil que permite el avance. Ha encontrado una respuesta sin hallar la pregunta.

Se van, dejando incontables malestares y una culpa que atraviesa toda bondad como una flecha helada. Los mazapanes pesan toneladas y ninguno de los que están ahí aligeran el suplicio. No existieron los héroes. Todos temimos serlo. Preferimos helarnos con la culpa.

Se agotan los tintineos y, como en un suspiro, el bienestar rebrota desde el aire aligerando de nuevo todas las palabras que vuelven a zumbar, aunque sea por unas horas. Aunque sea mientras exoneramos un poco nuestros cuerpos hasta que el sol se vuelva a acomodar en el zénit del cielo de un Tonalá que se protege de la modernidad con su mitología vigente.